Las salas de exposición africanas reflexionan sobre un nuevo paradigma en torno al arte africano y la forma de compartirlo con la ciudadanía en el continente.
A finales de noviembre de 2017, con la raya bien hecha y ropa de domingo, aparecía frente a un auditorio repleto en la Universidad de Uagadugú, la capital de Burkina Faso. El presidente francés, Emmanuel Macrón, había conseguido transformar los abucheos que le recibían a las afueras del recinto en una ovación que no cesaba. «Francia devolverá el patrimonio africano a África». Cogió a todos por sorpresa. «Un movimiento global, que será difícil de evitar a partir de ahora», explicaba en una entrevista Marie-Cécile Zinsou, presidenta de la -Zinsou Art Foundation, quien en 2005 inauguraba un museo en la ciudad de Ouidah (Benín). Y así está siendo.
Desde que en 2018 se hiciera público el informe de Bénédicte Savoy y Felwine Sarr encargado por Macron para documentar las cifras exactas del saqueo artístico durante la colonización (ver MN 679, pp. 20-25), el continente africano ha visto el retorno de piezas que se encontraban en museos europeos y estadounidenses. El Musée du quai Branly (Francia) ya ha devuelto el Trésor de Béhanzin a Benín; el Metropolitan de Nueva York y la Galería Nacional de Arte en Washington (EE. UU.) ya han restituido los bronces de Benín a Nigeria, mientras que Bélgica y Alemania se han comprometido a restituir en 2022 sus colecciones artísticas a los países de donde fueron robadas.
En la década de 1960, con el florecimiento de los movimientos independentistas africanos, se relanzó e hibridó el fenómeno de los museos. En la actualidad, en el continente prácticamente cada capital dispone de uno de estos espacios, que varían en función de sus propuestas: historia, etnografía, fotografía o naturaleza. Uno de los primeros enclaves poscoloniales con mirada internacional fue el ya extinguido Musée Dynamique en la costa de Dakar, inaugurado en 1966 por Léopold Sédar Senghor y el ministro de Cultura francés André Malraux. Aunque con modificaciones posteriores, llegó a funcionar a pleno rendimiento entre 1966 y 1976 como un centro neurálgico desde el que proyectar otra visión no occidental del país y el continente. Entre sus exposiciones destacaron las de los pintores -Picasso (1972) y Soulages (1974).
Pero ¿y si cambiamos la perspectiva? El ghanés Kwasi Addai Myles escribía en 1976 que los museos africanos tenían que apreciar los valores de la comunidad y hacerla partícipe de ellos. «Algunos de nuestros visitantes africanos consideran que los museos deberían ser como un centro cultural donde no solo ven, tocan y hablan de los objetos, sino que también escuchan, disfrutan de la música y ven espectáculos relacionados con algunos de los objetos». En esta línea transformadora, en 1981 Alpha Oumar Konaré, que trabajaba como consultor de la UNESCO y más tarde se convertiría en el presidente de Malí, abogaba por museos que contestaran de manera crítica a las visiones occidentales. Un discurso que se endureció una década más tarde, cuando Konaré, al frente del Consejo Internacional de Museos, explicaba que había que «matar el modelo occidental de museo en África». Desde entonces, la única respuesta real a su manifiesto incendiario ha sido el Informe Savoy-Sarr de 2018 sobre restitución.
La narrativa que predomina sobre los museos es la de instituciones formales donde se reflexiona y exhibe el arte. Pero este posicionamiento ignora la existencia de otros contextos contemporáneos de aprendizaje e intercambio; y de forma sutil enmarca a los sucesivos mentores occidentales como los únicos motores o catalizadores de la dinámica creativa.
El número de museos en el continente africano va mucho más allá de los que tanto se habla hoy en día, como el Zeitz MOCAA, en Ciudad del Cabo (Sudáfrica), el Museo de las Civilizaciones Negras en Dakar (Senegal) o el Palais de Lomé (Togo). Desde la década de 1860 hasta la II Guerra Mundial se construyeron museos coloniales en África para promover la cultura y el comercio europeos, muchos de los cuales todavía perduran. Con perversa sincronicidad, en Europa un exceso de museos etnográficos se llenaban con un extenso botín de las culturas africanas.
Los museos africanos son todavía rehenes de un comercio desigual asentado sobre políticas neoliberales basadas en la clase. Con el Zeitz MOCAA, por ejemplo, algunos empresarios europeos han aprovechado el impulso para invertir y gentrificar el puerto histórico de Ciudad del Cabo.

En un ecosistema como el del arte, en el que el mercantilismo y el activismo se enfrentan, ha llegado el momento de que los artistas –y no solo los responsables de las exposiciones– reconfiguren lo que se puede hacer dentro de las paredes de un museo. En este sentido, Justin Davy, miembro del colectivo sudafricano Burning Museum lleva desde 2013 cuestionando cómo los museos construyen las narrativas sobre la historia a través del artivismo.
La vertiente digital es la que propone Raphael Chikukwa, director interino de la Galería Nacional de Zimbabue. En una entrevista a ICOM UK explicaba que «es hora de repensar, reenfocar y recrear de una manera más radical, mirando hacia el futuro de nuestras instituciones públicas. Nuestro desafío más importante es la necesidad de impulsar nuestra presencia digital». Hoy, gracias a las iniciativas de los departamentos universitarios de museología crítica, como el de la Universidad de Western Cape en Ciudad del Cabo (Sudáfrica), y lugares alternativos de educación artística, incluidos el Center for Contemporary Art de Lagos (Nigeria) o el Centre d’art Waza en Lubumbashi (RDC), crece una joven generación de emprendedores artísticos activos e informados.
Azu Nwagbogu, fundador y director del LagosPhoto y de la African Artists Foundation (AAF), ambos con sede en Lagos, apuesta desde hace tiempo, al igual que Chikukwa, por la digitalización de todo el contenido de los museos africanos para que la juventud pueda verse reflejada e interpelada. La otra petición que hace Nwagbogu es la de prescindir de las ferias de arte, a las que solo acude una clase media adinerada, y así evitar proyectos vanidosos y grandilocuentes.
¿Quién invertirá en estos nuevos proyectos? El ejemplo coreano es un buen indicador de cómo la diplomacia pública está trabajando en una esfera hasta ahora poco conocida. Según el informe de 2020 Korea in Africa. Between soft power and economic interests, de Françoise Nicole, RDC fue en 2018 el país de la región que más ayuda recibió para la construcción del Museo Nacional –con un coste estimado en más de 21 millones de dólares–. A finales de 2019, Félix Tshisekedi, el presidente del país, inauguraba el edificio vanguardista cerca del Parlamento y que atesora 12.000 piezas de arte antiguo.
Un año antes, en diciembre de 2018, el presidente de Senegal, Macky Sall, hacía lo propio con el Museo de las Civilizaciones Negras, que acumulaba siete años de obras y, en términos históricos, más de 50 años de espera desde que el presidente Senghor subrayara que la cultura tenía que ser una pieza central de su proyecto poscolonial. La bofetada diplomática a la antigua metrópoli vino décadas después por parte del Gobierno chino, que desenquistó este proyecto museístico del que el Elíseo francés no quiso saber nada. Pekín ha invertido 34 millones de dólares en este nuevo espacio. «Mantener nuestras culturas es lo que ha salvado a los africanos de los intentos de convertirlos en personas sin alma y sin historia. Y si la cultura une a las personas, también estimula el progreso», sentenciaba el presidente Sall en su discurso de inauguración.
El debate sobre la restitución comenzó hace muchos años, pero los museos occidentales lo han ignorado en gran medida. En parte hay un peligro potencial: que este debate sea cocinado entre actores occidentales blancos. El propio hecho de repensar el privilegio de Europa frente a la historia, de lo que ha significado la colonización europea, es un buen comienzo, pero no un punto final. Quizás por esta razón, en septiembre de 2021, durante la inauguración del nuevo museo alemán Foro Humboldt, ubicado en el Palacio Real de Berlín, se invitó a la autora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie. «No podemos cambiar el pasado, pero podemos cambiar nuestra ceguera hacia el pasado», expresaba en un tono pausado que incomodó a más de un asistente.
Esta lucha de resistencia y justicia ha sido liderada por activistas que, a lo largo de las últimas décadas, han demandado el retorno de todos los objetos que fueron saqueados. En realidad, estos activistas nunca se han cansado de esta lucha. Para el congoleño Mwazulu -Diyabanza, que desde 2020 ha copado portadas de medios internacionales al tratar de apropiarse de obras de arte africanas expuestas en museos europeos, hay un momento en el que decir basta. Y ese espacio de tiempo es ahora. Pero ¿estamos realmente preparados en Occidente para escuchar estas demandas?