El campo en llamas, comamos piedras

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No va a ser fácil conciliar tantos intereses en juego, respetar múltiples equilibrios y no renunciar a los grandes objetivos, para encontrar solución a la gravísima enfermedad que se ha adueñado del campo y ataca en mayor o en menor medida a los agricultores europeos. 

Esta vez no es uno de los muchos estallidos puntuales que se producen en diversas épocas del año, aquejados determinados cultivadores o ganaderos por la competencia sucesiva de los productos de temporada. 

La actual explosión es mucho más profunda, detonada por la última reforma de la PAC, la Política Agrícola Común, aquel invento del holandés Sicco Mansholt, con la pretensión de garantizar el autoabastecimiento de alimentos y permitir a la vez que los agricultores tuvieran una renta lo suficientemente atractiva y digna como para que no abandonaran el campo para incorporarse al trabajo industrial en las ciudades. 

De aquel invento y sus sucesivas reformas se ha beneficiado en diferentes grados toda la agricultura europea, aunque es obvio que unos mucho más que otros. Tan importante ha sido que la parte del león de los presupuestos de la Unión Europea siempre se la han llevado los complejos mecanismos de la PAC, sea a través de incentivos muy atractivos o de cuantiosas subvenciones, con las que se han ido modulando las prioridades, los movimientos de población y la cambiante atención hacia otros sectores más prometedores a medio y largo plazo que el primario. 

Si uno de los rasgos que definen la identidad de la UE es su apego a la libertad de comercio, ello ha desembocado no solo en la libre circulación de las mercancías dentro del mercado comunitario sino también en su apertura a las producciones de terceros, plasmados en múltiples acuerdos preferenciales. Y es en este punto que las pulsiones proteccionistas han irrumpido a menudo con más o menos virulencia. 

Los asaltos de los agricultores franceses a los camiones españoles y el destrozo y saqueo de su carga no es algo de ahora, lo han practicado casi desde el momento mismo en que España entró en la entonces Comunidad Económica Europea, al coste entre otras cosas de un total desarme arancelario industrial por parte de España. Y ahora mismo, el presidente francés, Emmamuel Macron, ha venido a prometer que habrá que pasar por encima de su cadáver para que se ponga en marcha el tan ansiado Acuerdo UE-Mercosur, so pretexto de que las carnes brasileñas y argentinas harán la competencia ventajosamente a los ganaderos de las Galias. 

No pocas voces se elevan también en Francia y en la misma España contra la “invasión” de productos agrícolas de Marruecos, gran parte de los cuales lo hacen por empresas exportadoras filiales de otras francesas y españolas. La prosperidad del reino alauita, como la potencial de muchos otros países africanos, se cimenta en buena parte en esa producción agrícola y en su capacidad de exportarla a Europa. 

Si desde ésta se le cercenan tales posibilidades, ¿cómo quejarse después de que millones de seres humanos quieran emigrar y llegar como sea a esa Europa?

Por supuesto, la vocación regulatoria también es una característica de la Unión Europea. Al fin y al cabo, es su principal arma; otros esgrimen músculo militar en bruto. Pero, convendría no obstante flexibilizarla un poco. 

El famoso Pacto Verde y la Agenda 2030, por muy loables que sean sus metas, no pueden terminar de camino con que la malhadada expresión “España vaciada” se convierta en una Europa vaciada, pero eso sí, poblada de inmensos parques eólicos muy verdes, muy sostenibles, pero con muy poca o ninguna vida humana y social alrededor. 

Cierto es que la continua transformación de la humanidad se ha acelerado de manera vertiginosa, y si se quiere no perder el tren de la vanguardia industrial y tecnológica hay que impulsar los necesarios cambios que se imponen, aunque graduando los ritmos. En la conjugación de todo ello consiste el verdadero arte de gobernar. 

Sin embargo, para que todo ello suceda la principal necesidad del ser humano es alimentarse. Y el agricultor, término que ha desbancado por completo al a mi juicio más amplio de campesino, hay que concederle la dignidad de poder hacerlo, suministrarnos el producto de su esfuerzo y poder vivir de ello. 
Es obvio que, gracias a los avances tecnológicos, no hacen falta tantos brazos como antaño para extraer los frutos de la tierra, pero la fijación de la población difícilmente se hará sin el concurso de los que quieran vivir y desarrollarse en el campo. 

Sobre todo, hacerlo como campesinos, cuyo principal cometido sea el de cuidarlo en vez de ocuparse del ingente papeleo, aunque sea electrónico, que le impone el ejército de funcionarios de tantas administraciones, cuyo enorme peso sobre el mismo individuo-contribuyente es capaz de aplastar las mejores intenciones. 

Y, en fin, como en todo conflicto que estalla, son frecuentes las peleas entre los mismos que sufren sus consecuencias. Es lamentable por ello contemplar que los agricultores franceses culpabilicen a sus homólogos españoles e italianos de sus problemas; que los polacos y húngaros se pongan enfrente de sus colegas ucranianos, o que los españoles hagan lo propio con los agricultores marroquíes. 

La verdadera solidaridad quizá se encuentre en ayudar a considerar que el campo, la tierra, es cosa de todos, y no circunscrita a nuestra mera porción local, regional o nacional.