
La destrucción del avión de pasajeros ucraniano por las fuerzas armadas iraníes, vuelve a dar la razón al que fuera jefe de Estado Mayor prusiano, Helmuth von Moltke, cuando afirmó que ningún plan militar sobrevive el contacto con el enemigo. Si esto ya era verdad en la época en la que la artillería tenía un alcance de unos pocos kilómetros, y era arrastrada por equinos, en estos tiempos de sistemas de armas inteligentes de alcance global, la expectativa de que se puedan contener los resultados de una guerra como la que se cierne sobre el Golfo Pérsico, no parece excesivamente realista.
Máxime a tenor de que, como corolario de la estrategia de la "máxima presión" de la administración Trump, Teherán ha reorientando sus flujos comerciales hacia Oriente, estableciendo acuerdos con Rusia y China, que han llevado aparejados una incipiente colaboración militar, puesta de manifiesto en las recientes maniobras navales de los tres países en el Golfo de Omán.
Las potenciales consecuencias a medio plazo de este ajuste estratégico iraní, junto con la volatilidad de la situación en Libia, no han caído en saco roto en las cancillerías europeas, y han llevado a Angela Merkel a tomar la iniciativa reuniéndose con Vlamidir Putin, poco después de que Donald Trump anunciase desde la Casa Blanca que presionaría para que la OTAN se implique más activamente en el Medio Oriente, levantando así las suspicacias del Kremlin, donde se percibe cualquier expansión de las actividades de la OTAN como una afrenta a los intereses geopolíticos rusos, especialmente en el vértice del Mar Negro. La presidencia de Donald Trump ha ido evolucionando hasta lograr carecer de alianzas estratégica de peso en el Golfo Pérsico, aparte de Arabia Saudí y las demás monarquías del Golfo, mientras que al otro lado del Canal de Suez, Turquía se ha distanciado de la órbita estadounidense para acercarse a Rusia, mientras aspira a restaurar el dominio de la era otomana sobre el mundo musulmán, por lo que no puede sorprendernos el súbito interés de Trump en involucrar a lo OTAN en los asuntos del Medio Oriente.
Pero, precisamente cuando la UE se enfrenta a la necesidad de desarrollar su autonomía defensiva, parece poco factible que sus estados miembros se inclinen por alinearse con los Estados Unidos en el Medio Oriente, en un empeño para el que ni la OTAN cuenta con las dotaciones necesarias, ni los países socios con el respaldo político necesario para embarcarse en una aventura militar que supone un giro de 360° a la iniciativa internacional de desnuclearización de Irán, y que convertiría a Europa en objetivo primario de una guerra asimétrica, y destino de desplazados. Si a todo esto le añadimos la importancia geoestratégica de los territorios en los que se ubican Rusia, Irán y China, en términos de tráfico comercial y de suministro de hidrocarburos, parece que la única baza sustantiva, a la par que sensata que puede jugar la UE, es la vía diplomática, siguiendo en cierta medida la estela china, que se ha puesto del lado de Rusia en las Naciones Unidas bloqueando una resolución del Consejo de Seguridad –que había consensuada previamente- para condenar el ataque a la embajada americana en Bagdad después de que EEUU llevase a cabo la liquidación de Qassem Soleimani.
A día de hoy, Xi Jinping tiene tan poco interés en una conflagración en su patio trasero como Ursula von der Leyen; ambos son conscientes de que el partido que sacarían Rusia y Trump del caos en la región sería inversamente proporcional al perjuicio que causaría a China y a la Unión Europea, ambas necesitadas de estabilidad para que no descarrilen sus respectivos proyectos políticos.
Esto es especialmente indiscutible en el caso de China, que ha hecho ingentes inversiones estratégicas en la región. Por más que en Washington exista un consenso bipartidista, más o menos explicito, basado en la premisa de que el poder de China –que carece de los recursos energéticos que le suple Irán- debe ser contenido y disputado, es dudoso que el Departamento de Estado norteamericano consiga arrastrar en su lucha por la hegemonía a los países árabes, habida cuenta de que China es de lejos el mayor inversor extranjero directo en la región del Medio Oriente y el norte de África, así como el principal comprador de crudo, a la vez que el mayor socio comercial de los estados árabes, con volúmenes de negocio al alza, que ya se cifran en torno a los 200.000 millones de euros, y cuya joya de la corona son las infraestructuras de telecomunicaciones, vitales para un desarrollo industrial de la región que traiga prosperidad.
Es posible encontrar en la reacción estadounidense a esta preeminencia regional china paralelismos entre la política de hostigamiento mediante sanciones a China y la política norteamericana hacia Japón en los años 30, cuando el rápido crecimiento industrial y económico japonés, que dependía de la importación de materias primas de las que Japón carecía, llevo al gobierno de Roosevelt a imponer sanciones económicas para obstaculizar el avance de Japón en la región asiática, a la sazón dominada por las potencias coloniales occidentales. Según este planteamiento, Irán sería otra pieza del tablero, antes que un jugador, porque la verdadera partida en juego tiene como actores a Washington y Beijing. No obstante, los parecidos terminan aquí. El mundo actual es mucho más complejo, dinámico, transparente y multilateral que el de la primera mitad del Siglo XX, por lo que Donald Trump cometería un error de cálculo si pensase que puede mover los países árabes y los de la OTAN como si fuesen peones de ajedrez. Sin embargo, en realidad lo más probable que Trump sea consciente del limitado número de opciones de las que dispone, de entre las que él no parece favorecer la solución bélica. Por el contrario, la mentalidad transaccional del presidente norteamericano sería más proclive a una salida negociada con Ali Jamenei, lo que en sí mismo abre la puerta para que Vladimir Putin recoja las nueces del árbol que ha sacudido Trump matando a Soleimani. Tanto la Casa Blanca como los Ayatolás necesitan una salida airosa de la situación creada, especialmente después de la muerte de los 176 pasajeros ucranianos. Parece improbable que se den las condiciones para una negociación directa entre ambas partes, por lo que no sería de extrañar que Vladimir Putin aproveche la coyuntura para aumentar su estatura internacional, postulándose como mediador. Es indudable que cada semana que pasa, se reducen las posibilidades de que Trump se arriesgue a una guerra en periodo electoral, después de haber hecho bandera de la retirada de tropas. Así las cosas, si Putin extrajese concesiones sensibles de Irán -relativas a la duración del acuerdo, los mecanismos de inspección, y la destrucción de instalaciones- a cambio del levantamiento del bloqueo económico, sería posible reconducir la situación mediante la firma de un acuerdo nuclear de nuevo cuño, que brindaría a Trump la ocasión de afrontar la reelección presentándose a sí mismo como mejor negociador que su predecesor. Quién sabe si aún veremos la concesión del Nobel de la Paz a Putin, Trump y Jamenei.