Gasto en defensa: No solo cuestión de números

Años de participación en conflictos de baja intensidad y en operaciones contra movimientos insurgentes nos sumieron en un letargo o sueño fantasioso en el que las guerras, tal y como las habíamos conocido hasta ahora, eran cosa del pasado.
Fruto de esa sensación fue el replanteo de las fuerzas armadas a los largo y ancho de todo el continente europeo, disminuyendo su tamaño, priorizando la profesionalización y la especialización frente el número de efectivos y adecuando los materiales y sistemas de armas a la nueva realidad.
Todo ello nos hizo pensar que el “gasto” en defensa podía contenerse y moderarse, y mucho más cuando esta nueva percepción coincidió en el tiempo con un periodo de aguda crisis económica.
Incluso en ese escenario utópico en el que nos movíamos, dichas conclusiones eran erróneas, pues la seguridad siempre es cara e, incluso las operaciones contra insurgencia o de baja intensidad necesitan muchos recursos.

En aquella espiral optimista de cambios, se redujeron arsenales, stocks de munición, se diseñaron nuevos y sistemas de armas muy específicos para las nuevas amenazas, a menudo equipos nada polivalentes. Se llegó al extremo de que algunos países decidieron prescindir de capacidades como las unidades blindadas o acorazadas (un claro ejemplo es Países Bajos que vendió todos sus carros de combate), determinadas unidades navales, sistemas de defensa aérea e incluso sistemas de apoyo y fuegos de largo alcance. Todo aquello que echarían de menos no demasiado tiempo después.
Pero cuando todo parecía claro, estable y sencillo, la realidad se impuso con toda su crudeza y la invasión rusa de Ucrania nos hizo abrir los ojos y poner de nuevo los pies en el suelo.
De repente, aunque se gestó durante años y, pese a las inequívocas señales, muchos decidieron negar la realidad y no creer lo que veían sus ojos, escondiendo la cabeza que avestruz, la guerra estalló junto a nuestra frontera Este.
Y esa guerra que nos acechaba distaba mucho de ser un escenario de baja intensidad. En más de un despacho presidencial los corazones se encogieron y el temor se apoderó de muchos.
La maquinaria de guerra rusa se había puesto en marcha, y nada nos podía asegurar que su intención se fuese a detener en Ucrania. Es más, aunque así fuera, cualquier incidente no buscado o un simple error de cálculo nos podría arrastrar a un conflicto para el que nuestros ejércitos habían perdido capacidades fundamentales.

El problema y los miedos aumentaron cuando ante la llamada de auxilio de Ucrania descubrimos que sólo se podía prestar un socorro limitado con relación a lo que necesitaban, a costa además de disminuir más aún nuestras capacidades.
El paradigma había cambiado. La OTAN hubo de repensar y actualizar sus planes de defensa. Quedaba patente/ la necesidad de desplegar unidades con verdadero potencial de disuasión, que es lo mismo que decir suficiente capacidad de combate, y la situación de las fuerzas armadas europeas, sin excepción, estaba muy por debajo de lo necesario para contener la nueva amenaza.
Tres años y medio de guerra en Ucrania nos han demostrado que las operaciones COIN son la excepción y no la regla, y que unas fuerzas armadas diseñadas y equipadas para operaciones de alta intensidad pueden adaptarse rápida y fácilmente a un escenario de guerra asimétrica o irregular. Sin embargo, lo contrario no es posible.
Todo lo explicado hasta ahora, nos sirve para entender la génesis de la necesidad expresada por la Alianza Atlántica de que los países miembros incrementen el presupuesto destinado a defensa.
Es cierto que antes del comienzo de la guerra se firmó un acuerdo por el que los países miembros que no alcanzaban el mínimo del 2% se comprometían a logarlo en el plazo de unos pocos años. Pero ahora corremos el riesgo de cometer el mismo error que entonces. Y es que este debate se está afrontando de un modo equivocado.

La reestructuración de los parámetros de defensa no puede hacerse partiendo directamente de un incremento de la cantidad presupuestaria destinado a estos. Tampoco señalando directamente un porcentaje fijo.
El primer paso debería ser definir para qué queremos una Fuerzas Armadas, qué se pretende hacer con ellas. ¿Queremos defender o proteger nuestros intereses en cualquier parte del mundo? ¿Queremos poder proyectar una fuerza armada a 200 kilómetros de distancia? ¿Queremos poder proteger las líneas de comunicación marítimas de las que depende nuestra economía en puntos estratégicos como el Golfo de Adén, Suez o el cuerno de África? O quizás nuestra pretensión sea sólo tener la capacidad de defender nuestro territorio. Podemos y debemos realizarnos seguramente decenas de preguntas similares, y una vez que tengamos las respuestas será el turno de los técnicos y expertos en la materia. Serán ellos los que identifiquen qué capacidades son necesarias para poder cumplir con los requerimientos definidos.
Entonces, y sólo entonces estaremos en situación de aproximar el coste de alcanzar y sostener dichas capacidades. Y ese será muy probablemente el momento de las sorpresas, pues será cuando se pongan sobre la mesa números y porcentajes. Y solo así sabremos si necesitamos un 1 %, un 3 % o un 10 % del PIB para costearlas. Evidentemente sólo en ese punto podrá debatirse y decidir si nuestras aspiraciones son realista y asumibles.
Empecinarnos en diseñar unas Fuerzas Armadas a golpe de talonario es un tremendo error que sólo nos puede llevar a la frustración o al autoengaño. Debemos ser consecuentes con nuestras aspiraciones y decisiones.