El pasado 22 de febrero, justo cuando se cumplía la fecha límite, los dos líderes –y sempiternos enemigos– de Sudán del Sur, Salva Kiir y Riek Machar, acordaron la formación de un gobierno transitorio de unidad nacional. Este era ya el tercer intento–desde la firma del acuerdo de paz de 2018– para lograr el final de una cruenta guerra fratricida que, después de seis años, ha dejado más de 400.000 muertos, cinco millones de indefensos huidos de sus hogares para malvivir dentro y fuera de sus fronteras, y a la mayoría de la población –seis millones de sursudaneses– en unas condiciones de pobreza extrema e insufribles hambrunas, según Naciones Unidas (ONU).
Pero esta vez, la presión internacional –liderada por la ONU, la Unión Africana, la iniciativa regional IGAD y la denominada Troika (Gran Bretaña, Estados Unidos y Noruega), junto con la mediación del primer ministro Abiy de Etiopía– ha conseguido doblegar la constante lucha por el poder y control de los recursos entre el presidente Kiir y el ahora restituido vicepresidente Machar. Una pugna política y violenta –también personal– que ambos mantienen desde la independencia nacional en 2011, sin importarles el enorme drama humano que han provocado: «Piensen en su pueblo, respeten a su pueblo –les exigía el secretario general ONU, Antonio Guterres, a principios de febrero en Etiopía– no tienen derecho a continuar la confrontación cuando su pueblo está sufriendo tanto».
No obstante, sin desestimar la constitución de este obligado gobierno de “conciliación”, quedan muchos y complejos desafíos pendientes, casi tantos como los peligros que entraña esta iniciativa. Todavía hay profundas heridas que restañar –políticas, económicas y sociales– para superar un conflicto que estalló en diciembre de 2013. Por entonces, las dos máximas autoridades nacionales: Salva Kiir –de la etnia Dinka– y Riek Machar –líder de los Nuer– volvieron a demostrar que la violencia era su único recurso para solventar sus discrepancias. El presidente Kiir acusó al vicepresidente Machar de liderar un golpe de estado y, como consecuencia directa, la lucha armada y la rivalidad étnica estalló en Juba. Pronto, la reyerta en la capital se propagó con extrema virulencia por todo el territorio, especialmente –y no por casualidad– por los estados norteños y petroleros de Sudán del Sur: Jonglei, Alto Nilo y Unidad. Frente al colapso violento del país más joven y pobre del mundo, fracasaron todas las iniciativas internacionales en su intento de frenar los enfrentamientos entre el otrora rebelde Ejército/Movimiento de Liberación de Sudán (SLPA/M) –ahora reconvertido en el Ejército de Sudán del Sur– y las fuerzas leales a Machar, denominadas SPLA/M en Oposición (SPLA-IO).
Finalmente, en septiembre de 2018, Kiir y Machar suscribieron su duodécimo pacto para pacificar el país: el Acuerdo Revitalizado para la Resolución del Conflicto en la República del Sudán del Sur. En Addis Abeba, y con la premisa de un cese inmediato de las hostilidades, se comprometieron a constituir un gobierno de transición en un plazo de ochos meses, que debía llevar al país a unas elecciones democráticas en tres años. Además, y como condiciones previas para restaurar la gobernanza conjunta, pactaron crear un ejército nacional –precedido del acantonamiento y entrenamiento de todas las fuerzas rebeldes, o su reintegración en la sociedad– y resolver la delimitación interna de Sudán del Sur: una distribución administrativa que Riek Machar, para garantizar la supremacía de su etnia Dinka en todo el territorio soberano, había dividido en 32 estados federales los diez existentes tras la independencia en 2011. Por último, la protección de ambos dirigentes en Juba debía estar a cargo de una fuerza conjunta, algo que evidencia su mutua desconfianza.
A pesar del acuerdo, las profundas desavenencias entre ambos postergaron la constitución del gobierno durante un largo año, con la delimitación administrativa del territorio convertida en el principal escollo de las negociaciones. Hasta el pasado 16 de febrero, Salva Kiir no cedió a las exigencias de la oposición política y armada de volver a los diez estados, pero incluyó la creación de tres “zonas administrativas” en el norte del país, que arreciaron las críticas de los seguidores de Machar. De ellas, la más polémica era la región petrolífera de Ruweng, reclamada por los dinka y los nuer, cuya riqueza petrolera –fundamento de la endémica corrupción estatal– proporciona la mayor parte de los ingresos financieros a las esquilmadas arcas de Sudán del Sur. Ahora, el desigual gobierno ya constituido –34 ministros: veinte del SLPA/M de Kiir, nueve del SLPA/M-IO de Machar, y cinco de otros partidos de oposición–, ha decidido posponer este espinoso asunto que, si no se solventa con celeridad, podrá provocar la pronta reanudación del conflicto. Por el momento, aún no han designado a las autoridades locales, y tampoco han decidido quién va a gobernar finalmente los estados petroleros del Alto Nilo, Jonglei y Unity.
Sobre el terreno, la seguridad sigue ausente en gran parte del territorio, y los grupos armados –algunos fuera del control de los dirigentes nacionales– amenazan directamente a la consecución de un proceso político pacífico, como también lo hace la extendida y creciente violencia intercomunal. Para conseguirlo, es urgente abordar la integración de las fuerzas gubernamentales de Kiir y las milicias rebeldes de Machar en un solo ejército nacional (83.000 efectivos) en el plazo de ocho meses: un desafío complejo después de tantos años matándose entre ellos y –según un reciente informe de Naciones Unidas– masacrando sin piedad a una población indefensa, reclutando niños soldados o violando a mujeres y niñas.

Sin embargo, el acuerdo de 2018, a diferencia de otros previos, no tiene suficientes mecanismos de rendición de cuentas para todos estos criminales, ni tampoco disposiciones claras para el desarme o un programa sólido para la desmovilización de las milicias. Por el momento, y como resultado de todas estas deficiencias, no existe «hoja de ruta» para silenciar las armas que, a pesar del embargo de Naciones Unidas de 2018, siguen llegando al país sin control alguno; y lo único que han acordado los dos dirigentes nacionales es el despliegue de miles de soldados del SPLM en la capital Juba para salvaguardar su propia integridad.
Por último, y como el objetivo más complejo de todo el proceso, el gobierno de unidad tiene que organizar unas elecciones libres y democráticas sesenta días antes de que finalice el período de transición de tres años. En esta convocatoria deberán participar millones de sursudaneses, que nunca han disfrutado del más mínimo atisbo de buena gobernanza y reconciliación social, con unos ínfimos niveles educativos y hundidos en la más extrema miseria, aunque viven sobre ingentes bolsas de petróleo. Además, no existe ninguna estructura de sociedad civil –y tampoco una diáspora preparada y dispuesta a cooperar– que pueda retar a los poderes dominantes y despóticos que ultrajan al país desde mucho antes de su independencia.
Con todo, en tan corto espacio de tiempo, resulta extremadamente complicado que se pueda organizar un sector de seguridad conjunto y efectivo, consolidar las instituciones estatales y un régimen federal; y, al mismo tiempo, organizar un proceso electoral pacífico y fiable. Sin duda, la cooperación internacional –siempre que medie la voluntad de los dirigentes nacionales– será determinante para lograrlo.

El nuevo gobierno de unidad nacional ha echado a andar, pero los retos que debe afrontar entrañan demasiados e innegables riesgos para la paz, y más aún cuando la total impunidad sigue siendo generalizada en todo el país. Confiar en que el presidente Kiir y el vicepresidente Machar –dos rebeldes convertidos en violentos líderes políticos– puedan liderar una descomunal trasformación nacional es pedirle demasiado a la población sursudanesa. Sin embargo, y lamentablemente, no hay ninguna otra opción.
Por tanto, ahora es tiempo de reforzar la cooperación –entre otras medidas, con la presencia de una contundente fuerza internacional de imposición de la paz– y la presión de todos los actores externos; y bajo la amenaza constante de sanciones económicas e incluso penales, y sin injerencias interesadas de los países limítrofes. Tan solo así, toda la comunidad internacional podrá convertirse en el verdadero y necesario garante de la pacificación nacional. Si se pierde esta oportunidad, tan solo quedará la más absoluta anarquía y millones de vidas destrozadas: una situación atroz para todos aquellos que, tras la independencia nacional en 2011, imaginaron un futuro estable y próspero para Sudán del Sur.
Jesús Díez Alcalde es coronel y analista