
Si son sinceros los apoyos transmitidos en público por los dirigentes del PSOE a la Monarquía, España es un país con un gobierno dividido sobre su modelo de Estado. Ese es el mejor de los casos, una coalición gobernante que no coincide en lo esencial de la defensa de las instituciones. Pero si, como muchos sospechamos, la reivindicación de la Corona que han hecho el presidente y los vicepresidentes y ministros de su partido son coyunturales y están a la misma altura que la mayoría de las afirmaciones de Pedro Sánchez desmentidas constantemente por los hechos, España se dirige rauda y cegada hacia un intento de proclamación republicana, que tendrá un barniz de legalidad similar al de aquél recordado 1931 redivido por los acontecimientos que lo asemejan al momento actual. El intento puede también ser legal y tener hechuras tan legales como legítimas, con una propuesta de cambio del modelo de Estado que consiga dos mayorías reforzadas consecutivas en el Congreso con elecciones anticipadas de por medio, y un referéndum afirmativo en el que la anestesiada opinión publica española cabecee borreguilmente ante los dos artífices de esta crisis institucional gigantesca: Sánchez e Iglesias. De ocurrir así, el retiro en el extranjero de Juan Carlos I este verano no es más que una etapa, decisiva pero intermedia, del plan orquestado para convertir este antiguo país en un mosaico plurinacional centrifugado sin bandera, ni sentimiento nacional ni símbolos de unidad.
La defensa que el presidente del Gobierno ha hecho esta semana de la institución monárquica no ha sido precisamente un ejemplo de ímpetu. Con su apoyo de aquella manera a la Corona ha venido a confirmar implícitamente la ambigüedad con la que se están moviendo él y su gobierno de coalición, dividido entre quienes tuitean frases ofensivas y destructivas contra el Rey y la Monarquía, y quienes no tuitean pero piensan muy parecido a los anteriores.
Esa ambigüedad permite pasar de un extremo al otro en la defensa de nuestra primera institución, sin que los ciudadanos tengan claro cuándo uno es poli bueno y el otro malo, y viceversa.
Hace poco se calificaban las noticias periodísticas, que no las decisiones judiciales que no han afectado aún al emérito, como “inquietantes y perturbadoras”. Ahora, Sánchez ha completado esa peculiar forma de posicionarse sobre el padre del Rey con otra frase para el análisis, construida por la fontanería de Moncloa para distraer la atención sobre la posición real del ejecutivo: “no se está juzgando a instituciones, sino a personas”. Sólo él sabe qué posición defenderá mañana, y en qué momento se alineará públicamente en este debate liquidador, que ha asumido claramente, junto a su socio de gobierno. Por el momento le parece suficiente con la salida del país de Juan Carlos I, forzada gracias a la presión del piolet de la extrema izquierda sobre el cuello del jefe del Estado. Y ya sabemos todos lo que ocurre cuando ese instrumento de los alpinistas es esgrimido metafóricamente a modo de debate público por Iglesias y sus correligionarios.
No se juzga a instituciones... de momento. Hasta que al presidente y su asesor monclovita les convenga juzgar a la Monarquía parlamentaria con la implacable dureza de quien decide a quién se juzga y a quién no. Cuando se trata del saqueo por parte de su propio partido de casi mil millones de euros que deberían haber sido para los desempleados, no se juzga a las instituciones sino a las personas. Pero cuando una formación política es mencionada en una sentencia judicial no firme como beneficiaria del uso irregular de 250.000 euros, vaya si se juzga a la institución, y las personas condenadas pasan a segundo plano en función de los intereses personales de la política. Ni siquiera recordamos ni sus nombres. Si juzgar a la institución impulsa a Sánchez a lograr la Presidencia del Gobierno en una moción de censura, entonces el juicio a la institución (un partido político) será implacable y se olvidará decididamente de las personas.
El jefe de Gobierno se confesó en una entrevista reciente diciendo que le gustaría pasar a la historia como el presidente que arregló la economía española. Ocultó ese otro objetivo inconfesable que tiene todo buen socialista del siglo XXI: derribar la Monarquía y reinstaurar la República, aquella república del 31, a ser posible de forma que el imaginario colectivo del país borre lo ocurrido en los 84 años anteriores. Lo de la economía lo va a tener muy difícil en vista del cataclismo económico que le ha sobrevenido. Lo segundo lo siente más cerca con la salida de España del monarca que trajo la libertad y la democracia.
Y el ferragosto español va transcurriendo con entretenimientos veraniegos como este, sin que los ciudadanos tengan que pensar mucho en la gravedad de los contagios y sin que apenas se enteren de que el gobierno ha solicitado a la UE el rescate de 20.000 millones para su plan antiparo. Un rescate que obligará a Sánchez y Calviño a explicar en qué emplearán hasta el último céntimo del Sure.