El organismo internacional más grande del mundo se ha transformado en su paso por África a lo largo de sus 75 años de vida

África transformó la ONU

Es fácil criticar a la ONU por los numerosos desafíos a los que aún se enfrenta, pero los países africanos siguen aprovechando su existencia, tras haber demostrado ser los más incisivos en una reforma necesaria que no llega.

África está escribiendo su historia sin ayuda y, en muchos casos, a pesar de Naciones Unidas (ONU). La combinación de educación y apertura es un movimiento imparable. Pero hay que establecer diferencias al hablar de la ONU, porque UNICEF no paraliza el proceso de democratización, pero el Consejo de Seguridad (CS) sí que lo hace». 

Son las palabras directas e incisivas que Gonzalo Sánchez-Terán –cooperante con 17 años de experiencia en Guinea, Liberia, Costa de Marfil, República Centroafricana y las fronteras entre Chad y Sudán (Darfur) o Etiopía y Somalia– comparte con MUNDO NEGRO. 

La conversación con Sánchez-Terán nace de un hecho histórico: el continente africano no estuvo en el nacimiento de la institución –a excepción de Egipto y Etiopía, que ya eran naciones independientes– -debido a que el proceso de descolonización se aceleró a partir de 1960. A pesar de ello, en su opinión el continente africano ha jugado un papel «muy llamativo», empezando por dos secretarios generales que, según resalta, «han sido las únicas voces independientes –después del sueco Dag Hammarskjöld, que murió en misión cuando negociaba la paz en Katanga (R. D. de Congo)– alejadas de los poderes fácticos del mundo que se atrevieron a enfrentarse a EE. UU.», y que intentaron solventar el grave déficit de legitimidad que padece la ONU desde su creación. 

«Lo más importante que le ha dado África a la ONU fue Kofi Annan porque dejó una huella de lo que podría y tendría que haber sido la ONU. Fue una persona importante para la estima de África, por su capacidad para otorgar una voz al continente. Tenía un liderazgo moral. Al coincidir con Nelson Mandela, ambos representaron ese liderazgo moral de la ONU».

El 26 de junio de 1945, 51 países firmaron la Carta de las Naciones Unidas. Ocurrió 26 años después de la creación, con el Tratado de Versalles, de la Sociedad de Naciones, el fracasado antecedente de la ONU que languidecía tras la II Guerra Mundial. La Carta fundamental, en la que se proclamaban «las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión», entró en vigor el 24 de octubre de hace 75 años. 

Solo dos países independientes en el continente, Egipto –donde la colonización británica concluyó en 1953— y Etiopía –ocupado por Italia durante cinco años, hasta 1941– estuvieron entre los 51 primeros países. Pero a partir de la Conferencia de Bandung (1955), en la que participaron 24 países de África y Asia que acababan de lograr la independencia, y, sobre todo, del que se conoció como el Año de África, 1960, la sucesión de independencias hizo que se acelerase su presencia. Hoy 54 países africanos forman parte de la ONU, siendo el grupo regional más grande al representar al 28 % de los miembros. 

A pesar de sus cerca de 1,4 mil millones de habitantes, una sexta parte de la población global, no ha logrado tener un asiento permanente en el CS, el brazo ejecutivo de la institución. En la actualidad ocupa 14 de los 54 asientos del Consejo Económico y Social de la ONU (-ECOSOC), y 13 de los 47 del Consejo de Derechos Humanos (HRC). A África le toca presidir la Asamblea General de la ONU, el mayor parlamento del mundo, los años acabados en 4 y 9 , responsabilidad que en 2014 asumió el ugandés Sam -Kutesa, y en 2019 el nigeriano -Tijjani Muhammad-Bande.

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La herencia de la II GM

«Naciones Unidas tiene varios problemas de forma y fondo. Un sistema de organización propio, con un Secretariado y una Asamblea General que incitan al debate, aunque ahora la ONU no esté presente en preocupaciones globales como la Covid-19 o el conflicto en Siria; pero, al mismo tiempo, tiene agencias como ACNUR, UNICEF, UNESCO, o el Programa Mundial de Alimentos (PMA) que, aunque no están haciendo un buen trabajo porque son organizaciones anquilosadas y muy burocráticas, hacen mucho más que los Gobiernos. 

Pero el principal problema es que la ONU se ha -convertido en un ministerio con altos -funcionarios, un lugar de representación de los países donde se debate, se intenta resolver conflictos y preservar la paz, pero que alberga la descarnada hipocresía y desfachatez de los poderes heredados tras la II Guerra Mundial,  que utilizan a la ONU como herramienta de sus intereses geopolíticos», añade Sánchez-Terán. 

Se refiere al CS de la ONU, en el que los cinco miembros permanentes y con derecho a veto (EE. UU, Gran Bretaña, Francia, China y Rusia) asumieron el control ejecutivo de la ONU tras la II Guerra Mundial, consolidado con la Guerra Fría que terminó en 1991. 

En cambio, Itziar Ruíz Jimenez, profesora de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Madrid, prefiere concentrar la atención en «el papel transformador que jugaron los países de África, Asia y Oriente Próximo en la medida en que su lucha contra el poder colonial transformó las estructuras normativas y políticas de la organización, llegando incluso a cambiar institucionalmente una parte importante de las funciones políticas que realiza Naciones Unidas». 

En conversación telefónica con MUNDO NEGRO, se aleja del habitual balance en relación a la Guerra Fría y su impacto en la organización y distribución del poder internacional porque «lo que hicieron los movimientos de liberación nacional en todo el mundo, y especialmente, con gran protagonismo, los del continente africano en las primeras independencias de 1957, fue transformar las normas de la ONU para que se les aplicase el principio de autodeterminación de los pueblos, de soberanía y de no intervención. 

Cambiarán el significado de esas normas para liberarse del poder colonial y conseguir que dejen de legitimar y considerar como legal la colonización». Recuerda Ruiz Jiménez que esa transformación llegará al régimen internacional de los derechos humanos, que pasará a universalizarse después de haber sido creado «para varones, blancos y propietarios», y recogerá también la discriminación racial. «No hay que olvidar su liderazgo en la lucha contra el apartheid y el apoyo a la de EE. UU. por los derechos civiles».

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La agenda ONU

Ruiz Jiménez hace una reflexión interesante sobre las agendas de la ONU y señala que no solo están las de los países más poderosos, como EE. UU. o China, sino que hay naciones africanas que han liderado cambios para destacar asuntos como el cambio climático, la necesidad de ampliar la acción respecto a la sostenibilidad o la evolución del concepto de desarrollo. «Hay dos lecturas: una, la de la resistencia a las visiones hegemónicas que quieren imponer las grandes potencias; y otra, la de las élites africanas de las últimas tres décadas, profundamente insertadas en las estructuras globales del neoliberalismo, que también marcan la agenda de la ONU, aunque no en la línea que le interesa a EE. UU., porque el poder en el mundo lo ejerce también un entramado en el que están las élites de los países del norte, China, gran parte de los países africanos, multinacionales y parte de la propia estructura de la ONU». 

Y añade: «Las élites africanas han jugado, en ocasiones, un papel de resistencia frente a esa estructura neoliberal global, capitalista, patriarcal, racista y antiecologista, aunque una parte de los Gobiernos africanos están profundamente insertados en esa estructura y forman parte de las cadenas globales de acaparamiento de los recursos naturales».

Sobre la manida reforma de la ONU, Ruiz Jiménez se muestra categórica al señalar que, en lugar de pedir que entren más países como miembros permanentes con derecho a veto, lo que se debería hacer es «modificar las leyes hegemónicas y plantear un compromiso político de los cinco países del CS para las situaciones de violaciones masivas de derechos humanos, crímenes internacionales, genocidio y crímenes de lesa humanidad», siguiendo la estela de campañas globales que están consiguiendo más que los que se ofuscan con la reforma del CS. 

Y añade que la clave es que la ONU no sea un «instrumento geopolítico y de imposición económica y política de las grandes potencias, sino un escenario en el que los que forman la ONU tengan cierto grado de autonomía, de influir en la confección de las agendas, para que se valoren cosas diferentes».

Misiones de paz

Siete de las 14 misiones de paz de la ONU activas –encabezadas por los famosos cascos azules– están en países africanos. Son operaciones de observación y mantenimiento de la paz en Abyei (entre Sudán del Sur y -Sudán), Sudán del Sur, Darfur (Sudán), República Democrática de Congo, Sahara Occidental, Malí y República Centroafricana. 

En la línea de tiempo de las páginas 22-23 se observa cómo en la cronología de las relaciones entre el continente africano y el organismo global, se pasa del ingreso de los países africanos en Naciones Unidas a las intervenciones militares y policiales en las que los expertos señalan claroscuros tanto en su gestión como en los intereses para su mantenimiento. 

Entre las misiones que más se han acercado al éxito estarían las de Mozambique, Etiopía-Eritrea o Angola; y entre las que se han aproximado al fracaso, además de algunas de las misiones activas como RDC o Sahara Occidental, está el fiasco de Ruanda. 

«Kofi Annan era el responsable de misiones de paz de la ONU, y Ruanda se convirtió en su gran mancha porque tenía los informes en los que se decía que se preparaba un genocidio, recogieron indicios de grandes matanzas, ventas de machetes de origen chino, por cierto. Lo trasladó al CS y se decidió no actuar por la presión de EE. UU.», explica el periodista Alfonso Armada, quien cubrió desde Nueva York, para el diario ABC, los entresijos de la organización después de haber vivido el genocidio como corresponsal para El País. 

«La ONU es el mayor parlamento en el que los países africanos tienen voz, pero esto no se traduce en medidas concretas porque su Ejecutivo, el CS, es un dinosaurio que pertenece a otra época», concluye Armada. Con él coincide Inocencio Arias, exembajador de España en la ONU durante siete años, quien añade que «la Carta de la ONU, su Constitución, es una monstruosidad jurídica porque permite que en un sitio donde hay 194 miembros, uno solo de ellos puede obstaculizar y frenar lo que los otros aprobarían. Y para cualquier reforma tiene que haber una mayoría de dos tercios y estar de acuerdo los cinco del CS».

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Entre los orígenes y los ODS

Para Gonzalo Fanjul, investigador y activista contra la pobreza, durante los primeros años de la ONU, igual que el Banco Mundial –«que empezó siendo un banco de reconstrucción y desarrollo»–, aquella era una institución con un halo utópico y romántico que se perdió con la Guerra Fría, aunque volvió a recuperarse en lo socioeconómico entre las décadas de los 90 y 2010, durante el desarrollo de los ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) y las grandes inversiones en programas de vacunación. 

A la vez, se construía una gobernanza internacional para el desarrollo en paralelo a las propias agencias de la ONU. «Naciones Unidas fue y es un actor necesario cuando el contexto ayuda y las potencias se alinean en la dirección adecuada. Hemos visto avances extraordinarios como en la reducción de la mortalidad materno-infantil, en temas relacionados con la salud global, insuficiencia alimentaria o el acceso a la educación primaria universal». 

Para seguir avanzando, como apunta Arias, son los Gobiernos africanos los que deben plantearlo en la ONU, porque «en el desarrollo sí se puede reformar y dedicar más fondos, obligando a los países a tener una cuota más alta; igual que  se puede aprobar una norma más imperativa de protección de la mujer en países donde no se la respeta».

En 1967, con el reportaje titulado «La voz de África en la ONU», MUNDO NEGRO daba la palabra a dirigentes africanos, quienes explicaban el porqué del odio hacia el continente o planteaban aquello «de lo que nadie quería hablar… minas de cobre, uranio, oro o diamantes». Esta es solo una muestra de la apertura sincera y el intento de igualdad que abogaron por establecer los países africanos desde el comienzo. 

Sobre el resultado se puede divergir aunque si, como apunta Sánchez-Terán, la sede de la ONU renaciera en Bangui, la capital de República Centroafricana, en lugar de quedarse en Nueva York, haciendo que «se acabaran las guerras y se desarrollara uno de los países más pobres del mundo», la perspectiva futura sería otra.

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