A medida que Erdogan ha ido oscilando hacia el autoritarismo y el expansionismo, sus relaciones con la Alianza Atlántica se han ido deteriorando

La OTAN y Turquía: un matrimonio de conveniencia en peligro

PHOTO/OTAN - El secretario general de la OTAN Jens Stoltenberg junto al presidente turco Recep Tayyip Erdogan

¿A qué juega Turquía? Es una de las preguntas que muchos analistas del ámbito de las relaciones internacionales llevan preguntándose desde hace meses. La respuesta a esta pregunta no es, ni mucho menos, sencilla. La política exterior de Ankara ha ido evolucionando hasta configurarse como una compleja red de alianzas y enemistades -y, en ocasiones, alianzas y enemistades al mismo tiempo- en gran parte de los teatros geopolíticos más relevantes de la región del Mediterráneo oriental, su zona de influencia.

La deriva militarista del presidente Recep Tayyip Erdogan en Siria y Libia, por citar los dos escenarios más candentes, ha sido interpretada a menudo como una huida hacia adelante; una especie de cortina de humo desplegada por un Ejecutivo cuya economía está inmersa en una crisis que amenaza con cronificarse y que, en el plano internacional, cada vez recibe más críticas por el trato que dispensa a opositores, periodistas, abogados y un largo etcétera.

En efecto, fuera de sus fronteras, la situación no parece nada halagüeña para los intereses de Turquía. Si bien es cierto que Erdogan ha sabido tejer lazos estratégicos de cierta importancia a su alrededor, sus constantes vaivenes han provocado que las grandes potencias no vean a su país como un socio demasiado fiable. Puede que el ejemplo más claro sea la complicada relación que mantiene Ankara con la OTAN.

La Crisis de los Estrechos: un freno a la expansión comunista

Como casi todo lo que tiene que ver con la Alianza Atlántica, la incorporación de Turquía está relacionada con uno de los múltiples episodios de la Guerra Fría. Al igual que tantos otros escenarios, el país de Anatolia fue uno de los lugares donde Estados Unidos y la Unión Soviética trataron de expandir su influencia en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. 

No es de extrañar: gracias a su control sobre los estrechos del Bósforo y los Dardanelos, Turquía goza de un poder envidiable como árbitro en el Mediterráneo oriental. En 1946, la URSS trató de meter baza y solicitó al Gobierno turco derechos de paso para así poder conectar el mar Negro con las aguas mediterráneas. Ante la negativa inicial turca, Moscú incrementó su presencia naval cerca de las costas turcas, realizando maniobras militares de forma continua, en un intento de intimidar a Ankara. 

En vista del peligro que suponía esta circunstancia, tanto por lo que significaría la presencia soviética en el Mediterráneo como una eventual implantación del comunismo en Turquía, Estados Unidos, con el presidente Harry S. Truman a la cabeza mostró su apoyo firme a Ankara, atrayéndola hacia su órbita. Después de años de tensiones sin resolver, en 1952, ya con Dwight Eisenhower en la Casa Blanca, Turquía se incorporó a la OTAN. Fue la primera ampliación de la Alianza Atlántica, que sumó para su causa también a Grecia.

Fotografía de archivo de 1948 del presidente estadounidense Harry S. Truman, en una estación en San Luis el día de las elecciones presidenciales de aquel año
Un aliado de confianza

Desde entonces, Turquía ha desempeñado una función como dique de contención que sirvió a los intereses de Washington muy adecuadamente. Cabe recordar que, durante la segunda mitad del siglo XX, Moscú no era el único régimen comunista de la zona: Bulgaria y Albania también estaban en la esfera de la URSS (aunque el régimen de Tirana siempre fue algo más independiente). Además, la Yugoslavia de Tito también se regía por un sistema comunista, a pesar de que decidió integrarse en el bloque de los países no alineados.

El punto de mayor tensión se produjo en 1974. Ese año, las tropas turcas invadieron Chipre e instauraron en la isla la no reconocida República Turca del Norte de Chipre. Empezaron a asomar unas tensiones con Grecia que, todavía hoy, siguen coleando y representando un factor de inestabilidad, como se verá más adelante.

La cuestión chipriota no cobró demasiada relevancia y, tras la caída de la Unión Soviética, Turquía continuó siendo un aliado importante de Washington. Entre los años 90 y la primera década del siglo XXI, el país era considerado como un poder fuerte, pero con firmes bases democráticas; un actor que podía ejercer como una potencia estabilizadora en la región de Oriente Próximo. 

Acercamiento a Rusia

Sin embargo, la relación de confianza entre Washington y Ankara parece haberse roto en los últimos años. Toda la tranquilidad que un día proporcionó Turquía en el Mediterráneo oriental, se ha traducido en nerviosismo. Las consecuencias desencadenadas por el golpe de estado fallido de 2016 han cambiado diametralmente el modo en que los países democráticos ven a Turquía; lo que parecía un régimen garantista dejó paso a uno autoritario, con muy poco margen para la crítica interna.

De cara al exterior, Erdogan comenzó, igualmente, a ir por libre. Quizá, el culmen de este nuevo escenario tuvo lugar en junio de 2019, cuando el Gobierno turco compró al Kremlin varios sistemas de defensa antiaérea del modelo S-400, de fabricación rusa. Esta transacción vulneró los principios fundacionales de la OTAN, puesto que los misiles rusos están diseñados, precisamente, para localizar y derribar cazas estadounidenses, como el F-35. En el plano económico, además, el presidente turco afianzó compromisos para importar gas natural ruso, a través del proyecto Turk Stream.

El panorama, por tanto, era el siguiente: el segundo Ejército más grande de la OTAN por número de efectivos no solo se desviaba de las líneas impuestas por Estados Unidos, sino que, para más inri, se acercaba a Rusia, el que, se supone, es el principal rival de la Alianza Atlántica.

Sistemas de defensa aérea de misiles S-400
Tres escenarios sin aliados claros

No obstante, Erdogan todavía tenía preparados nuevos giros de guion que, por el momento, se han ido plasmando en tres escenarios distintos: Siria, Libia y las aguas del Mediterráneo oriental.

En la zona norte de Siria, el Ejército turco ha llevado a cabo hasta cuatro operaciones militares distintas desde la retirada de las Fuerzas Armadas estadounidenses. En un primer momento, el envío de soldados al país vecino se justificó aludiendo a la presencia de terroristas del PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán) entre las filas de los ‘peshmerga’, unas milicias kurdas que fueron de suma importancia para la derrota territorial de Daesh.

Sin embargo, pronto se vio que el objetivo último era bien distinto: según informes de la propia inteligencia estadounidense, Turquía lleva un tiempo armando a grupos rebeldes, muchos cercanos a organizaciones yihadistas, que luchan contra el Ejército Árabe Sirio de Bachar al-Asad -apoyado por Rusia- por el control de los territorios en los alrededores de Idlib. Esta estrategia, que busca, entre otras cosas, asegurar el acceso a los pozos petrolíferos sirios, ha llevado a los soldados sirios y turcos a entrar en hostilidades directas en más de una ocasión.

A finales del pasado mes de febrero, de hecho, un bombardeo sirio acabó con la vida de, al menos, 34 soldados turcos. En esta tesitura, Erdogan solicitó apoyo formal a la OTAN. La organización presidida por el noruego Jens Stoltenberg se limitó a emitir una declaración de respaldo y Turquía se vio obligada a negociar un alto el fuego por sí misma con los rusos.

Un convoy militar turco se dirige a la provincia de Idlib, Siria, el sábado 22 de febrero de 2020

Libia es el otro gran escenario donde los intereses de Turquía y Rusia divergen. Incluso, podría decirse que ambos conflictos son vasos comunicantes. Como ocurre en Siria, Ankara tampoco cuenta con muchos aliados que respalden su postura sobre el terreno. Junto con Qatar, Turquía es el único país que está enviando apoyo militar al Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA, por sus siglas en inglés) de Fayez Sarraj, reconocido como legítimo por Naciones Unidas, frente a las acometidas del Ejército Nacional Libio (LNA) del mariscal rebelde Jalifa Haftar.

La cuestión es que Turquía no envía solo a sus propios militares: también está transfiriendo milicianos de la guerra de Siria al norte de África para defender sus intereses, tanto ideológicos -su amistad con los Hermanos Musulmanes, presentes en el GNA- como económicos -las reservas de gas de la costa. La situación, en pocas palabras, se diría que es, de nuevo, de Turquía contra el mundo. Mientras que Turquía está prácticamente sola en el lado de Sarraj, el LNA de Haftar recibe el respaldo logístico de Rusia y Egipto, así como la bendición política de actores tan destacados como Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Francia… y también Estados Unidos y Grecia.

Desde la caída de Gadafi en 2011, el papel de la OTAN en el país norteafricano ha pasado relativamente desapercibido. Debe recordarse que el dictador cayó, precisamente, de resultas de una operación de la Alianza que fue bastante cuestionada desde el punto de vista del derecho internacional público. Tras el caos que supuso el vacío de poder, actualmente, en una situación con dos bandos principales en liza, el papel de la organización se ha visto desdibujado, ya que cada país está actuando por su cuenta.

El presidente de Turquía Recep Tayyip Erdogan estrecha la mano del jefe del GNA Fayez Sarraj durante una reunión en el palacio de Dolmabahce en Estambul

El conflicto libio tiene otra derivada, que es el acceso a los recursos gasísticos del Mediterráneo oriental. Es aquí donde la OTAN está siendo puesta a prueba de forma más patente. ¿Por qué? Básicamente, Turquía ha puesto el ojo sobre los yacimientos de gas existentes en la costa libia y ya ha firmado acuerdos con el Gobierno del GNA para tener acceso preferente a ellos, de forma que se establezca un corredor marítimo entre los litorales de ambos países.

No obstante, Grecia y Chipre vuelven a entrar en escena. Los ejecutivos de Atenas y Nicosia han tachado el pacto de ilegal, pues contraviene las disposiciones en vigor sobre derecho del mar. El contencioso, ahora mismo, sigue abierto y se extiende a la zona de Chipre. Turquía ha enviado buques de prospección a lo que, en teoría, considera que son las aguas territoriales de la República Turca del Norte de Chipre, que ningún país reconoce.

Todo el enredo está resultando en unas tensiones crecientes entre Atenas y Ankara. El Gobierno de Kyriakos Mitsotakis ha estrechado sus lazos con la administración de Donald Trump mediante la adquisición de material bélico, mientras que Turquía sigue practicando su doble juego con Rusia. 

El primer ministro griego Kyriakos Mitsotakis

La OTAN, mientras tanto, se encuentra en una situación francamente complicada, pues ve cómo dos de sus estados parte -justo los dos que se incorporaron en la primera ampliación, allá por 1952- atraviesan una relación incierta, sin visos de una resolución amistosa en el futuro. En las declaraciones oficiales, Stoltenberg respalda por igual a todos sus aliados y, en contrapartida, Turquía y Grecia, sitúan su inclusión en la OTAN como un punto fundamental de su política de defensa.

Sin embargo, la realidad está demostrando ser más complicada, sobre todo en el caso de Turquía. Erdogan se acerca Rusia y, luego, apoya intereses contrarios a Moscú en Siria y Libia. Del mismo modo, compra misiles S-400 y no duda en solicitar amparo a la OTAN cuando vienen mal dadas. Con este juego del ratón y el gato, lo que deparará el futuro es una incógnita. 

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