El voto perdido

<p>El candidato presidencial republicano, el expresidente Donald Trump, es sacado rápidamente del escenario durante un mitin el 13 de julio de 2024 en Butler, Pensilvania - GETTY  IMAGES NORTH AMERICA/ANNA MONEYMAKER vía AFP&nbsp;</p>
El candidato presidencial republicano, el expresidente Donald Trump, es sacado rápidamente del escenario durante un mitin el 13 de julio de 2024 en Butler, Pensilvania - GETTY  IMAGES NORTH AMERICA/ANNA MONEYMAKER vía AFP 

Una amiga de vuelta de todo lamenta la falta de puntería en el atentado contra Donald Trump, el nuevo Van Gogh de la política. No deplora, en cambio, que la bala se la haya comido un seguidor del candidato republicano porque, puestos a ser prácticos, es un voto menos. Si la cosa va por ahí, lo mismo se puede decir de los demócratas, asumiendo que el tirador tuviera pensado votar a Biden. Es una cuestión de perspectiva con idénticos resultados porque si Trump pierde votos a balazos, Biden lo hace en cuanto abre la boca. 

Lo que deberíamos lamentar es el grado de violencia asentado en la civilización más avanzada, la nuestra, hasta el punto de cruzar líneas rojas en un viaje sin posibilidad de retorno. Hemos pasado de la crítica constructiva a la reprobación por meros motivos ideológicos. El siguiente paso fue la demonización del adversario y de ahí fuimos enseguida a la conversión de condición. Ya no hay rivales, sino enemigos. Abrimos la puerta del insulto y las descalificaciones, la falta de respeto y la vulgarización de la ofensa. La penúltima etapa es la agresión y, ahora que tratamos de eliminar físicamente a los que no piensan igual, ya sólo queda la última estación, parada final de una locura colectiva, el enfrentamiento armado, la guerra, la destrucción, la miseria y la muerte. 

El odio es el vector que nos distingue y la excusa para justificar actos que deberían ser condenados legal y moralmente sin paliativos. Pensar, diseñar y ejecutar una misión cuyo objetivo sea la muerte de un rival es entrar conscientemente en el reino del terror. 

Nuestros antepasados no derramaron tanta sangre ni sufrieron tanta injusticia, tantos rigores, para acabar como aquellos contra los que lucharon. Podemos pecar de muchas cosas, para eso están la religión y la fe, para perdonar y redimirse. Sin embargo, levantar muros y despreciar la condición humana por tener un punto de vista diferente nos convierte en desalmados, seres de carne y hueso sin principios. 

Somos unos animales con la inteligencia necesaria para evitar conflictos y generar prosperidad, pero hemos decidido poner nuestro intelecto al servicio del mal por pereza, ignorancia y cobardía, lo que conduce inevitablemente hasta un sectarismo que no entiende de vacunas. 

Desear la muerte de Trump es igual de nocivo para una sociedad que felicitarse por un hipotético infarto sufrido por Pedro Sánchez o un accidente de caballo mortal de Santiago Abascal. Tenemos mecanismos eficaces para castigar a los que delinquen y, en el caso de Sánchez o Macron, por poner dos ejemplos, no habría nada peor para ellos que la privación de libertad. 

Anhelar la desaparición del prójimo es lo que nos convierte en perdedores y traidores a nuestros propios valores. Ambicionar el exterminio de los que son, viven, piensan y hablan de otra manera es abrazar la oscuridad y las tinieblas. En Pensilvania, Trump ha perdido un voto, el Partido Demócrata otro, pero no hay empate técnico. Los disparos ilustran nuestra derrota porque no hemos sabido frenar el impulso que nos retrotrae a los peores momentos de la Historia contemporánea. En pleno siglo XXI nos hemos trasladado al corazón de la década de los años treinta, período siniestro en el que fuimos culpables de desplegar nuestros instintos más bajos. Por entonces éramos mucho más cultos, estábamos mejor instruidos y éramos conscientes de lo que hacíamos, o eso pensábamos hasta que, sesenta millones de muertos después, no tuvimos otro remedio que buscar soluciones para que la hecatombe no se produjera nunca más. Nuestro mundo, el mundo de los buenos, el mundo de la libertad, la justicia y el libre mercado, encontró las fórmulas, sin duda imperfectas pero eficaces y mucho mejores que las doctrinas de los otros, soviéticos, cubanos y comunistas de todo tipo y condición. 

Ahora, hoy y probablemente mañana, los que sobrevivan tendrán que mirarse al espejo y rendir cuentas con su conciencia antes de hacer lo propio con Dios por haber sembrado todo lo que nos aleja de nuestra condición de humanos. Hay que alegrarse de que Trump siga vivo y Pedro Sánchez nos arruine a todos. Ya habrá tiempo para montar una fiesta cuando el primero gane o pierda las elecciones y el segundo entre en la cárcel de Soto del Real. Antes, si queremos ser lo que pretendemos, hay que empezar por lavarse y eliminar cualquier rastro de desprecio y extremismo porque lo peor no es perder un voto por una bala, sino por una decepción.