El 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos sufrió el mayor ataque terrorista de su historia. 19 terroristas entrenados por Al-Qaeda, la mayor parte de ellos saudíes, secuestraron cuatro aviones de pasajeros y los estrellaron contra la sede del World Trade Center en Nueva York, el edificio del Pentágono y un campo en Pensilvania.
Más de 3.000 personas fueron asesinadas. Los atentados significaron un trauma planetario; en Estados Unidos, el sentimiento de tragedia nacional fue todavía mayor. ¿Había indicios de que un ataque así podía ser llevado a cabo? Sí, algunos, pero fueron ignorados. La cara del entonces presidente George W. Bush cuando recibió la noticia, mientras se encontraba en una escuela de Florida, fue un reflejo fiel del desconcierto de su Administración.
La respuesta consistió en invadir Afganistán, donde el régimen talibán acogió con los brazos abiertos a la organización de Osama bin Laden. Casi a la vez, Naciones Unidas desplegó la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF, por sus siglas en inglés) en apoyo. Muy pronto, la misión quedó bajo control efectivo de la OTAN. Desde entonces, los efectivos estadounidenses desplegados han ido reduciendo su número, pero no han acabado de abandonar el país. 12.000 de ellos siguen en territorio afgano.

La guerra ha seguido su curso. Cuando se consultan algunos datos acerca de su impacto humano, la mayor parte de las fuentes se remontan, precisamente, a ese año 2001. Los civiles muertos, según Naciones Unidas, se cuentan por cientos de miles. Sin embargo, tomar solo las dos últimas décadas deja fuera otra parte de la historia igualmente turbulenta.
Los choques violentos en Afganistán representan un fenómeno prácticamente secular. En su territorio, confluyen multitud de etnias diferentes -pastunes, hazara, tayikos, uzbekos y un largo etcétera- que, en general, no conciben la idea del Estado moderno tal y como se encuentra establecido en la actualidad. Se rigen, en su mayoría, por códigos consuetudinarios que, en multitud de ocasiones, han provocado el enfrentamiento entre distintas comunidades.
En la Antigüedad, Alejandro Magno no pasó del Indo. La de Afganistán fue su última campaña en el frente oriental. En la época del imperialismo, en la segunda mitad del siglo XIX, ni el todopoderoso Imperio británico en su máximo esplendor ni la Rusia zarista osaron penetrar allí, sino que pactaron que el territorio ejerciese de ‘Estado tapón’; un territorio agreste y duro en el que, parecía, no merecía la pena invertir más esfuerzo, tiempo y soldados de los necesarios.
La historia reciente del país no ha sido distinta. En los años 80, la invasión soviética pinchó en hueso. Moscú tuvo su propio Vietnam de la mano de los muyahidín, grupos de guerrilleros locales apoyados por combatientes internacionales que hostigaron sin descanso a las unidades del Ejército Rojo. Y de aquellos barros, los lodos actuales: la ayuda financiera y el entrenamiento que los muyahidín recibieron por parte de los servicios secretos de Estados Unidos y Pakistán fueron la cerilla que prendió el polvorín.

Tras la retirada soviética, Afganistán quedó sumida en el caos, con la débil Alianza del Norte incapaz de someter a los distintos señores de la guerra que ejercían el poder efectivo sobre el territorio. En 1996, finalmente, Kabul cayó ante el empuje talibán. El grupo integrista se mantuvo en el poder durante un lustro, periodo durante el cual puso el país a disposición de Bin Laden y los suyos. La intervención estadounidense minó su infraestructura, pero la organización terrorista fue capaz de reconstituir su núcleo en las montañas de Pakistán y mutó en una entidad global, con una compleja estructura de franquicias, grupos afiliados y células expandida a lo largo y ancho del globo.
19 años y muchas muertes después de la intervención internacional, es muy difícil, sin embargo, constatar avances concretos sobre el terreno. ¿En qué medida se ha debilitado la capacidad operativa de Al-Qaeda? ¿Ha disminuido la influencia de los talibanes en la política local? ¿Qué hace suponer que las instituciones construidas tras la intervención no son otra cosa que un castillo de naipes? ¿Es Afganistán un lugar mejor para vivir que hace dos décadas?
La respuesta a todas estas preguntas no es fácil. Sin embargo, lo cierto es que, actualmente, la paz en el país centroasiático podría estar más cerca que nunca en los últimos cincuenta años. Después de una decena de intentonas fallidas, las conversaciones entre los talibán y Estados Unidos parece que empiezan a dar algún tipo de fruto.

En el momento de publicación de estas líneas, el grupo terrorista y los representantes de Washington llevan negociando en torno a año y medio. Después de varias espantadas de unos y otros en las rondas previas, empiezan a aflorar algunos resultados concretos. Según fuentes de la delegación estadounidense, encabezada por el enviado especial de la Casa Blanca Zalmay Khalilzad, los talibanes se comprometieron a finales de la semana pasada a reducir los actos de violencia por un espacio de siete días.
En el caso de que esta breve tregua no se rompa, ambos equipos continuarán en conversaciones con la meta de lograr un alto el fuego que pueda mantenerse en el tiempo con ciertas garantías. De fondo, la cuestión en torno a la que orbitará la mayoría del debate residirá en aclarar los detalles que rodearán a la retirada definitiva por parte de Estados Unidos. El proceso ha estado envuelto en oscuridad y no se conocen demasiados detalles, pero todo apunta a un repliegue progresivo y escalonado.
A pesar de que muchos intentos han fracasado previamente, ambas partes parecen moderadamente optimistas sobre la marcha actual del diálogo. El mismo Donald Trump ha manifestado que el pacto “está muy próximo”. Sin ninguna duda, un eventual acuerdo entre la Casa Blanca y los talibanes sería una victoria muy importante para el presidente en el año en que se presenta a la reelección. En muchos sectores de la opinión pública estadounidense, está instaurada la idea de que el despliegue militar en Afganistán ya ha durado demasiado. Muchos se preguntan, de hecho, si la prioridad de Washington es la paz en Oriente Medio o, simple y llanamente, salir de allí con los menores daños posibles.
En todo caso, los esfuerzos estadounidenses han arrojado ya otro resultado. Los líderes fundamentalistas han accedido, en un gesto sin precedentes, a reunirse con representantes del Gobierno afgano. Está previsto que el encuentro se celebre el próximo 10 de marzo en Oslo. Hasta el momento, los fundamentalistas habían rechazado al Ejecutivo de Kabul como un interlocutor válido.

No obstante, es a partir de este punto donde se generan más dudas. Las relaciones entre el Gobierno de Ashraf Ghani, que viene de ser reelegido presidente tras un largo recuento, y los talibanes nunca han sido buenas, de modo que, aunque existe la posibilidad de que se alcance un pacto, las probabilidades no son demasiado altas.
En el caso hipotético de que ambas partes logren entenderse, todavía quedarían muchos flecos por resolver. Primero, ¿qué capacidad real tiene el alto mando talibán para imponer sus decisiones entre sus filas? Segundo, los talibanes no son el único grupo que desempeña actividades terroristas en Afganistán: ¿hasta qué punto podría hablarse de una estabilidad real? Tercero, ¿en qué medida afectaría la retirada estadounidense a la solidez del acuerdo?

En primer lugar, aunque los talibanes se han caracterizado por tener una estructura de mando medianamente jerarquizada, con líderes identificables, es cierto que su dominio se ha construido históricamente a través de las lealtades de caudillos locales que tienen bajo su dominio grupos menores. Esas alianzas no son en absoluto irrompibles y podrían no mantenerse en todos sitios, lo que abriría frentes internos.
En segundo lugar, es cierto que los talibanes son responsables de cerca de la mitad de las bajas civiles por ataque terrorista en Afganistán. Hay otra parte nada desdeñable, sin embargo, que se atribuye a Daesh en la Provincia de Jorasán. Por mucho que los talibanes puedan dejar de lado su campaña de atentados, nada impediría que otras organizaciones terroristas siguiesen operando.
En tercer lugar, la progresiva retirada de Fuerzas Armadas internacionales, incluyendo la de los soldados estadounidenses, podría agudizar la situación de precariedad en que ya están sumidas las instituciones afganas. El equipo negociador de la Casa Blanca se ha comprometido a supervisar el proceso de paz en adelante, pero hay dudas sobre la firmeza de los apoyos a Kabul una vez que se encuentre solo ante el peligro. Como ha ocurrido en otros países de que se encuentran en situaciones comparables -Siria es un ejemplo-, la salida de Estados Unidos en la zona dejaría el terreno abonado para que otras potencias regionales e internacionales desplegasen sus tentáculos en busca de ganar influencia. Pakistán, Irán e incluso Rusia son actores que podrían aprovechar este relativo vacío.

La incertidumbre se mantiene en Afganistán, como viene siendo habitual desde hace décadas. La oportunidad actual tiene pocos precedentes, pero, incluso aunque haya acuerdo entre los talibanes y Washington, los problemas estructurales del país seguirán estando ahí. Ni siquiera está claro que la situación securitaria pueda resolverse pronto.