
Alejados los riesgos de un impeachment largo y perjudicial incluso para su Presidencia, Joe Biden comienza a dar sus primeros pasos importantes en la esfera mundial de la que vuelve a formar parte tras su regreso al Gobierno de la primera potencia, ahora desde la privilegiada atalaya de la presidencia. La prolongación durante meses, o incluso más allá de un año, del proceso político a su antecesor era un fantasma para Biden que se ha conjurado, pero que habría supuesto constantes quebraderos de cabeza para él y su núcleo duro por el goteo continuo de testimonios a favor del exmandatario (también en contra) y por suponer un muro contra su idea de unir al país y superar la polarización reinante desde la llegada al poder de Trump. Una vez que ese peligro ha desaparecido, la Administración se apresura a lograr velocidad de crucero en temas internos y externos, y como siempre entre estos últimos se imponen las reuniones con los vecinos de América del Norte, Canadá y México.
La primera reunión del nuevo presidente de Estados Unidos con su vecino del norte, el canadiense Justin Trudeau, ha tenido muchos elementos dignos de analizarse en el contexto de las nuevas relaciones internacionales que surgen en medio de la pandemia. El primero, que ha seguido el curso de los tiempos: no presencial, con los dos dirigentes reunidos con sus equipos ante las pantallas LED que les conectan con el país invitado de forma bilateral. La diplomacia se acostumbra aceleradamente a estos encuentros vía internet, como el G-7 de la semana pasada o la Conferencia de Seguridad de Múnich del viernes, que significó el bautismo multilateral del nuevo inquilino de la Casa Blanca. Las confidencias al oído son imposibles, los líderes tienen que conformarse con los gestos y el lenguaje de las miradas para entender los códigos secretos que de otra forma correrían raudos de boca a oído por los edificios donde se celebran las reuniones de alto nivel entre los distintos países. Trudeau ha conectado con Biden, y le ha ofrecido reactivar el frente común que ambos nunca debieron dejar caer, especialmente en los asuntos de mutua preocupación: la defensa del medioambiente que les debe unir, la cooperación y el entendimiento con el tercer vértice del triángulo, México.
Hay quien sostiene que las relaciones de Biden con López Obrador serán menos fluidas que las mantenidas por Trump con el presidente de México. Aunque lo lógico fuera lo contrario, dado la teórica proximidad ideológica del demócrata con el jefe del Estado mexicano. Las políticas que AMLO ha probado en temas como la presión fiscal prueban esa ambigüedad de su verdadero perfil como dirigente. Pese a las innumerables portadas y titulares que se han vertido contra el muro fronterizo que promovió el presidente neoyorkino, los Gobiernos demócratas de Obama ya habían activado esa separación física con las tierras mexicanas, origen de tantos emigrantes hacia Río Grande, e incluso habían expulsado a cientos de miles de personas sin papeles durante lo que duró su Presidencia. Si el norte canadiense le representa a Biden la cara de la moneda, México puede suponerle la cruz, con la que puede tener algunas noches de insomnio, aunque hará bien en cultivar las relaciones de ambos países.
Otra cosa será lo que Biden proyecte respecto a Cuba, y, por extensión, a Venezuela. Aquí se va a jugar el prestigio de su acción exterior con sus vecinos más cercanos. El exilio cubano en Florida, que se ha visto complementado en los últimos años con una avalancha de exiliados venezolanos que han desembarcado en Miami ante la represión del régimen ilegal de Maduro, no va a tolerar de brazos cruzados que se reponga tal cual la política de acercamiento a la dictadura que edificó Obama, con sus frecuentes fotografías junto a Castro y su visita en marzo de 2016 como símbolos de su suavidad diplomática hacia La Habana pese a los nulos movimientos aperturistas y democráticos del comunismo en la isla.