
La guerra de Ucrania nos viene demostrando que las fallas que estamos observando en este año y medio de conflicto en materia de estrategia tienen consecuencias que van más allá del diseño de la arquitectura de Seguridad europea y de los equilibrios militares en Europa o las relaciones entre Europa y Rusia o Ucrania y Rusia. Las amenazas inmediatas están en el Este, con una Ucrania que nos plantea el dilema de si puede ganar la guerra en las circunstancias actuales en las que la OTAN la ayuda pero no la integra plenamente, y una Rusia sometida a un régimen de sanciones que sortea hábilmente y cuya debilidad en el campo militar – a pesar de la cantidad de efectivos - es inversamente proporcional a la habilidad propagandística del uso de una narrativa adaptada al receptor, que contamina y deforma la realidad con el objetivo de sembrar dudas, polarizar las sociedades, sembrar desconfianza en los Estados o socavar las Instituciones democráticas de los países occidentales. El uso de la diplomacia blanda es un elemento legítimo de proyección de influencia que todos los Estados, en mayor o menor medida, practican. Pero el revisionismo histórico para justificar acciones punitivas nos adentra en la dimensión psicológica de los sentimientos, aquella que tiene que ver con el nacionalismo y el modo en el que se perciben los pueblos frente a sus adversarios.
Cuando todavía no hemos superado el shock y el golpe de realidad de que la guerra convencional es posible en las puertas de Europa, y los dilemas morales que ésta nos plantea a una sociedad acomodada que no está dispuesta a asumir los sacrificios que generaciones anteriores sí hicieron en nombre de la libertad, la democracia y esas otras abstracciones no tangibles que supuestamente nos definen, nos despertamos con que un elemento catalizador, inesperado, podría ser un factor de aceleración para dar una salida diplomática a un conflicto que parecía enquistado. Elemento catalizador que, si no se gestiona, puede tener derivadas en la propia estructura política y territorial de Rusia, pero también, como efecto dominó, en la geopolítica global, particularmente la de Oriente Medio.
Traición a la Patria. Rebelión frente a la mentira, la corrupción y la burocracia (Prigozhin dixit en mensaje contra Putin y el FSB). Cuántas veces esa consigna ha sido manidamente utilizada con fines espurios. Quién no se revuelve ante la idea – arriesgada pero calculada – de desmantelar las estructuras de poder del Kremlin, debió pensar Yevgueni Prigozhin, el jefe del grupo paramilitar PMC Wagner al iniciar desde Rostov del Don, la ciudad portuaria en el Mar de Azov, sede de la base de operaciones del ejército ruso, la marcha hacia Moscú. Pero el escenario de la caída de Putin y una Rusia impredecible no es deseable ni para Europa, ni para Ucrania, mucho menos para la propia Rusia. Y si la Cumbre de la OTAN, que va a tener lugar en la ciudad lituana de Vilna los próximos 11 y 12 de julio, tenía ya previsto el diseño de una hoja de ruta para reforzar las relaciones con Ucrania y el debate sobre cómo equilibrar los europeos sus relaciones con China sin molestar demasiado a los socios americanos, tendrá que analizar por qué la Inteligencia ha vuelto a fallar al no prever la operación de desestabilización planteada por Prigozhin, sujeto peculiar que lleva más de dos meses haciendo acopio de material pesado y extraños movimientos de tropas en Bielorrusia.
Para estar dispuesto a morir con sus 25.000 hombres para liberar al pueblo ruso, el regreso a sus bases y el proceso de negociación acordado con el presidente de Bielorrusia, Alexander Lukashenko, para evitar cargos criminales, y que implica la promesa de la salida de Serguéi Shoigu del Ministerio de Defensa y de Valeri Gerasimov del Estado Mayor – incumplida finalmente -, da la sensación de que esta puesta en escena podría ser una operación calculada, no sin riesgo, de disidencia controlada para definir lealtades y gestionar fracturas en sus alianzas en un momento en que la invencibilidad del presidente ruso, Vladimir Putin, se desvanecía y la dependencia estratégica de los paramilitares en la proyección internacional de Rusia es determinante.
La rebelión de Prigozhin, en cualquier caso, ha sentenciado ya la guerra de Ucrania y abre un futuro incierto en otros escenarios donde la presencia de los Wagner es tan decisiva, como África y Oriente Medio. Aunque no está claro que Ucrania pueda capitalizar este momento de descontrol a su favor, Rusia a corto plazo ha perdido, y sea cual sea el final del pulso entre Prigozhin y los mandos militares, el ejército ruso no puede hacer nada sin la milicia Wagner. De ahí la importancia para el gobierno de aplicar la Orden de 10 de junio de poner a los paramilitares bajo las órdenes del ministerio de Defensa. Dañado o sobradamente fortalecido, el tiempo nos dirá si esta asonada con más incógnitas que certezas deriva en golpe formal más adelante y desestabiliza Rusia en el sentido de colapsarla tal y como la conocemos, o sirve para depurar todos los elementos del pasado molestos. Suerte si Prigozhin conserva la vida y puede seguir celebrando onomásticas el tiempo que Dios le otorgue sin miedo a mirar detrás. O para Ucrania, si Prigozhin utiliza Bielorrusia como trampolín para liderar un grupo de mercenarios contra las fuerzas ucranianas, que sirvan al final para afianzar a Putin en el poder y escale la guerra a un nivel aun desconocido.
En un mundo internacional tan complejo, la privatización del ámbito de la Seguridad plantea riesgos incalculables y abre escenarios muy inquietantes. Las políticas turbias de Rusia en este sentido han sido un factor de aceleración de poderes que se han demostrado ser útiles, pero poco fiables y absolutamente prescindibles. Recuperar el control de la toma de decisiones y del monopolio de la violencia es la única garantía de supervivencia del presidente al frente de una Rusia con poder nuclear que no se resiste a dejar de soñar con el Imperio que un día fue.