¿Por qué el Estado argelino alberga una hostilidad tan profunda hacia Marruecos?

- Una hostilidad sistémica arraigada en la crisis de legitimidad del régimen argelino
- La imaginación geoestratégica de Argelia: entre el Tinduf confiscado y un Atlántico fantaseado
- De la falsificación histórica al adoctrinamiento estatal: el odio anti marroquí como matriz de supervivencia del régimen
- Un poder en busca de enemigos: la estrategia del vacío
Cabe destacar que esta pregunta sigue surgiendo con insistencia en los círculos diplomáticos y en la opinión pública internacional, ya que desconcierta a los observadores experimentados de la dinámica magrebí y africana. La hostilidad persistente del Estado argelino hacia Marruecos va mucho más allá de los límites de una disputa fronteriza o una rivalidad regional típica. Refleja una lógica más profunda de construcción de la legitimidad política, en la que Marruecos, mucho más que un simple país vecino, se ha convertido en el “otro” funcional a través del cual el sistema argelino se define a sí mismo mediante la confrontación.
Este rechazo sistemático no se basa en un choque ideológico bien definido ni en una disputa estratégica racional. Más bien revela una estrategia de evasión interna, un intento de eludir el fracaso del proyecto nacional, retrasar la reconstrucción de las instituciones estatales y evitar enfrentarse a una legitimidad congelada en la memoria glorificada de la guerra de independencia.
Además, detrás de esta cuestión hay mucho más que un desacuerdo geopolítico convencional o una mera divergencia diplomática. En el fondo, esta hostilidad pone de manifiesto un desequilibrio estructural entre dos trayectorias históricas divergentes y dos modelos opuestos de legitimidad estatal. Marruecos, anclado en una monarquía milenaria, una centralidad geopolítica claramente definida y una visión reformista y progresista bajo un liderazgo real estratégico, encarna una forma de estabilidad adaptativa que desestabiliza psicológicamente al régimen argelino. Privado de un auténtico mito fundacional unificador, el liderazgo argelino lucha por construir un discurso nacional convincente, recurriendo en su lugar a la rígida retórica de la guerra de independencia, que ha dejado de servir de base para un proyecto nacional y se ha convertido en un refugio ideológico frente a las exigencias del presente.

Una hostilidad sistémica arraigada en la crisis de legitimidad del régimen argelino
En este simbólico punto muerto, la hostilidad hacia Marruecos funciona como sustituto de la legitimidad perdida. Al carecer de sólidas palancas geopolíticas, ya sean corredores de influencia, asociaciones estratégicas diversificadas o una proyección económica creíble, Argelia compensa su aislamiento con una postura compulsiva de oposición hacia su vecino occidental. Incapaz de integrarse en las dinámicas de codesarrollo regional, marginada de las principales iniciativas africanas y atlánticas y atrapada en un aparato de seguridad autónomo, Argelia ha convertido el conflicto en un modo de existencia y la hostilidad en un pilar de la identidad nacional.
Esta postura, basada en la obstrucción, el victimismo y la proyección de amenazas, refleja también un miedo existencial más profundo: el miedo a quedar al margen del nuevo mapa de potencias regionales. Marruecos, a través de sus decisiones deliberadas, su apertura económica, su diplomacia multidimensional y su anclaje estratégico tanto en África como en el Atlántico, encarna un modelo contrastante que pone de relieve el estancamiento del régimen argelino. Este contraste se ha vuelto intolerable para una élite militar encerrada en una lógica de control autoritario y preservación del régimen.

Esta rivalidad también está profundamente arraigada en preocupaciones geoestratégicas de larga data y frustraciones históricas sin resolver, que explican en parte la fijación de Argelia con el Sáhara marroquí.
De hecho, desde un punto de vista histórico y estratégico, tanto a nivel regional como continental, dos motivaciones clave subyacen a la postura de Argelia sobre el Sáhara marroquí. En primer lugar, como país sin litoral, rodeado por un Mediterráneo geopolíticamente limitado y cerrado por el estrecho de Gibraltar, Argelia lleva mucho tiempo buscando un acceso estratégico al océano Atlántico. Al carecer de una salida natural a este espacio marítimo vital, esencial para el comercio mundial y la proyección estratégica, Argelia inventó la ficción de un “Estado saharaui” cliente, cuya creación artificial serviría como proxy geopolítico, otorgando a Argel una puerta trasera al Atlántico y eludiendo las normas establecidas de soberanía territorial. Nunca se trató de un gesto altruista ni de un apoyo genuino a la autodeterminación, sino de un intento calculado de redibujar la arquitectura regional en favor de una Argelia que buscaba una expansión funcional.

La imaginación geoestratégica de Argelia: entre el Tinduf confiscado y un Atlántico fantaseado
La persistente hostilidad del Estado argelino hacia Marruecos también se nutre de una deficiencia sin resolver del proceso de descolonización: la cuestión de los territorios orientales de Marruecos amputados por la administración colonial francesa a principios del siglo XX. En virtud del acuerdo franco-español de 1904, posteriormente aplicado mediante decretos coloniales unilaterales, regiones como Touat, Saoura, Tidikelt, Gourara y la zona de Tinduf fueron despojadas de la soberanía marroquí y arbitrariamente anexionadas a la Argelia francesa.
Sin embargo, contrariamente a la interpretación rígida y selectiva que hace Argelia del principio “uti possidetis juris”, el derecho internacional que rige la descolonización exige una interpretación flexible y equitativa, que respete las soberanías preexistentes. El objetivo de este principio no es perpetuar la injusticia colonial, sino evitar el caos tras la independencia preservando las unidades territoriales en el momento de la independencia, salvo en los casos en que los territorios hayan sido separados en clara violación del derecho internacional. En el caso de Marruecos, no se trataba de un territorio amorfo heredado de los cartógrafos imperiales, sino de un Estado soberano con siglos de antigüedad cuyas fronteras eran reconocidas internacionalmente mucho antes de la colonización.
A este respecto, la propia Corte Internacional de Justicia, en múltiples opiniones consultivas, entre las que destacan la sentencia de 1975 sobre el Sáhara marroquí y el caso de Timor Oriental, ha declarado claramente que el principio “uti possidetis juris” no puede prevalecer sobre el derecho de los pueblos a reclamar la plena soberanía. Tampoco puede anular compromisos internacionales anteriores o hechos históricamente establecidos. Este principio es especialmente relevante en el caso de Marruecos, donde las reivindicaciones territoriales se basan en una soberanía preexistente y están respaldadas por tratados internacionales debidamente ratificados.

Esta opinión se ve reforzada por el artículo VI de la Resolución 1514 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, adoptada el 14 de diciembre de 1960, que afirma: “Si un Estado ha sido desmembrado por el colonialismo, tiene derecho a recuperar su integridad territorial tras la descolonización”. En esencia, la soberanía de un Estado reconocido no puede ser socavada de forma permanente por amputaciones coloniales unilaterales. Este fundamento jurídico descalifica cualquier intento de elevar las fronteras coloniales a absolutos intocables y abre la puerta a la restauración legítima de los territorios, como en el caso de Marruecos.
Por lo tanto, este principio de restitución territorial no es una abstracción teórica, sino que se basa en una continuidad histórica documentada. Mucho antes de su fragmentación colonial por Francia y España, Marruecos era un Estado soberano cuyas fronteras estaban reconocidas en múltiples tratados internacionales. Entre ellos figuran los tratados marroquí-españoles de 1561, 1767, 1787 y 1799, y el Tratado de Paz y Amistad entre Marruecos y Estados Unidos de 1867, aún vigente, que afirma el reconocimiento de la unidad territorial de Marruecos. Del mismo modo, el 13 de marzo de 1895 se alcanzó un acuerdo británico-marroquí tras intensas negociaciones sobre el asentamiento del ciudadano británico Donald Mackenzie en el cabo Juby (al norte de Tarfaya). El artículo I de dicho acuerdo reconocía explícitamente la soberanía marroquí sobre toda la región meridional. Esta continuidad histórica y jurídica contrasta radicalmente con la postura actual de Argelia.
Hoy en día, al negarse a cualquier diálogo bilateral sobre estos territorios y considerar sacrosantas las fronteras coloniales, Argelia no solo niega las reivindicaciones legítimas de Marruecos, sino que, paradójicamente, se posiciona como heredera legal del orden colonial al que dice haber resistido.
Un hecho jurídico y diplomático fundamental, aunque a menudo pasado por alto, arroja más luz sobre las raíces de las tensiones actuales: el 6 de julio de 1961, el Gobierno Provisional de la República Argelina (GPRA), entonces dirigido por Farhat Abbas y más tarde por Youssef Benkhedda, firmó un acuerdo explícito con Marruecos en el que ambas partes se comprometían a abordar la cuestión de la demarcación de la frontera oriental mediante negociaciones bilaterales una vez que Argelia lograra la independencia. Este compromiso, basado en las relaciones de buena vecindad y los lazos históricos entre ambos pueblos, reflejaba el deseo inicial de resolver pacíficamente las disputas territoriales de la época colonial.

Sin embargo, este acuerdo fue posteriormente rechazado unilateralmente por el nuevo régimen argelino tras el golpe político-militar de Ben Bella y Boumediene contra el GPRA. Desde sus inicios, este Gobierno posindependencia adoptó una postura rígida, santificando las fronteras coloniales y rechazando cualquier discusión sobre los territorios históricamente marroquíes que habían sido anexionados a Argelia bajo el dominio francés. Este cambio de postura sentó las bases de una doctrina argelina de larga data consistente en rechazar sistemáticamente el diálogo fronterizo con Marruecos, en abierta violación de los compromisos previos y del principio de buena fe consagrado en el derecho internacional.

Esta postura de negación se refleja claramente en la obsesión de Argelia por el Sáhara marroquí. Al prolongar artificialmente un conflicto ya obsoleto, financiar un frente separatista sin base social real y movilizar sus canales diplomáticos para obstaculizar los esfuerzos de resolución, el régimen argelino parece menos interesado en defender la autodeterminación que en mantener un conflicto controlado vital para su propia supervivencia política. La cuestión del Sáhara se convierte así en una especie de espejo estratégico, cuyo objetivo no es resolver una crisis, sino retrasar el colapso de un sistema incapaz de reformarse desde dentro.
En última instancia, la historia moderna demuestra que los regímenes anclados en la hostilidad perpetua están condenados a la irrelevancia estratégica y al colapso. Argelia ya puso a prueba esta doctrina en los años setenta y ochenta, cuando intentó extender su influencia en el África subsahariana apoyando movimientos armados y regímenes radicales, desde el Polisario hasta la UNITA de Angola. Estas iniciativas terminaron en el aislamiento diplomático y la pérdida de credibilidad. La Guerra de las Arenas de 1963, librada por unas fronteras mal definidas, terminó en un discreto revés militar. Más recientemente, Argelia se ha marginado de las estructuras de seguridad regional al negarse a participar activamente en marcos coordinados como el G5 Sahel o las coaliciones globales contra el terrorismo en toda la región.
Mientras Marruecos firmaba más de 1.000 acuerdos de cooperación con países africanos en solo una década, Argelia se mantenía atrincherada en un enfrentamiento estéril con un vecino que, paradójicamente, se convirtió en su principal obsesión. Al aferrarse a una doctrina de confrontación perpetua, el Estado argelino repite el guion habitual de los regímenes autoritarios que, tras militarizar su diplomacia e ideologizar su seguridad interna, acaban colapsando bajo el peso de su propio sistema. Al igual que potencias regionales otrora sobrearmadas pero aisladas, como la Libia de Gadafi o la Siria de Assad, Argelia confunde la influencia con la intimidación, la soberanía con el aislamiento y la disuasión con la provocación. Desprovista de un proyecto nacional con visión de futuro, convierte el poder militar en un callejón sin salida estratégico y su hostilidad hacia Marruecos en una doctrina estéril. Este modelo cerrado, ya probado en otros lugares a costa del caos, conduce inexorablemente al estancamiento geopolítico y, en última instancia, a la desintegración interna.

De la falsificación histórica al adoctrinamiento estatal: el odio anti marroquí como matriz de supervivencia del régimen
Para comprender plenamente el ecosistema de esta alteridad agresiva, hay que remontarse a los orígenes estructurales del régimen argelino, cuyo ADN está moldeado por una matriz de seguridad dominada desde hace mucho tiempo por la inteligencia militar. Desde la era Boumediene, este control ha desviado a Argelia de cualquier trayectoria institucional autónoma, encerrando su dinámica política en manos de un aparato opaco y autorreferencial. Tras marginar a Ben Bella y establecer un régimen militar-tecnocrático, Houari Boumediene construyó un sistema basado en la hipercentralización, la economía rentista y la neutralización de cualquier contrapoder. El DRS, sucesor de las primeras estructuras de inteligencia como el SM y encarnado más tarde por figuras como el general Nizar y el general Toufik, secuestró gradualmente el Estado argelino, paralizando su evolución política en favor de una élite ligada a los cuarteles y obsesionada con mantener el control de la riqueza nacional.
Marruecos, a pesar de haber apoyado activamente a los luchadores por la independencia argelina, proporcionando armas, cuadros y refugio al Ejército de Liberación Nacional desde sus provincias orientales, ha sido paradójicamente considerado como el principal enemigo por esta élite militar y de seguridad amnésica, incapaz de reconocer el legado histórico de la solidaridad magrebí. Entre los muchos marroquíes que contribuyeron a la independencia de Argelia, destaca la figura de Mohamed Hamouti, conocido como el “soldado africano”. Luchando junto a la resistencia argelina en el maquis oriental, su compromiso personificó el apoyo inquebrantable de la monarquía y el pueblo marroquíes a la liberación de Argelia. Lejos de ser oportunista, este apoyo se derivaba de una visión magrebí compartida basada en la libertad, la unidad y la emancipación poscolonial. El hecho de que este recuerdo sea ahora reprimido revela el grado de distorsión histórica necesario para mantener una narrativa conflictiva.
En esta arquitectura de la sospecha, el aparato de seguridad nunca se limitó a la represión, sino que se convirtió en una fábrica ideológica. El DRS, y sus sucesores rebautizados, remodelaron sistemáticamente la percepción colectiva de Argelia sobre Marruecos, convirtiéndola en una amenaza existencial. Esta campaña de desinformación interna borró de los libros de texto, de la historia oficial y de la memoria pública los lazos fraternos entre los dos pueblos, sustituyéndolos por una narrativa binaria paranoica. Surgió un adoctrinamiento a cámara lenta que señalaba a Marruecos como la causa fundamental de todos los bloqueos internos y perpetuaba la ficción de una “conspiración regional” para justificar la inmovilidad del régimen. Este cambio ideológico fue denunciado con fuerza por el escritor franco-argelino Boualem Sansal, cuya postura contra la falsificación de la historia le valió el encarcelamiento por parte de las autoridades.
En sus escritos y declaraciones públicas, Sansal señala: “Argelia es un país sin memoria, sin narrativa compartida y sin horizonte; para sobrevivir, el régimen ha convertido a Marruecos en su mito sustitutivo”. Su caso ejemplifica cómo el Estado de seguridad argelino no solo neutraliza a la oposición política, sino que también silencia el pensamiento libre y crítico, especialmente cuando se atreve a deconstruir los mecanismos que sustentan un odio sancionado por el Estado y convertido en doctrina. En lugar de invertir en innovación, diversificación económica o integración regional, Argelia ha destinado recursos a una industria de la sospecha. Esta política del miedo, basada en el cultivo metódico de la hostilidad, se ha convertido en el último pegamento del régimen, su única fuerza unificadora. Este bloqueo interno va acompañado de una extralimitación externa, en la que Argelia intenta compensar su fragilidad interna con una postura agresiva en política exterior.

Un poder en busca de enemigos: la estrategia del vacío
Esta disonancia entre la memoria histórica y la postura estratégica actual se ha profundizado con los recientes reajustes geopolíticos. Argelia entró en una espiral de confrontación con España tras el reconocimiento por parte de Madrid de la soberanía marroquí sobre el Sáhara, y las relaciones con París se han deteriorado debido a la incapacidad de Francia para imponer una narrativa única sobre el conflicto. Mientras que cada vez más capitales diplomáticas adoptan una lectura realista del dossier del Sáhara, Argel ha optado por una diplomacia punitiva, suspendiendo contratos de gas, amenazando a sus socios y aislándose de sus aliados tradicionales.
Mientras tanto, Argelia sigue malgastando miles de millones de dólares procedentes de los ingresos energéticos para sostener a una entidad títere, el Frente Polisario, que ahora funciona más como una herramienta disruptiva que como un actor creíble. Según varias estimaciones contrastadas, Argelia ha gastado más de 10.000 millones de dólares desde la década de 1970 para mantener a flote al Polisario, sin obtener ninguna ganancia estratégica duradera. Esta obsesión por un movimiento carente de legitimidad social y raíces territoriales, financiado a expensas de las necesidades reales del pueblo argelino, ilustra la incapacidad del régimen para definir una visión del poder más allá de la manipulación del conflicto.
En el fondo, esta hostilidad endémica revela la dificultad de Argelia para existir en sus propios términos, sin un adversario designado o una amenaza externa sobre la que proyectar sus callejones sin salida internos. La ausencia de un plan de integración regional significativo, el rechazo sistemático de la complementariedad magrebí y el uso reiterado del nacionalismo defensivo como única herramienta de cohesión del régimen apuntan a una lógica de aislamiento contraria a las grandes corrientes de la historia. Por el contrario, Marruecos aprovecha su patrimonio civilizatorio, su adaptabilidad institucional y su visión estratégica para forjar alianzas duraderas y posicionarse como un Estado fundamental en el reordenamiento mundial. Este ascenso pacífico y estructurado, basado en la legitimidad política y no en las rentas del petróleo o en la teatralidad diplomática, inquieta profundamente a Argel.

Así, el resentimiento de Argelia hacia Marruecos no es un malentendido pasajero ni un cálculo puramente geopolítico, sino que refleja un desorden estratégico, una herida identitaria sin resolver y la incapacidad del régimen para proyectarse más allá del antagonismo. En esta configuración, el odio entre Estados se convierte en un lenguaje sustitutivo, una cortina de humo que enmascara la incapacidad de imaginar un futuro creíble, tanto a nivel nacional como regional. Pero ningún futuro se construye sobre la hostilidad. Porque más allá del resentimiento, no hay influencia duradera, ni estabilidad sostenible, solo la ilusión de un poder que cree existir porque se opone.
Este descenso al antagonismo no es solo un síntoma de debilidad, sino que se convierte en una estrategia autodestructiva. Porque cuando un régimen se define a sí mismo a través de la oposición, renuncia a la oportunidad de definir su propio propósito. La historia nos enseña que los regímenes basados en la hostilidad pierden inevitablemente su brújula estratégica. Al señalar constantemente a sus enemigos, se olvidan de trazar su propio destino.

Al persistir en esta lógica institucionalizada de confrontación, Argelia no solo compromete sus propias perspectivas de desarrollo y estabilidad, sino que también bloquea el camino hacia un proyecto magrebí basado en la complementariedad, los recursos compartidos y la integración regional. A la luz de estos acontecimientos, lo que realmente está en juego en esta estrategia de enemistad fabricada no es solo el progreso nacional, sino el futuro colectivo del Magreb.