
“No sabes lo que pesa un muerto”1
En ese fatídico y triste día de agosto del año 1975, el mes más caluroso de la Hamada, tocan diana, y salen corriendo, como liebres de sus agujeros, - celdas-, todos los apresados, otrora revolucionarios inocentes, (jóvenes románticos atraídos por el llamado de la sirena revolucionaria), hacia el lugar de reunión. Enseguida, son cercados por un enclave de guardianes saharianos argelinos, con muy mala leche, pertrechados con armamento donado por Argelia, prestos a su uso gratuito; sus miradas eran insostenibles y sus semblantes temibles, provocaban terror.
El motivo aparente de la reunión era por efecto de la llegada, ese mismo día, de un Land Rover raptado de las fuerzas españolas de la policía territorial, aportando la lúgubre misiva, enviada por la dirección suprema del Frente Polisario, reunida en el tristemente célebre Rabuni, capital de la felonía y el robo y otras cosas menos ilustres, y decidida a demostrar su verdadera cara: imponer sus ideas por la violencia y las muertes.
La carta ordenaba que el pobre Tauri, el pobre chico que apenas tenía quince años sin cumplir sea fusilado in situ y sin demora por traición a la patria, ¿qué patria? ¿En qué consiste su traición? Esa ignominia, sin nombre, se justificaba solo por meternos miedo a nosotros y aterrorizarnos, para cumplir los deseos macabros de ese grupúsculo de locos, nacidos en la miseria más absoluta, que pretendían empezar todo de cero, desde la creación de un pueblo a la independencia de un país que ellos mismos no conocen. Una república de carpas en medio del desierto argelino.
Una vez reunidos allá los presos, casi harapientos, hambrientos y atemorizados, y atentos, tomaba la palabra el asesino más sanguinario entonces, Salem Rubaei, que hacía de director del presidio. Balbuceaba algunos sonidos indescifrables, que nadie entendió. Visiblemente, se observaba la confusión y el miedo reflejados no solo en las caras de los presos, sino también en la de los guardianes y sus jefes. El director recobraba su compostura, por un momento, y ordenaba enérgicamente a su subordinado la lectura de la carta sacralizada de la dirección del “tandim” (organización), llegada en ese mismo momento. El segundo más asustado que nosotros, los rehenes, en un santiamén leyó la carta de modo incomprensible y muy rápido. Sin entender nada, el “público”, (o sea nosotros), quizás por instinto de conservación, se percataba que algo grave está aconteciendo en ese mismo momento. Algo inusual y triste, muy triste. Cundía un silencio aterrador. No se oía nada ni se movía nada. Todos congelados en el tiempo y en espacio permanecimos un instante en silencio total.
De repente, Salem rompía el silencio, como un obseso, y apelaba gritando a Mulay Ahmed el Bugarfaoui, alias el Tauri, a dar unos pasos adelante, en medio del círculo de presos, cagados de miedo. El joven altivo y bello, con una estatura que sobrepasa el 1’80, alzaba la mano, impresionado, para comprender lo que acontecía. Pero Salem Rubai, el contrabandista revolucionario, ya tenía preparado su fusil mat 47 y dispuesto a jalar el gatillo, le traicionaba su nerviosismo, y le arremetía a bocajarro una ráfaga de balas furiosas, que al instante le provocaban una estrepitosa caída, cerca de nuestros propios pies. Por poco, nos acribillaba a nosotros también, los que estábamos cerca del asesinado, fue gracias al hombre que aportó la misiva, estando junto a Salem, que le golpeó la mano, desviando, por suerte, los tiros hacia el cielo, y gritándole: ¡que el diablo queme a tu padre, vas a matarlos!
El pobre Tauri le niegan la palabra entonces, y muere acribillado, con la mano alzada. El verdugo “lo mató de frente, como a los hombres”2. Éste nunca más tomó la palabra, ni tuvo oportunidad para defenderse, y murió con la duda, sin poder comprender cómo un pobre chico emigrante, que quería buscarse la vida con dignidad en cualquier ciudad francesa, terminara ametrallado en medio del desierto más inhóspito, víctima de su propia inocencia, y por estar precisamente en el lugar incorrecto, y de caer en manos asesinas que no perdonan nunca. Lo que no sabía la pobre víctima era que las circunstancias y los juegos tribales le convertirían en cabeza de turco, considerado como un pequeño daño literal que nadie reclamaría – y así fue- que su muerte serviría para asustar al resto de sus amigos, caídos en manos asesinas que pregonan la bondad de la revolución por doquier, pero en el fondo no son más que asesinos sin principios, ni escrúpulos y les importa bien poco la suerte de la gente.
Consumado el acto, la sorpresiva caída de Tauri, convertido en difunto, en cadáver, provocó una polvoreada, una tormenta de polvo en suspensión, que nos empolvó a todos, los que allí estábamos esperando, sin saber las razones de la espera. Faltos de voluntad propia, firmes y sin rechistar, enclenques y desgastados por las torturas y la miseria, no solo por la macabra situación donde nos hallábamos, sino por la sinrazón de nuestros excompañeros que nos mantenían secuestrados, considerados una réplica magrebí del Che, comunistas e integristas.
Con ese primer cadáver asesinado adrede y sin inmutarse, acababa de nacer allá la pedagogía del terror, que muchos, aun en día, no denuncian ni creen que es real. Obcecados por la ideología radical y por las emociones que provocaban las masas, adiestradas, que enarbolaban banderas por doquier, siguen apoyando a una causa desvirtuada de su propio sentido y convertida en un medio de enriquecimiento de unas pocas cabezas reunidas de todos los países magrebíes.
Cuando Tauri cae acribillado por Salem Rubai, un contrabandista de todo lo malo, convertido en un irredento revolucionario, exaltado, que toma por razón de vida, de su misera existencia, asesinar a personas inocentes, recorriendo a cualquier medio útil, por muy bárbaro que sea. Se satisfacía matando o haciendo sufrir a las personas bajo su dominio.
Nunca coincidí con nadie tan sediento de hacer correr la sangre de inocentes, y deleitarse, con el sufrimiento ajeno, como ese grupo de personas nacidos y crecidos en la miseria, en la periferia, en un tugurio olvidado en el desierto, y por la civilización. Consumidos por el odio y el rencor en contra de nosotros que “comíamos plátanos españoles”, originarios del territorio, que ellos decían que es suyo y de sus abuelos. Exudaban odio por todos los poros de sus miserables cuerpos, que nunca han conocido un día mejor.
Uno de ellos me contó una vez, presumiendo de su maldad, que, antes de abandonar a Tan-Tan, su ciudad de origen, le pidió a un compañero suyo que le acompañara a despedirse de su profesor de Matemáticas. Una vez allá, tocaron la puerta, y les sale el profesor, inquiriendo por los motivos de su presencia ante su casa, entonces el verdugo, sin mediar palabra, se echa atrás y le golpea al profesor en la boca y nariz con el pie y con toda furia, y lo deja chorreando de sangre. Cuando terminó el macabro relato, concluye apasionado que ha dado una paliza a un “chelh”(bereber). Esa era su forma de demostrar su hombría y su militancia. O sea, aparte de torturador es racista y mal educado.
Este tipo de personas son las que ordenan la muerte a personas inocentes, sea en nombre de la causa, la revolución, la religión, la supuesta patria o lo que sea.
La caída del joven, como si de un elefante se tratara, por el estrépito que ocasionó, nos produjo más ansiedad e incertitud, y ya pensábamos en quién sería la siguiente presa de esos asesinos, que nos tenían acorralados en zulos perdidos en la nada. A fuerza de trabajos forzados, pan y agua. Ni siquiera teníamos el derecho de levantar nuestras cabezas o de mirar la cara de nuestros guardianes, tampoco se nos permitía caminar, solo ir a trote cada vez que nos dejaban salir de esos agujeros que nos asfixiaban por el poco espacio, y por estar bajo tierra, cubiertos con chapas de zinc que nos convertían en sardinas fritas cada vez que calentaba el día.
El pobre Tauri, era el más joven; en vida, era muy tranquilo y observador, pero parco en palabras y en movimientos. Solo soñaba en adquirir un pasaporte mauritano para emigrar a París. Quería vivir como la mayoría de los mortales, en paz y, con su propio esfuerzo.
Una vez el fusilado abraza el polvo en su caída involuntaria y pierde el último aliento, el asesino, medio alocado, grita: Bachir, Ahmed, Darmuz, Gay, ¡enterrad al perro! Los cuatro estábamos los más cerca del asesinado. Nos dispusimos enseguida a cumplir la orden, sin rechistar ni demorar, por miedo e incertidumbre de lo que podría venir. Estábamos literalmente aterrados, por un lado, por desconocer nuestra suerte inmediata, lejos de nuestra tierra y de nuestras familias, (eso acontecía en territorio argelino), y por el horror de constatar directamente la facilidad con que se mataba un ser humano inocente, delante de todos nosotros. El asesino no se turbó ni le importó un carajo qué podría venir después, como si tenía todas las garantías del mundo para vivir libre y sin amonestaciones ni posibles castigos. El hombre tenía las manos libres y seguro de sí mismo. Estaba en su elemento y en su patria.
Los cuatros quisimos levantar el cuerpo del asesinado sin apenas lograrlo, pesaba mucho, como si fuera una tonelada. Aun así, por el miedo de ser acribillados también nosotros nos esforzamos en cargar el cadáver y llevarlo a unos cien metros más allá del lugar de su asesinato, y lo dejamos caer en una pequeña zanja, ya cavada antes del lúgubre acontecimiento, de ese día llegado del infierno, y que no se podría nunca olvidar. Lo enterrábamos con todo lo que llevaba, y lo único que se movía de ese cuerpo sin vida, en ese momento, eran visos de sangre ya casi secos, que surgían de las heridas que perforaron su bello cuerpo, y nuestras manos febriles para cubrir con rapidez su cuerpo con tierra parda de la Hamada. Cerrado el agujero a modo de tumba, Tauri se convierte, de este modo, en un cadáver sin nombre ni religión ni tumba. Con el tiempo ya no quedaron huellas de ningún tipo, excepto las plantadas en nuestros corazones de casi niños que nunca habíamos visto un cadáver, y menos de un compañero fusilado.
Desde entonces aprendí que nadie sabe lo que realmente pesa un muerto3 si no lo hubiera cargado realmente o visto en su derrumbamiento provocado por una ráfaga injusta de un criminal.
Tauri seguirá vivo y recordado en nuestros corazones para siempre, y a sus asesinos nunca se les perdonará las heridas, atropellos y asesinatos, y sus cómplices, que nunca sanarán.
Referencias:
1 Pasaje de Redentores, Enrique Krauze https://itunes.apple.com/WebObjects/MZStore.woa/wa/viewBook?id=0
2 Pasaje de Redentores, Enrique Krauze
3 Pasaje de Redentores, Enrique Krauze https://itunes.apple.com/WebObjects/MZStore.woa/wa/viewBook?id=0