Ante la inseguridad de las rutas marítimas, miles de migrantes procedentes de Túnez han recurrido a las rutas terrestres y las redes de contrabando para cruzar las fronteras de la UE desde Turquía, a través de la Ruta de los Balcanes

Los migrantes tunecinos: en busca de alternativas terrestres para llegar a Europa

photo_camera AFP/OLIVER BUNIC - Migrantes y refugiados caminan cerca del pueblo de Simanovci a lo largo de una autopista que une la capital serbia, Belgrado, con la frontera croata

Ya no son únicamente los jóvenes desempleados en busca de un futuro mejor. La pandemia de la Covid-19, las consecuencias energéticas y alimentarias de la guerra de Ucrania, el paro y una inflación galopante han cambiado el perfil de los migrantes tunecinos que se ven obligados a abandonar su país. Ahora, familias enteras con mujeres, menores y bebés se esfuerzan por alcanzar las fronteras europeas –marítimas o terrestres–, asumiendo las cifras astronómicas que exigen las bandas y grupos organizados de contrabando de seres humanos. 

Sin embargo, las frecuentes tragedias mediterráneas que han acabado con la vida de cientos de personas han llevado a los migrantes tunecinos a buscar nuevas rutas más seguras para llegar a Europa. Una lista en la que se encuentra la famosa “Ruta de los Balcanes”. Una alternativa terrestre a los movimientos migratorios que comenzó a llamarse así hace algunos años, cuando se erigió como la fórmula más habitual empleada por exiliados norteafricanos, asiáticos y del Medio Oriente para cruzar las fronteras de los Veintisiete. 

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En esta ruta, Turquía es el punto de partida de tres recorridos diferentes que organizan y dirigen las redes de contrabando de personas: uno que atraviesa el estrecho del Bósforo turco, y cruza por Bulgaria, hasta Serbia o Rumanía, y, finalmente, Hungría o Croacia; y otros dos que emplean el territorio griego como una antesala a la entrada a la Unión, a través de Macedonia del Norte y Serbia, o de Albania, Montenegro y Bosnia Herzegovina. En cualquier caso, de manera oficial la Ruta de los Balcanes fue interrumpida en 2016, aunque esto no evitó que los movimientos migratorios encontrasen nuevas alternativas que les obligan a pasar días sin agua, caminando, acampando en mitad de bosques, y huyendo de los cuerpos de seguridad fronterizos. 

Según datos de la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas (Frontex), desde comienzos de año cerca de 150.000 personas han entrado a Europa a través de esta ruta. Cuatro veces más que las cifras registradas en el mismo periodo de 2021. Esta cantidad incluye a los más de 15.000 migrantes tunecinos que se sirvieron de la alternativa turco-serbia, tal como recogen las estadísticas del Foro Tunecino por los Derechos Económicos y Sociales. Aproximadamente la misma cantidad de tunecinos que llegaron a las costas italianas, a menos de 200 kilómetros de distancia, a través del mar Mediterráneo en el mismo periodo de tiempo. 

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Pero estas nuevas alternativas, aunque aparentemente más seguras que las rutas marítimas –que dejan hasta la fecha más de 500 fallecidos y desaparecidos – no están exentas de peligros. Las duras condiciones del viaje, el riesgo de sufrir las violencias física e institucional por parte de las redes de contrabandistas y de las fuerzas de seguridad de los países europeos, y la posibilidad de ser deportado de vuelta al territorio de origen son solo algunos de los escenarios a los que los migrantes deben hacer frente. 

 “Es necesario abordar primero las causas económicas y sociales para eliminar el fenómeno de la migración irregular antes de confiar únicamente en un enfoque de seguridad”, trataba de defenderse el presidente tunecino, Kais Saied, en la inauguración del Museo Naval de Túnez durante la conmemoración del 59º aniversario del Día de la Evacuación. Y ello a pesar de las denuncias de más de una veintena de ONGs tunecinas contra las autoridades del país, a quienes acusan de no tener una estrategia nacional migratoria. 

Y es que, por si la cantidad de nacionales que aspiran a abandonar el país –y sueñan con llegar a Europa– no fuese suficiente, muchos otros ciudadanos norteafricanos y subsaharianos que comparten los mismos propósitos se encuentran también en territorio tunecí; en ocasiones atrapados en pleno viaje, en ocasiones, a la espera de poder emprenderlo. 

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El papel de Serbia en la “ruta de los Balcanes”

En este escenario, la Unión Europea ha centrado sus esfuerzos en la situación fronteriza de Serbia, que Margaritis Schinas, vicepresidente de la Comisión Europea, ha dicho enfrenta un “boom postpandémico” de inmigración irregular. Por ello, Bruselas ha concedido al país balcánico un apoyo financiero de 36 millones de euros –que se enmarca en “un paquete financiero más amplio, de 57 millones, para la gestión migratoria”– para hacer frente a esta cuestión.

Al tiempo, Belgrado se ha comprometido a ajustar su política de visados con la de los Veintisiete “para asegurar que el régimen de visados que mantiene con países terceros no sea objeto de abuso”, dijo Schinas, mencionando a Burundi, India y Túnez. Y es que, desde que comenzase la crisis migratoria en el año 2015, más de un millón y medio de personas de 50 nacionalidades diferentes han cruzado el país, y los centros de asilo registran ya más de 10 millones de pernoctas. 

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El naufragio de Zarzis: uno de cientos

El hundimiento de un bote que trasladaba a 18 personas, en su mayoría adolescentes y menores –incluido un bebé–, el pasado 21 de septiembre, es tan solo un ejemplo más de las tragedias migratorias que ocupan las noticias sobre el Mediterráneo. El naufragio tuvo lugar frente a la costa de la ciudad meridional de Zarzis, y, hasta la fecha, y con excepción de ocho cuerpos encontrados por los pescadores de la zona, los migrantes que viajaban en el bote siguen desaparecidos. 

Mientras, las familias de los jóvenes tunecinos llevan semanas protestando contra el Estado de Túnez, a quien acusa de no hacer lo suficiente por encontrar a sus hijos y familiares. Y es que, como ha sucedido ya en otras ocasiones, las familias podrían tener que vivir, de ahora en adelante, con la incertidumbre de no saber si sus allegados han fallecido.  

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