Memorias de corresponsal: las campañas a la Casa Blanca

La mejor cama de Washington

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Diez meses dura oficialmente una campaña electoral americana. Desde los tempranos caucus de Iowa en enero hasta el primer martes despues del primer lunes de noviembre cuando la suerte queda echada. Es una campaña larga y sinuosa, por tierra mar y aire. Dimensión continental y repercusión mundial. Tras haber cubierto tres campañas sobre el terreno (la primera en 1980), y algunas más como analista, comentarista o contertulio en la distancia, llegas a la conclusión de que el largo rosario de mítines, primarias, convenciones, debates y propuestas de todo tipo se encierran en dos claves: liderazgo y espectáculo. Si un candidato no es capaz de cumplir con ambas, habrá tirado por tierra el sueño de su vida y cientos de millones de dólares a la basura de la historia. Es un juego de alto riesgo. Fama y dinero se dan la mano en una apuesta que puede perderse aun consiguiendo más votos que el contrario (como le paso a Hillary Clinton frente a Trump) o ganarse contra pronóstico (como consiguió el actor Reagan con una inesperada ayuda de los ayatolás). 

Expectante y siempre sorprendido, el mundo entero contempla cada cuatro años cómo la maquinaria electoral norteamericana necesita todo un año para descifrar el perfil del hombre que influirá como ningún otro en los destinos del planeta. La más larga de las campañas, iniciada entre las nieves en Iowa, culmina en noviembre, dejando un montón de cadáveres políticos en el tortuoso camino, y un ganador, la mayor parte de las veces imprevisto o al menos sorprendente: un presidente católico en el país de los protestantes (Kennedy). Un granjero en la capital de los políticos profesionales (Carter). Un actor en el mundo de los maniobreros (Reagan). Un hijo de presidente, heredando cargo (los Bush). Un negro en la Casa Blanca (Obama). Un empresario sin escrúpulos, ni afiliación a partido (Trump). Todo es posible en la política americana. Y para que ese imposible se haga realidad se necesita cubrir una yincana de cincuenta estados a lo largo de diez mees antes de llegar a ese martes de gloria o de dolor. Para el periodista resulta tan agotadora como fascinante. 

Recuerdos de una vida como corresponsal

Cada campaña es diferente, aunque el ritual de primarias, convenciones y debates marque unos hitos comunes. De cualquier forma, la aparición del coronavirus y de una personalidad tan imprevisible como la del rey del ladrillo neoyorquino metido a presidente han hecho saltar por los aires cualquier previsión, ni predicción sobre lo que pueda pasar. Hasta la pacifica entrega del poder si es perdedor ha sido puesta en duda por el actual inquilino de la Casa Blanca, tirando por tierra las últimas esencias de democracia que le queda al sistema americano.

Antes de que Trump forzase todo esquema normal hasta el límite, la campaña más inusual de la postguerra se vivió cuando un actor terminó saltando al mayor plató político del mundo, la Casa Blanca. Ronald Reagan barrió al presidente Jimmy Carter a pesar de parecer tenerlo todo en contra. Aquella campaña del 80 fue sin duda el comienzo de un nuevo modelo de hacer política electoral, que se mantiene hasta nuestros días con el nuevo aderezo de los medios digitales que son ahora tan determinantes como lo fue la todopoderosa televisión. Ahora que Trump juega la baza de Oriente Medio para relanzar una candidatura en horas bajas (establecimiento de relaciones entre Israel y sus “enemigos” árabes y amenazada de nuevas sanciones a Irán), hay que recordar que Carter llevó a su espalda el estigma de la toma de la embajada americana en Teherán por los guardias revolucionarios jomeinistas acaecida justo un año antes de la fecha electoral. El epílogo fue realmente sobrecogedor: mientras Reagan juraba su cargo en las escaleras del Capitolio frente a un cariacontecido Jimmy Carter, los rehenes eran liberados y salían en avión rumbo a los Estados Unidos. El factor exterior jugaba, y muy fuerte, en la campaña interna. De forma entre velada, volvería a suceder con la aparición de la mano rusa en la elección de Donald Trump y la caída por sorpresa de Hillary.

Recuerdos de una vida como corresponsal

Tras una primera visita en el mágico año del bicentenario, mi vida de corresponsal en Estados Unidos se inició en 1979, año prólogo a las elecciones, en las que el llamado “incumbent” (presidente en ejercicio) siempre suele tener las de ganar. Con su nombre en diminutivo (nada de James!), y su pasado en el cultivo del cacahuete, Jimmy Earl Carter había llegado a la presidencia para alejarla por fin del hedor que causó el Watergate de Nixon y el coleo con su vicepresidente heredero Gerald Ford. Llevó una aíre de sencillez y pulcritud a un Washington degradado y corrupto. ¿Qué tramarían los republicanos para intentar recuperar el poder perdido?

Aterricé en el futurista aeropuerto washingtoniano de Dulles un dos de enero. Aún siento en los tobillos el corte helador del viento en medio de una ciudad cubierta por la nieve. El taxi que me conducía al hotel cruzó por delante de la Casa Blanca habitada por un Jimmy Carter en sus mejores días, sin que se adivinasen aún las tensiones y turbulencias que vendrían y que serían el alimento de mis crónicas para Radio Nacional de España.  Lo cierto es que apenas viví un año en la capital federal antes de trasladarme a mi destino deseado de corresponsalía, en New York, N.Y., para sustituir a mi maestro y compañero Cirilo Rodríguez, casualmente ambos segovianos de origen.  Pero los primeros meses washingtonianos- ciudad a la que volvería repetidamente a lomos del puente aéreo –fueron fundamentales para iniciarme en la geografía política de la primera potencia. Un mundo de embajadas, funcionarios, lobistas, secretarías con ínfulas y políticos de variado pelaje que convergían finalmente en el National Press Building, en el 529 de la calle 14, donde los periodistas teníamos nuestras oficinas y donde te codeabas con políticos y funcionarios en su clásico comedor y en los grandes encuentros informativos. 

Memorias de corresponsal: las campañas a la Casa Blanca

Una casa en Georgetown

En aquella capital tan extendida, de avenidas descomunales e inmensos poderes, resultaba sorprendente la estrechez de la sala de prensa de la Casa Blanca. La entonces ya veterana Helen Thomas, decana de los acreditados, abría y cerraba las ruedas de prensa presidenciales, y daba ejemplo de pundonor y objetividad en la cobertura del recinto más poderoso de la tierra. Dos grandes puntales del periodismo español que entonces eran pareja, Juan Roldán como delegado de la agencia EFE y Curry Valenzuela que escribía para Cambio 16, fueron mis tutores a la llegada al gran Washington. El actual corresponsal de La Vanguardia en Londres, Rafael Ramos, que era de mi quinta y  hacía sus pinitos periodísticos en la agencia, fue mi compañero de fatigas en las noches por el barrio de Georgetown. Para dar una idea de la distancia tecnológica con el mundo digital de hoy, recuerdo cómo los “agencieros” picaban sus textos de las noticias en el télex generando una cinta amarilla con agujeritos tipo braille. Una vez terminada la escritura se enrollaba entre dos dedos creando un remedio de mariposa para que al colocarla en el dispositivo de trasmisión no se atascase. Ni el fax se había inventado…Ninguno de ellos veía en ese momento a Carter imbatible, pero tampoco parecía muy amenazado.

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Tampoco ninguno de ellos se creyó mi suerte de encontrar casa (y a un buen precio) en el mismo corazón de la ciudad, en Georgetown. “¿Dónde dices?  ¿Wisconsin con la M?” Imposible. Es el centro del barrio. Algo así como Gran Vía con Alcalá. La casa pareada que encontré en un día de gran nevada, tras un arbusto que tapaba la puerta, tenía un pequeño jardín a la entrada, dos pisos con ventanas historiadas y puerta trasera a un back alley. Estaba en la caída de Wisconsin hacia el rio Potomac pasado el C. and O. canal, un paraje singular donde en ocasiones podías ver luciérnagas. Los lujos de aquel gran pequeño Washington que aún no había despegado al aire de capital imperial que tomaría con en los años ochenta. El único problema de la localización es que carecía de boca de metro, aunque sin duda pasaba por debajo del barrio más chic de la ciudad, y residencia de senadores y altos funcionarios de la administración. Ya entonces decían las malas lenguas que no había abierto parada allí para el novísimo y espectacular metro washingtoniano “para que no se llenase de negros”. A Obama ni se le imaginaba en el horizonte político de finales de los setenta…

Nuestra vida periodística sucedía en la calle 14, a un paso de la Casa Blanca, donde instalé como era preceptivo la primera oficina de Radio Nacional de España en Washington, porque la única corresponsalía hasta entonces siempre estuvo en Nueva York. Siguiendo la pauta habitual, la puerta del despacho quedo inscrita por los operarios del National Press Club con las preceptivas letras doradas con el nombre de la compañía. Realmente parecía de película. Mi vecino más cercano era el primer corresponsal de El País en los Estados Unidos, Juan González Yuste, del que yo tenía referencias por el mundo de la cultura y la comunicación en Madrid. Juan murió tristemente, solo, años más tarde, a la vuelta de la guerra de los Balcanes de un infarto en la habitación de un hotel de Barcelona. Grandote, gafas negras de pasta, con buen humor socarrón y amante del mundo de la nueva cultura pop, Juan y su esposa fueron tambien buenos compañeros de aquellos tiempos de Carter que parecían un remanso y acabaron desarbolados. 

Memorias de corresponsal: las campañas a la Casa Blanca

Para la próxima ceremonia de inauguración presidencial, el 20 de enero del 2021, Jimmy Carter estará allí una vez más junto al presidente que jura. Con permiso de su alianza con la longevidad, solo le faltaran cuatro años para cumplir los 100. Habrá asistido- tras la suya propia - a las inauguraciones de Reagan, Bush padre, Clinton, Bush hijo, Obama y Trump. Un record histórico. Con su aire de hombre apacible y aplacado ante la adversidad, no podrá dejar de pensar en aquel 20 de enero del 81 cuando paso el relevo a Ronald Reagan, al tiempo que concluía la odisea de los rehenes de la embajada. El punto más negro de su mandato que dominaría su campaña para intentar la reelección. Voluntario en actividades de ayuda a los necesitados, Carter ya había ido dejando una marca clara de activismo solidario en esos años que dominaba la política América, creando los inexistentes departamentos de Energía y Educación, y reforzando la legislación sobre protección medioambiental.

En los cines de Georgetown se estrenó en aquellas fechas una película que resultó premonitoria y cuyos efectos se notarían en la inmediata campaña electoral. El síndrome de China, con Jane Fonda y Michael Douglas en papeles de reporteros de televisión. El guion se centraba en un accidente en una central nuclear, cuya eventual explosión de producirse de causaría-   decían literalmente - un agujero en la tierra que llegaría al otro lado del planeta, hasta China. El agujero real no llegó a producirse, pero el escape de radiactividad al agua y a la atmósfera no tardó en hacerse realidad en el accidente de Three Mile Island,  (la Isla de las Tres Millas) en la cercana Pensilvania. Inmediatamente apareció el movimiento antinuclear “No nukes” con multitudinarias manifestaciones en el gran mall washingtoniano, y más tarde en el sur de Manhattam, en la zona donde se desescombró el terreno donde se levantaron las Torres Gemelas y que usaban artistas para creaciones temporales en lo que se denominó “Art in the beach” (Arte en la playa).

El funcionarial y anodino Washington se había convertido, de nuevo y de repente, en centro de protestas multitudinarias no conocidas desde el Vietnam y los movimientos raciales. Teníamos nuevo y fresco material para las crónicas de esta América que despertaba a la ecología, la defensa del medio ambiente, las energías limpias…, cuando ya quedaban escasos rescoldos de la era anti-Vietnam. En las mismas fechas se estrenó El cazador (The deer hunter) de Michael Cimino, que arrasó en los Oscar del año con cinco estatuillas y puso sobre la mesa con toda su crudeza las heridas abiertas por aquella guerra lejana que había traído a mucho mutilados físicos y psíquicos de vuelta a casa. Meryl Streep hacia su primera aparición estelar junto al inevitable Robert de Niro y a Christopher Walken. Su impacto fue tremendo. La resaca de Vietnam se hizo más evidente. Cimino se convirtió en director de culto y la película ya engrosa la lista de las mejores de la historia. En 1996 la Biblioteca del Congreso la catalogó como “cultural, histórica y estéticamente significativa”, siendo seleccionada para su preservación en el National Film Registry. Tambien sucedía, su parte local, en Pensilvania, en la zona de Harrisburg, un feuda tradicionalmente demócrata por sus obreros de las acerías, que Trump consiguió en cambio atraer a su candidatura para conseguir su ascenso a la presidencia. Estos elementos iban creando un nuevo background para la inminente campaña de reelección. Carter y su equipo iban abrazando estas nuevas ideas que suponían un choque contra interés de grandes corporaciones. Energías limpias, menos armamento, acuerdos de paz, …  Parecía que la protestas del 68 se institucionalizaba y que Carter era su buen pastor. 

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Entre los curiosos visitantes de aquellos resacosos años setenta de Washington, apareció un día el dibujante, ilustrador, humorista y artista al fin y al cabo Juan Carlos Eguillor. Sus viñetas de las viejitas en la mesa camilla de la revista Triunfo siempre me causaron sorpresa y deleite. Eguillor era un niño grande, lleno de inquietudes, con un deseo de asaltar el otro lado de la realidad. Había llegado a la costa Este para “ver América y abrazarla al completo”. Quería hacer un viaje de costa a costa. Sonó un toc-toc en la puerta acristalada del despacho de la radio, y allí asomaron las gafas de Eguillor de nuevo, pero venía trasformado. Su indumentaria hacía juego con las grandes gafas. Se había vestido con una camisa con cuello clergyman, de cura, y no estábamos en Halloween… ¿Y a qué se debe esta indumentaria? Su estrategia estaba clara. “Mira, me voy a hacer el viaje a California en Greyhound (los autobuses de línea que cubren el país continental) y he pensado que, para evitar asaltos o sustos de cualquier tipo, lo mejor es imponer respeto, y creo que esta indumentaria lo conseguirá”.  En definitiva, había hecho un comic de sí mismo para preservar su identidad…Mas allá de mi risotada al verle, su imagen me llevó a la del curita joven protagonista del El Exorcista junto con Max von Sido. La película de William Friedkind había causado un gran revuelo hacia muy poco tiempo y tenía unos de sus escenarios más llamativos justo en el barrio donde yo vivía ahora, en Georgetown, con las empinadas escaleras que bajan desde final de la conocida universidad jesuítica, donde se graduaría el futuro Rey Felipe VI. Eguillor quería proyectar una imagen respetable a la fauna que se encontrase en su odisea americana.  Y evitar un atraco.

Confianza y respeto

Una de las principales claves de un candidato a la presidencia es generar un aura de respeto, dentro de un clima de confianza. Jimmy Carter estaba en la mitad de la balanza. Un buenista para unos, un débil para otros. Desde el campo republicano se iban analizando sus flancos débiles para presentarle batalla en las inminentes elecciones. Iowa ya era el objetivo del enero del 80. Carter aceleró su acción en política exterior bajo la batuta de un impecable Secretario de Estado Cyrus Vance y la venta de sus logros a través de sus aseados portavoces: Hodding Carter y Jody Powell. Iban lanzados. No nos faltaba material para las crónicas. De repente, del siempre tenso y árido Oriente Medio u Oriente Próximo, del que escribíamos un día sí y otro también, sacaron un impensable fruto del desierto con los acuerdos de Camp David. Arafat en América, convertido en portada junto al halcón israelí Menachem Begin. La más extraña pareja, ahora unida. Había que verlo para creerlo. Además, firmó la controvertida cesión del Canal a la soberanía de Panamá, negoció el tratado SALT II para reducción de misiles con la Unión Soviética y culminó el proceso iniciado por Nixon estableciendo relaciones diplomáticas plenas con la República Popular China. El flanco exterior bien protegido para afrontar una campaña frente a un probable novato republicano en estas cuestiones. Con la solidez de los años en pantalla, Walter Cronkite relataba cada noche en sus treinta minutos de la CBS esta nueva cara de América. Antes de su “And that´s the way it is”, asistíamos a una remodelación de la acción exterior de los Estados Unidos y a un creciente cambio en las reivindicaciones de las calles americanas. La resaca de Vietnam y del Watergate se iba evaporando. Era el informativo más seguido.

Entre crónica y crónica, mi casa de Georgetown era un desfile de colchones de todos los tamaños, y ninguno conseguía aliviarme el sueño. Yo había dejado el hotel residencia de Lombardi Towers-a medio camino entre la Casa Blanca del 1700 de la Avenida Pensilvania y mi casa de Georgetown - en un sábado, para hacer el traslado a mi flamante chalet pareado para coincidir con la llegada de mi cama comprada en un gran almacén especializado. En la primera planta del edificio de ladrillo rojo había un salón con chimenea que se asomaba al pequeño jardín de la entrada y la codina en la zona trasera. Una escalera de dos tramos llevaba al piso superior donde había otras dos habitaciones. En la que miraba a Wisconsin a través de tres ventanales que se abrían con manivela.  iba a instalar la cama más grande que nunca había disfrutado, una king size.

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Madrugué, me trasladé a la que ya era mi casa vacía y esperé mirando por la ventana la llegada del camión de reparto. Aparecieron dos hombres negros musculosos que primero acarrearon el somier y luego el colchón. Los dejaron en la entrada y algo fallaba al intentar subirlos por la pequeña escalera. El somier tipo colchón o base de la cama no era flexible y la escalera con su bajo techo y el giro de subida no permitía la entrada de ese volumen. No había manera. Había que devolver las dos piezas, porque el colchón ni intentado domarlo conseguía traspasar ese umbral. No tuve más remedio que comprar de inmediato una cama plegable para poder dormir en mi casa desde esa noche y esperar a que el sábado siguiente me trajesen una cama de menos tamaño: la Queen size.

Ni el rey, ni la reina (los tamaños en que se miden las camas americanas), estaban dispuestos a habitar mi casita de la avenida Wisconsin cerca del Potomac. La queen tampoco consiguió subir las escaleras. Y a la tercera semana fue la vencida consolándome con un colchón tamaño twin, que no daba para estirarse mucho pero que al menos tenía unos buenos muelles en comparación con la minúscula cama plegable que me acuno mis primeras noches washingtonianas.

Y Teherán controló la campaña

Para mí aquello me supuso un duermevela, pero para Jimmy Carter lo que se avecinaba era una pesadilla. A la vuelta del verano tuve que olvidarme de mi bello rincón washingtoniano y buscar casa en Manhattam. No me dolió el cambio. Gracias a Teresa Shelley encontré un apartamento en Greenwich Village y lo alquilé aun habiéndolo visto solo de noche y sin luz eléctrica. Era el barrio donde había que estar.  Había dejado atrás un Washington donde el ruido de sables electorales era cada vez más alto. Algo parecía que iba a explotar, como cuando la atmosfera de la ciudad se llena de una humedad extrema y no se ve el momento en que descargue por fin la tormenta. Una de esas tormentas de verano mantuvo a mi avión parado horas en la pista y me llevó a Nueva York ya de noche sin tiempo para ver mi nuevo espacio vital con luz natural. Por una ventana se veía el Empire State iluminada en blanco, rojo y azul, y era suficiente reclamo para aceptar aquel espacio que sería mi casa durante casi siete años más.

Los republicanos querían volver y lanzaron una avalancha de candidatos. George Bush iba en cabeza. Al hombre del petróleo de Texas no le gustaban las veleidades ecologistas del actual presidente. El equipo de Carter confiaba en mantenerse ante un hombre con mucho curricular pero falto de verbo y carisma. Bush había presidido la CIA, había sido primer embajador en China. Sobradamente preparado, pero con un perfil físico poco atractivo y un discurso cortante.

Lo que se veía como un asunto lejano- aunque tan ligado a la fuente del petróleo –como era la revolución que se había levantado en Irán, y que obligo a exiliarse al Sha, llegaría a tener una influencia crucial en las elecciones que ya se avecinaban. Carter accedió a que el Sha de Persia recibiese tratamiento médico en Estados Unidos y los radicales iraníes dieron una vuelta de tuerca más, acentuado la línea islamista extremista que se mantiene hasta nuestros días.

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Lo que empezó como una algarada, tras un primer ataque a la Embajada norteamericana, se convirtió en la noticia de una crisis interminable. “América tomada como rehén” se titulaba un informativo especial a una hora inédita, las once de la noche, presentado por uno de los periodistas más destacados de la cadena ABC, Ted Coppel. Pasó de especial a informativo regular. Cada día se iba sumando una fecha más a los días de cautiverio. Nightline fue el nombre final del programa, seguido por un Día 23, día 57, día 128,… La noticia se contagió al mundo. Era un tema candente cada día y cada hora. Si salías de cena con los amigos, tenías que mantenérsete conectado, ir con el auricular de la radio puesta y sintonizada en 1010 WINS, la emisora Todo Noticias. (“Nos das 20 minutos y te damos el mundo”) porque en cualquier momento se esperaba el desenlace. Carter intentó un rescate fallido antes de que los helicópteros llegase a Teherán. El punto final no llegaría hasta que culminase por completo la campaña electoral. Tal era el cálculo que habían hecho los iraníes, que empezaban a tomar la medida al todopoderoso “Imperio Americano “, como años más tarde se la tomaría Bin Laden.

La campaña electoral del 80 se descompuso. Carter era un candidato herido. Los republicanos apretaron con un ticket compuesto por el locuaz y telegénico Reagan y el calculador maniobrero en la sombra George Bush padre. Además, alguien colocó a un tercer candidato republicano con trazas de independiente John Anderson para intentar robar votos demócratas. Cerca ya del verano del 80, Carter siguió prendiendo su antorcha de la política exterior para afianzar la inminente campaña electoral y con motivo de la cumbre del G7 en Venecia hizo un tour a la europea. Fue mi primer viaje presidencial, y asistí en butaca preferente al espectáculo de ver a la Casa Blanca al completo volando de país en país. Todos los servicios habituales de Washington se trasladaban de una capital a la siguiente. Se dormía poco, porque salíamos antes que el presidente para cubrir la llegada del Air Force One y cubríamos todos los eventos, photo calls, ruedas de prensa,… sin faltar un detalle.  Allí estaban los entonces nombres míticos de la política mundial ya barridos por el viento de la historia:  Valery Giscard d´Estaing, Helmund Schmidt, Cossiga, Trudeau… y Margaret Thacher.

En Venecia los mejores hoteles eran para la prensa americana. Para los europeos del furgón de cola nos dejaron el Hotel des Bains. Una maravilla de época, donde Visconti rodó la Muerte en Venecia de Thomas Mann, y donde no resistí la tentación a que la historiada llave con flexos de la habitación se me olvidase en el bolsillo de la chaqueta e hiciera el viaje de vuelta a América conmigo. Rafael Ortega el corresponsal en Italia de Radio Nacional e hicimos juntos esa cobertura, reencontrados tras el paso de ambos por el programa Siete Días. Grandes días de la radio de la Transición, que nos hicieron compañeros, amigos y cómplices de tantos cambios en aquella época.  Éramos parte de la rueda de corresponsales que se emitía con una amplia duración- al menos veinte minutos –cada mañana dentro del “España a las Ocho”. Asunción Valdés en Bonn, Mariano González Aboín o Carlos Blanco en Londres, Carlos Castillo en Paris, Paco Eguiagaray en Moscú… Teníamos nuestras charlas en privado, antes y después de estar en el aire, y fuimos haciendo una piña, una familia en las ondas ayudándonos y comentado los avatares de la “soledad del corresponsal extranjero”. Cirilo Rodríguez había regresado a Madrid y coordinaba la rueda.

La oratoria de los Kennedy

Ni con las escalas europeas, para reforzar su imagen de líder mundial, pudo fortalecerse Carter. La estrella del presidente había palidecido. Llegó a la convención de Nueva York, en el tórrido verano del 80, con los delegados suficientes para alcanzar la nominación, pero con el prestigio mermado. La estrella ascendente, que podría lograr salvar los muebles frente a la creciente amenaza republicana, era la del tercer Kennedy. Aún conservo un pin con la palabra “OPEN” que fue la más popular en aquella convención, en la que tambien descubrí lo que era un teleprompter al fisgar en el estrado de oradores y encontrar aquellos dos cristales colocados a ambos lados del pódium en los que se proyectaban los discursos, para que el orador leyera y se notase. Haciendo buena la tradición familiar, Edward Kennedy lanzó un discurso con un nivel de oratoria brillante y descomunal, a tono con la dimensión del Madison Square Garden. 

Memorias de corresponsal: las campañas a la Casa Blanca

Los números le negaban la opción de seguir el camíno de sus hermanos, y los pins con el OPEN eran la última palabra a la que agarrarse a la desesperada para salvar la candidatura, el partido, y quizá el país. Pedían liberar a los delegados obtenidos, como única fórmula para conseguir cambiar de candidato. Se reunió con sus fervientes seguidores en el hotel frente por frente del Madison Square Garden para una última arenga. Su verbo fluido, su cara risueña, su corpachón empujando, Kennedy se hacía notar y desear. Fue la primera vez que le ví cara a cara, cuando le entrevisté para mi corresponsalía de entonces, la de Radio Nacional de España. Derrochaba ilusión aunque con la medida bien tomada, la de un político hecho en su propia casa, dentro de una saga aunque con más peso personal que el que le colocaba como simple tercero de los Kennedy. Pero cuando se subió al pedestal montado en el MSG para lanzar su arenga a los enfervorizados delegados, amigos, periodistas y políticos curiosos, Edward Kennedy dejó claro en el primer minuto, tras unos interminables aplausos de aliento, que "no estaba allí para defender una candidatura, sino para reafirmar una causa". 

Hizo un discurso histórico- considerado hoy entre los más apreciados de la gran retórica política americana -desgranando con pasión las claves de la política liberal y democrática, la más cercana a la clase trabajadora de los dos grandes partidos, y denunció hasta la carcajada las políticas reaganistas que se venían encima. Para cerrar, recurrió a unos bellos pasajes del poeta favorito de la familia. Tensión:

"I am a part of all that I have met

To much is taken, much abides

That which we are, we are --

One equal temper of heroic hearts

Strong in will

To strive, to seek, to find, and not to yield."

“Aunque mucho se ha gastado mucho queda aún; 

y si bien no tenemos ahora aquella fuerza

 que en los viejos tiempos movía tierra y cielo, 

somos lo que somos:
corazones heroicos de parejo temple, debilitados
por el tiempo y el destino, más fuertes en voluntad
para esforzarse, buscar, encontrar y no rendirse”.

 

Los versos tomados del Ulises de Alfred Tennyson resonaron como una llamada clara a la resistencia, a dar la batalla contra todos los elementos. El discurso de una derrota personal se había convertido en la mejor arenga para plantar cara al enemigo político común. Kennedy y los suyos no consiguieron la convención abierta, pero sí ganar ánimo para la causa demócrata, mantener ilusión para la batalla política que se avecinaba. La magia del último Kennedy estaba servida, para dejar claro que meter el corazón en un puño hablando con el corazón en la mano es el arte de unos pocos. El senador Edward Kennedy demostró así quién era y que estaba maduro para la ocasión. Había perdido aquella batalla, pero ganó la guerra por el control de los ideales que defendería el Partido Demócrata hasta la fecha. Su verbo sí triunfó. Pero la campaña del 80 estaba sentenciada. Carter, como presidente aspirante a un segundo mandato, con la Casa Blanca a su servicio, no dio su brazo a torcer.

Aquel extraño cruce de caminos entre Irán y los Estados Unidos, había convertido la campaña electoral americana en doblemente atractiva y atrajo a la cobertura electoral a uno de los más insignes trotamundos del periodismo español, que fue mi compañero de noche electoral en nuestra oficina de la Segunda Avenida. Manu Leguineche, como todos, aún creía en un milagro de última hora. Bajamos juntos a comer a sus restaurantes favoritos, los indios de la Calle Siete, repasando sus experiencias iraníes y haciendo cábalas sobre el apoyo de los estados. California y Nueva York tendrían que caer del lado de Carter. Texas y Florida para Reagan. Las cuentas estaban demasiado apretadas, y el ambiente estaba tan picante como la comida. 

En la noche electoral mirábamos a la pantalla que mostraba el mapa de los Estados Unidos tomando estado a estado un color cada vez más rojo, el color de los Republicanos, y de su pareja para derrotar al ticket Carter-Mondale, con Reagan y Bush. Pedro Erquicia, corresponsal entonces de TVE, tambien se estrenaba con esa campaña electoral y veía la noche con su escepticismo habitual. Nos acercamos a la fiesta del Partido Demócrata en un local de Times Square y la encontramos medio vacía. Se mascaba la derrota. Volvimos a hacer nuestras retrasmisiones ya de madrugada en Madrid, sus envíos para la agencia y contemplamos cariacontecidos como el país más poderoso del mundo había sido saboteado por los ayatolas, iniciándose una nueva era en cuya estela aún vivimos. 

Memorias de corresponsal: las campañas a la Casa Blanca

El actor presidente, o viceversa

Un descrédito, parecido al soportado por Trump, envolvió desde el principio a la candidatura de Ronald Reagan, tachado de ultra, anticuado, insolvente…por ser amable en los adjetivos. El Village estaba lleno de carteles personalizados ridiculizando al «actor que quería convertirse en presidente». Lo cierto es que Reagan atesoraba otras cualidades. Aunque como actor nunca superó la barrera de secundario, fue líder sindical de su gremio y luego hizo tablas de marketing sobre el escenario como portavoz de la General Electric. Así que cuando los republicanos de California buscaron un recambio para el eterno gobernador republicano Brown en 1966, pensaron en él. La decisión la había tomado el sanedrín de los grandes empresarios del estado mas rico de la Unión. Y sin duda fueron los pesos pesados que le apoyaron en su candidatura a la presidencia, superando a su buen posicionado contrincante George Bush padre, que le acompañó finalmente en la vicepresidencia.

Cuando cuatro años más tarde vivimos la siguiente campaña. Reagan se había hecho un tótem de la revolución conservadora, junto a Margaret Tathcher en Inglaterra. Su dominio de la escena fue tan espectacular, como el giro que imprimió a sus políticas. Ahora es considerado como uno de los presidentes históricos del país. En la campaña del 88, la convención de Houston le volvió a coronar, mientras el demócrata Walter Mondale y la primera mujer en el ticket presidencial, Geraldine Ferraro de Nueva York, sucumbieron al peso de la apisonadora conservadora. Pasó finalmente el testigo al vicepresidente George Bush, padre que triunfaría sobre Mike Dukakis. Otras campañas sobre las que volveremos, y en las que de nuevo el marketing mordió las esencias de la democracia en un proceso que no ve fin. 

Campañas cada vez más caras, tensas (como la del recuento de las papeletas mariposa en Florida que dieron finalmente la pírrica victoria a Bush hijo sobre Al Gore), y también más novedosas con el empleo de los señuelos digitales (Obama). Un tweet ahora vale un buen puñado de votos. O eso nos hacen creer. Hasta que llegó Trump y rompió todos los moldes.

(Continuará)

Javier Martin-Domínguez fue corresponsal en Estados Unidos de 1979 a 1989.

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