Las tribulaciones de un aprendiz de brujo turco

El presidente turco Recep Tayyip Erdogan

Detrás de la decisión de Recep Tayyip Erdogan de retornar Hagia Sophia al ‘status quo’ ante 1931 encontramos algunos elementos del mismo patrón de Kulturkampf usado por Bismark en 1871. Al igual que pretendió el canciller de hierro, Erdogan busca a la vez cohesionar a su pueblo,  promoviendo una determinada observancia religiosa,  en detrimento de otros credos, y darle carta diplomática a la religión en sus aspiraciones imperialistas, para las que el secularismo asertivo del kemalismo es una rémora.

Es sin embargo probable que, al igual que ocurrió con el gambito de Bismark, los cambios culturales, económicos y tecnológicos limiten considerablemente la articulación de la autoridad estatal bajo líneas confesionales. La reciente normativa de control de redes sociales denota más una actitud de debilidad defensiva que fortaleza y confianza en los resultados de la guerra cultural emprendida por Erdogan, y es harto improbable que se convierta en la fuerza de estabilización y unificación interna por la que presumiblemente ha apostado el presidente turco.

Naturalmente, la apertura al culto musulmán de Hagia Sophia ha caído bien entre las filas del islámico Saadet Partisi y del Partido del Movimiento Nacionalista, coaligado con Erdogan. No obstante, solo una quinta parte de los votantes del IYI secundan la recuperación de Hagia Sophia como mezquita, una cifra similar a la que manifiestan los votantes del Partido Republicano del Pueblo. Particularmente oneroso es el frontal desacuerdo de las fuerzas políticas kurdas, cuyos líderes religiosos ni tan siquiera fueron invitados a la apertura al rezo de la mezquita, el pasado 24 de julio, lo que no es de extrañar dado que se da la circunstancia de que este años se celebra el centenario del Tratado de Sèvres, que consagró el derecho del pueblo kurdo a crear el Estado de Kurdistán, tras la implosión del Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial. 

Esta discriminación, que se solapa con la extradición a China de musulmanes uigur asilados en Turquía, debilita considerablemente el relato de adalid de unificador del islam con el que Erdogan se ha investido,  y delata lo artificioso de tratar de hacer  de Hagia Sophia un santuario islámico;  un lugar carente de la significación teológica y del valor religioso que tienen Jerusalén, Medina, y sobre todo La Meca. Por consiguiente, no existiendo una continuidad histórica que legitime las aspiraciones al liderazgo turco del mundo musulmán – un mosaico que siempre se caracterizó por una multipolaridad compuesta por sultanatos como el de Zanzíbar, los safávidas persas,  los mamelucos egipcios, los hachemitas, y el alauismo del norte de África – Erdogan no puede escapar de verse obligado a construir una nueva narrativa, cuyo eje central pasa por perjudicar los intereses energéticos occidentales en el Mediterráneo, para hacerse sitio a codazos entre rusos, americanos, chinos y europeos, que conduzca a una partición de facto de Libia en la haya una demarcación que permita a Ankara recuperar parte del poder geoestratégico que ostentaba hasta la colonización italiana en 1911, y forzar la mano de Bruselas en términos del acceso turco a la UE. 

Sin embargo,  las ambiciones otomanas de Recep Tayyip Erdogan se compadecen mal con la debilidad de la economía turca, cuya fragilidad se ha acentuado recientemente, poniendo al país en curso de colisión con la misma realidad que ha hundido al Líbano en el caos socioeconómico. Sencillamente, Erdogan carece del músculo financiero necesario para sostener sus múltiples aventuras militares en Siria, Irak y Libia, algo que no ha pasado desapercibido a los armenios, y  que les ha animado a intentar forzar a Azerbaiyán a darle una salida al problema de Nagorno-Karabaj, creando un foco de inestabilidad para los intereses turcos en la región de Tovuz, un corredor clave para el sector energético turco. Este es un tema particularmente sensible en Turquía, al punto de que su ministro de Defensa ha lamentado recientemente en público la decisión del Congreso norteamericano de reconocer el genocidio armenio, algo que constriñe considerablemente las opciones militares turcas en dicha zona. 

Lo cierto es que, a la hora de la verdad,  Turquía juega en la misma liga fiscal que Argentina, ostentado ambos países el dudoso honor de ser las dos únicas economías cuyas monedas han caído en relación tanto con el dólar como con el euro, obligando a las autoridades de Ankara a nadar contracorriente,  reforzando su propia moneda gastando, solo este año,  más de 60.000 millones dólares de sus peligrosamente limitadas reservas de divisas, después de que la política de concesión de créditos a bajo coste para reanimar la economía precipitase nuevas caídas de la moneda turca como consecuencia de la pérdida de confianza en la economía turca  de los inversores extranjeros, manifestada en la venta masiva de acciones y deuda soberana turcas. 

Es difícil pronosticar una mejora sustancial de estas dinámicas a medio plazo, ya que los efectos de inyecciones de capital los 15.000 mil millones dólares prestados por Qatar son soluciones coyunturales a problemas estructurales que requieren reformas profundas para evitar que el país entre en la volatilizada financiera primero, y en una espiral económica al estilo libanés después. No parece por lo tanto descabellado considerar que las prestidigitaciones de guerra cultural como la escenificada en Hagia Sophia vaya a tener la virtud de convencer a una masa crítica del electorado turco de que los días de su régimen están contados, lo que  esboza un escenario más preocupante,  en el que existiría la posibilidad de que Erdogan escalase los conflictos bélicos en el exterior al estilo de Galtieri,   para crear una situación de excepción nacional que le permitiese hacer caso omiso de los comicios.