Tener que escoger entre la peste y el cólera

Similar caso nos cuenta con brío y sarcasmo el poeta árabe Talawi (siglo 17):
Tengo la desgracia de tener a un amigo y al feo Shihab Eddin su hermano
Ambos son pedorreros, pero Shihab es más zullón que su hermano
Pues tan maloliente situación viven hoy los sirios, un pueblo que siempre destacó, como fiel heredero de la civilización Omeya, por su refinado gusto. Hoy en día, nuestros queridos levantinos se encuentran atrapados en las redes de este “dilema corneliano” que lleva al que lo enfrenta a un conflicto psíquico y moral muy profundo en que tiene que resignarse a la lógica de la estadísticas: ¿quién de los dos ha causado menos muertos, el régimen de Bashar Al-Assad o la nebulosa fundamentalista de la que salió Al-Jolani?
Veamos ahora las dos entradas de la ecuación del dilema, la peste y el cólera, adentrémonos en su historia y conozcamos su etiología y efectos.
De entrada, llama la atención que la peste negra, una enfermedad que era endémica de Asia Central y China y que pasó a Europa desde Crimea (..). Todo comenzó en el año 1346 durante el asedio de los tártaros de la “horda de Oro” a un lugar de la isla llamado Caffa que albergaba un puesto comercial genovés. Éstos llegaron a catapultar sobre los habitantes asediados cadáveres de enfermos fallecidos de la peste. Así tuvo lugar la primera guerra bacteriológica de la humanidad.
Un navío genovés que había podido escaparse del asedio desembarcó primero en Mesina, luego en Génova y finalmente en Marsella. Las mercancías descargadas traían también ratas asiáticas enormes infectadas con bacilos de la peste. Estas últimas consiguieron en poco tiempo sustituir a las pocas ratas grises locales y campar a sus anchas ante el escasísimo número de gatos, los cuales la inquisición había mandado matar por considerarlos seres maléficos.
¡Muertos los gatos empezó la peste! Ésta, en apenas cinco años (de 1347 a 1352), consiguió acabar con casi la mitad de la población europea y se convirtió en sinónimo del fin del mundo, de un pavor espantoso que encuentra su eco en la expresión española “evitar como la peste”, o italiana “li odio come la peste” o francesa “craindre como la peste”.
Quizás exista cierto paralelismo entre la historia de la matanza de gatos, la consiguiente propagación de la peste y el régimen de Bashar Al-Assad. Después de dar riendas sueltas a su servicio secreto para acabar con cualquier tipo de pensamiento estirado y pulcro, sumió al país en un estado de miedo, envilecimiento y corrupción creando así el medio de cultivo idóneo para la proliferación del fundamentalismo yihadista. Luego llenó las cárceles con los adeptos de esta doctrina para soltarlos después, regalarles una parte de Siria, armarlos y asignarles el papel de espantapájaros y así atrapar a los sirios en la red del dilema.
En cuanto a la segunda epidemia que aparece en la expresión, el cólera o “el raptor de los jóvenes”, éste tomó el relevo a principios del siglo 19, justo cuando la gente empezaba a recuperar el aliento una vez erradicada la peste, proclamándose como el nuevo asesino en serie.
Del latin “Cholerae”, se trata de una toxi-infección entérica que causa una diarrea copiosa y una deshidratación muy aguda que conduce a la muerte. Al contrario de la peste, pero igual que el obscurantismo religioso, se transmite exclusivamente entre los hombres. Los afectados por esta enfermedad vomitan un misceláneo parecido al arroz con leche y entran en unas convulsiones precedidas de una cianosis y un frio corporal horrible hasta fallecer.
Aquí, rememoro un pasaje de un poema del gran Bayram Attunusi que dice:
Oh Oriente, luminoso tu cielo, oscuro tu pensamiento
Cálido tu clima, fría tu gente
¿Acaso esta lóbrega y escalofriante descripción es aplicable hoy en día al pueblo sirio con su nuevo Cid (señor en árabe)? Digo Cid porque el “dilema corneliano” (de Corneille, el poeta francés) tiene como protagonista a Rodrigo Díaz de Vivar.
En efecto, la obra del dramaturgo francés llamada también “el Cid” habla del amor que unió entre éste y Jimena (segunda sobrina del rey Alfonso VI) y de que los dos amantes habían hecho la promesa de casarse. Sin embargo, cuenta Corneille, hubo una riña entre sus respectivos progenitores que acabó con la vejación del padre de ella a su padre. Tal afrenta llevó a nuestro protagonista a una situación nada envidiable.
Él sabe que para lavar el honor de su padre tendrá que enfrentarse a su hipotético cuñado y matarlo y con ello perder el amor de su amada para siempre, pero también sabe que si no lo hace pierde su honra y con ello la estima de Jimena ya que los códigos de honor implican repeler a cualquiera que no defiende el honor de su familia.
Sobre el Cid se han escrito muchas obras, algunas de alabanza como la de Corneille o el “Cantar del Mío Cid” que algunos investigadores españoles atribuyen a Abu-l-Walid Al-Waqqshi, y otras menos consideradas llegando incluso a tacharle de mercenario y apátrida.
Bien es cierto que la visión depende del ángulo de mira de cada uno y de sus intereses, estamos ante un brillante “Campi doctor” que desempeñó el papel de “faiseur de rois” en su momento.
En efecto, entre muchas de sus hazañas, fue quien le dio la victoria a Sancho, soberano de Castilla, en la batalla de Golpejera en 1072 contra su hermano Alfonso “el bravo”, soberano de León. Asesinado Sancho, pasó a trabajar -a regañadientes- con Alfonso VI, para decidir luego, a raíz de una serie de destierros por discrepancias con el nuevo monarca, dedicarse a sus propios intereses y vender sus servicios al mejor postor, sea moro o cristiano, hasta hacerse con el Reino de Valencia que se extendía de Denia a Tortosa.
¿Acaso la Idlib de hoy es la Valencia de antaño?
Está claro que nuestros dos cides, el campeador y Al-Jolani, tienen muchos puntos en común, sobre todo la disposición de trabajar con bandos contrarios. Ahora, nos queda saber si el segundo va a seguir el camino del primero -en la obra de Corneille-, es decir decantarse por el honor de su familia, o es protagonista de una nueva obra de teatro sin principios ni valores como los tiempos que corren hoy en día.
El honor es como la virginidad, dijo Clemenceau, solo sirve una vez.