Estados Unidos se cobra venganza matando a Al-Zawahiri

Si hay una constante en el comportamiento de Estados Unidos, sea el que sea quién esté al frente del país, cuando sufre un ataque o un simple agravio, es su firme decisión de que el o los perpetradores no se vayan de rositas. La venganza es un plato que se come frío, y la Administración norteamericana viene demostrando su inalterable constancia en su empeño por el hecho de que sus enemigos sepan que sus acciones no quedarán impunes.
El último de la lista en haberlo experimentado es Ayman al-Zawahiri, compañero, consejero y sucesor al frente de Al-Qaeda de Osama bin Laden. De éste, según todos los informes del comando que le ejecutó en su refugio de Abbotabad en Pakistán, no quedaron ni las cenizas; ni el Pentágono ni la Casa Blanca querían un cadáver susceptible de ser enterrado y que su tumba de convirtiera en lugar de peregrinación de los islamistas odiadores de Occidente y sus aliados.
Por el contrario, y a tenor de las informaciones facilitadas por el presidente Joe Biden (aislado en su despacho por padecer COVID), y otros funcionarios, Al-Zawahiri fue ejecutado con un misil tierra-aire Hellfire, lanzado desde un dron, y alcanzando de lleno su objetivo, el cuerpo del líder de Al-Qaeda, a las 06:16 horas del 31 de julio en su casa de Kabul. No creen los norteamericanos que el cuerpo se haya volatilizado, por lo que intuyen incluso que sus huestes podrían esconderlo e incluso fabricar videos que hicieran creer que aún sigue vivo. Eso sí, esta vez la única víctima ha sido el propio Al-Zawahiri mientras que su familia ha resultado ilesa. Es lo contrario de lo que pasó en la zona afgana de Tora Bora al comienzo de la invasión norteamericana cuando el que salió ileso del ataque a su refugio fue Al-Zawahiri en tanto que perecían su mujer y sus hijos.
“Se ha hecho justicia y hemos acabado con este líder terrorista”, proclamó Biden en su alocución desde la Casa Blanca, para remarcar a continuación el inamovible principio de la venganza: “No importa cuánto trabajo cueste, no importa dónde se esconda, si alguien es una amenaza para nuestra gente, EEUU lo encontrará y lo quitará de en medio”.
Incluido en la lista del FBI de los terroristas más buscados, la cabeza de Al-Zawahiri tenía una recompensa de 25 millones de dólares, más o menos lo mismo que en euros al cambio actual, que seguramente se repartirán los confidentes que siguieron sus movimientos y dieron con su paradero en el mismo Kabul. A la capital afgana había llegado tras veinte años de permanecer escondido en las montañas del vecino Pakistán, aprovechando la estampida de la salida de las tropas internacionales y la precipitada evacuación final de las tropas norteamericanas.
Si fuera impreso en papel, el dosier de Ayman al-Zawahiri ocuparía armarios enteros. Los investigadores que han escudriñado sus pasos lo consideran casi de manera unánime el verdadero cerebro de los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, saldados con casi 3.000 muertos. En realidad, aquel ataque simultáneo a las Torres Gemelas y al Pentágono, y que en realidad también quisieron dirigirse contra el Capitolio y la Casa Blanca, fue el colofón de una estrategia, atribuida al propio Al-Zawahiri, de ataques sistemáticos contra intereses norteamericanos. Estrategia que comenzó a plasmarse en los atentados contra las Embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania, saldadas con 200 muertos y 5.000 heridos, y que prosiguió con el osado ataque en Yemen al navío USS Cole, con otros 17 marines muertos.
El “éxito” del 11-S movió a Bin Laden y Al-Zawahiri a proseguir con su estrategia, plasmada en los ataques múltiples sufridos por Madrid y Londres apenas tres años después. A todos ellos se refirió el propio Zawahiri en un video, fechado a finales de 2005, en el que se refería explícitamente a Madrid, Londres, Nueva York y Washington como “escenarios en los que hemos logrado destrozar al enemigo”.
La última aparición del líder de Al-Qaeda, a través también de un video, se produjo este mismo año, poco después de comenzada la invasión rusa de Ucrania, señalando a Estados Unidos como el culpable de la guerra. Era la última acusación parcial dentro de la general culpabilización de Occidente como supuesto causante de los males que aquejan al mundo árabe. Para esa guerra, fue el propio Zawahiri también el que unió Al-Qaeda y la Yihad Islámica. Su posterior debilidad ante el empuje del Daesh le llevó a conceder franquicias de Al-Qaeda en el Sahel, Península Arábiga y sur de Asia, si bien a la hora actual es el Daesh el que ha impuesto su primacía en Siria, Irak y el mismo Afganistán.
Acaba así la azarosa vida de Al-Zawahiri, nacido en Egipto en 1951 en el seno de una familia acomodada e influyente, tanto que su abuelo fue imán de la mezquita Al-Azhar del Cairo, el principal foco de proyección intelectual del islam suní, y su tío abuelo Abdel Rahman Azzam fue el primer secretario de la Liga Árabe.
Por su parte, con esta ejecución Biden tiene su propio trofeo en la lista de presidentes que se cobraron cumplida venganza. Los más recientes, sus propios antecesores: Barack Obama fue en 2011 el encargado de anunciar la muerte de Bin Laden, y Donald Trump, en 2019, la del líder del Daesh, Abubakr al-Bagdadi.