Tiempos de inflexión histórica. La invasión de Ucrania y el declive del poder occidental

Este documento es copia del original que ha sido publicado por el Instituto Español de Estudios Estratégicos en el siguiente enlace.
Estamos siendo testigos de una transformación social sin parangón desde la Revolución Industrial que nos aboca a un punto de inflexión histórico (post-Europa, sí, pero ¿también postOccidente?) causado por dos variables claves: una demografía desequilibrada entre Occidente y el resto del mundo y que afecta sobre todo a Europa. Pero que se ha acoplado con una convergencia tecnológica pues Occidente ha perdido el monopolio de la tecnociencia de la que disfrutó desde hace al menos tres siglos y que fue la causa de su poder.
La economía es un juego de suma positiva; todos podemos ganar (o perder). Pero el poder es un juego de suma cero, agónico, y la emergencia de nuevos poderes en el mundo reduce el poder relativo de Occidente en la misma medida. No estamos ante una decadencia absoluta y Occidente tiene muchos activos, y aunque tenga también serios problemas internos, seguirá siendo un actor sin rival durante muchas décadas.
Pero la invasión de Ucrania preludia un periodo de turbulencias en el escenario internacional marcado por la «trampa de Tucídides»: la tensión entre una potencia emergente (China) y otra declinante (USA), tensión que articula, no solo la política exterior de esos dos gigantes, sino el orden internacional todo.
No obstante, en la coyuntura actual se puede atisbar también la posibilidad de una nueva paz, paz por equilibrio de poderes e interdependencia, paz liberal, «paz caliente» repleta de tensiones, más que una «guerra fría». Pues, a diferencia de la vieja URSS, China no pretende exportar su modelo sociopolítico y le es indiferente la forma política de los demás países.
Ha sido el realismo histórico quien me ha enseñado a ver
que la unidad de Europa como sociedad no es un ideal
sino un hecho de muy vieja cotidianeidad. Ahora bien, una
vez que se ha visto esto, la probabilidad de un Estado
general europeo se impone necesariamente. La ocasión
que lleve súbitamente a término el proceso puede ser
cualquiera: por ejemplo, la coleta de un chino que asome
por los Urales o bien una sacudida del gran magma
islámico.
JOSÉ ORTEGA Y GASSET1
Suicidio, descolonización y colonización de Europa
Durante al menos doscientos años la historia del mundo se ha escrito en Europa. Ya sea en El Escorial, en Lisboa, en París, Londres o Berlín, el destino del mundo entero, de América, Asia o África, dependía de decisiones tomadas en este pequeño (y mal denominado) «continente» europeo; más bien una península en el extremo occidental de Eurasia. Un ejemplo brutal: en la Conferencia de Berlín de 1884 un grupo de potencias europeas (entre las que no estaba España) se repartieron África trazando fronteras arbitrarias que son las actuales fronteras entre los Estados de ese continente. Dejaron solo dos Estados independientes: Liberia y Etiopía. El resto, colonias de Inglaterra, Francia, Italia, Bélgica o Alemania. Era lo que los historiadores han llamado la «Era de Europa», que fue al mismo tiempo la era del imperialismo y del colonialismo.
Sin embargo, Europa se suicidó en dos brutales guerras mundiales y, tras la segunda, quedó literalmente devastada y destruida. Ciudades bombardeadas, industrias, comunicaciones, todo había sido pasto del fuego y la destrucción. Y eso tuvo dos enormes consecuencias, que aún siguen vivas.
Por una parte, la descolonización del mundo del poder europeo. En 1945, cuando se ponen en marcha las Naciones Unidas, firman la carta poco más de cincuenta países. Pronto comenzará la descolonización y, tras la caída de la URSS, son ahora 193 los Estados soberanos representados en esa organización. Nuevos Estados que nacen con resentimientos y reclamaciones históricas sobre los viejos imperios y que buscan un lugar en el sol y una voz que hacer oír en el concierto mundial. Europa, Occidente, pierde presencia y poder; otros lo ganan.
Pero tan importante, si no más (sobre todo porque es rara vez explicitado) es el hecho de que Europa, descolonizada, será ella a su vez colonizada por dos potencias extraeuropeas: los Estados Unidos y la URSS. No es solo que Europa perdiera el control del destino del mundo, es que perdió el control de su propio destino que, desde 1945 pasó a depender de otras potencias extraeuropeas. Y si (cumpliendo la profecía de Alexis de Tocqueville) media Europa vivió bajo condiciones de libertad y la otra media bajo condiciones de servidumbre, así continua, aunque las fronteras entre ambas hayan variado. Y si la guerra de Ucrania —de la que hablaremos más tarde— ha explicitado algo, es que la libertad en Europa sigue dependiendo del paraguas de seguridad que ofrecen los Estados Unidos, paraguas que a su vez depende de la voluntad del taxpayer americano, y no podemos olvidar que fue un presidente de ese país (Trump) —que podría volver a serlo próximamente—, quien declaró a la OTAN «obsoleta». Es cierto que la UE ha sido el artilugio mediante el que Europa trata de recobrar el control de su destino (como nos interpelaba Angela Merkel) pero, aunque está reaccionando bien a las más recientes crisis (Brexit, COVID, Ucrania), está muy lejos aún de poder responsabilizarse de su propia seguridad.
Pero el suicidio de Europa y su dependencia de potencias extraeuropeas durante la Guerra Fría solo fue la primera parte de la primera parte pues, tras ello, tenemos que asumir la emergencia del resto, la emergencia de los colonizados, de lo que hasta hace poco llamábamos el «tercer mundo», para diferenciarlo del mundo «libre» y del mundo del «socialismo real».
Entre 1945 y 1991 el mundo todo se organizó en tres tercios: el mundo libre bajo el paraguas de la OTAN y el liderazgo de los Estados Unidos; el mundo del socialismo/comunismo bajo el paraguas del Pacto de Varsovia y el liderazgo de la URSS; y finalmente, el llamado «tercer mundo», frecuentemente de países «no alineados» o con vinculaciones cambiantes con unos u otros. Pero los mundos primero y segundo se fusionaron tras la caída de la URSS y el telón de acero que escindía el mundo, y esa fusión (la globalización) ha impulsado y arrastrado el tercer mundo, de países «subdesarrollados», casi siempre excolonias, que ahora aflora como países «emergentes» cuando no ya plenamente emergidos.
La gran transformación
El 30 de abril del 2014, el Financial Times pudo publicar una singular noticia en portada, a cinco columnas, que no era la noticia del día o de la semana, ni siquiera del año, sino más bien del siglo: en ella anunciaba que ese mismo año la económica china, medida en paridad de poder adquisitivo (PPA), superaría la de Estados Unidos. Como así fue. Y recordaba el FT que fue en 1872 cuando la economía norteamericana superó a la del Reino Unido, aunque tardaría todavía varias décadas en adquirir el rango de potencia hegemónica mundial. No basta la economía; esta debe transformarse en poder. Es la historia de China en este comienzo de siglo XXI.
Por supuesto, no estamos ante una casualidad cíclica o volátil, sino ante el resultado de una tendencia clara. El área euro creció al 2,4 %, 2,3 % y 1,2 % en las tres décadas que van de 1980 a 2010. Pero en el mismo periodo, y después de las reformas liberalizadoras de la economía de Deng Xiao Ping, China creció al 9,3 %, 10,5 % y 10,5 %. La India creció a tasas del 3 o 3,5 %, un crecimiento desbordado y absorbido por el de la población, hasta las reformas liberalizadoras de los años noventa, pero desde entonces ha estado creciendo incluso al 10 % posteriormente. Pero son solo dos casos muy destacados, anunciados o seguidos por el crecimiento del sudeste asiático primero y del África subsahariana en las últimas décadas.
Estamos siendo testigos de una transformación social sin parangón desde la Revolución Industrial, testigos de la tercera gran revolución política y económica del mundo tras las dos previas: la mal llamada «Revolución del Neolítico», que trajo la agricultura, la ganadería y las ciudades (mal llamada «revolución» pues fue una evolución que duró milenios), y la Revolución Industrial de los siglos XIX y XX, que proyectó a Europa. Solo que la actual, comparada con esta última, es mucho más extensa, más intensa y más rápida que aquella, los tres parámetros con los que medimos el cambio social: extensión, profundidad y ritmo.
Es más extensa, pues aquella afectó a no más de un tercio de la población mundial, el espacio noratlántico, mientras esta afecta a todo el mundo, África incluida, y algunos de los países que crecen a mayor velocidad en estos últimos lustros son africanos. Es sobre todo mucho más intensa y profunda, pues altera más aspectos de la vida, afecta a más productos, procesos, creencias, hábitos o instituciones. Un dato muy para tener en cuenta: en 2007, la población urbana del mundo habría sobrepasado a la rural por vez primera en la historia de la humanidad, y el proceso urbanizador continúa acelerado. La ONU estima que para 2030 habrá no menos de cuarenta megaciudades de más de diez millones de habitantes, y hasta el 70 % de la población del mundo será urbana en el 2050. ¿Quién conocía la ciudad de Wuhan, de más de once millones de habitantes, antes de que la COVID-19 la hiciera famosa? Y la urbanización es muy importante pues sabemos que nada hace cambiar más la sociedad y las personas que pasar de vivir en una pequeña aldea o en un grupo de cazadores-recolectores agricultores de sesenta o cien habitantes (como ha vivido el 99 % de la humanidad el 99 % de la historia) a vivir en una gran urbe. La consecuencia de esa revolución urbana es la llamada «cocacolización» o «macdonalización» del mundo: una convergencia de hábitos, costumbres, escenarios, modos de vestir, incluso gustos gastronómicos o musicales, etc. La ciudad nos hace libres, decían los clásicos, pero también nos hace iguales. Mismos aeropuertos, oficinas, universidades, discotecas, calles, comercios, vestidos y un larguísimo etcétera de homogeneización.
Finalmente, la actual gran transformación del mundo (si se me permite la expresión, que robo del libro clásico de Karl Polanyi) es mucho más rápida que lo fue la Revolución Industrial: comenzó con la globalización en los años noventa al desaparecer el telón de acero, y tardará no más de cuarenta o cincuenta años en completarse, mientras que la Revolución Industrial tardó siglo o siglo y medio. El Reino Unido creció a tasas del 1 % anual durante el siglo XIX, e incluso Estados Unidos posteriormente crecía al 2 % o poco más. Pero China ha estado creciendo con tasas de dos dígitos casi treinta años, un ritmo desconocido en la historia (luego veremos por qué).
Pues la pregunta inmediata es: ¿qué está causando este brutal cambio del panorama mundial? Por supuesto, se trata de un proceso multicausal, como siempre que ocurre algo importante, aunque podemos resaltar dos causas que lo explican casi todo: una divergencia demográfica entre el Este y el Oeste, sobre la que se superpone una convergencia tecnológica del Oeste sobre el Este. Vale la pena detenerse un momento para analizarlas pues ambas causas continuarán marcando nuestro futuro aun varias décadas.
Divergencia demográfica
Aseguran que Augusto Comte dijo que la demografía es el destino. No es cierto; no lo dijo jamás, pero se non e vero è ben trovato. Es una variable que cambia cada día, lentamente, de modo que rara vez es noticia y suele menospreciarse. Pero a largo plazo es fundamental; un país o una región son eso: población, más territorio. Pues bien, en números redondos (para recordarlos) éramos unos 3.000 millones de habitantes en 1950, pero (figura 1) seremos más de 9.000 para el año 2050. En poco más de un siglo la población se habrá triplicado; un crecimiento brutal que pone a prueba los recursos naturales del planeta y nuestro ingenio para gestionarlos.
Pero tan importante o más es que todo ese enorme crecimiento se ha dado en el antes llamado «tercer mundo», fuera del área desarrollada. Y así, si a comienzos del pasado siglo Europa era algo más del 25 % de la población del mundo, y todavía a mediados del siglo pasado representaba una quinta parte, hoy se aproxima al 7 %. Y desciende. Asia, con 4.600 millones de habitantes, es ya el 60 % de la población mundial y seguirá siéndolo durante buena parte del siglo XXI, de modo que hay seis asiáticos por cada europeo. Y en las próximas décadas Europa no solo no crecerá, sino que decrecerá; Asia lo hará moderadamente, manteniéndose en el 60 %, mientras África doblará su población. China son 1.400 millones de habitantes, otros tantos la India, y en breve habrá otros tantos en África subsahariana. Y hablamos de cantidad de población, no de calidad, pues la consecuencia del nulo crecimiento es el acelerado envejecimiento, con sus implicaciones sobre el gasto sanitario y las pensiones, pero también sobre vitalidad e innovación. La edad media en Europa está por encima de los cuarenta; en el norte de África está por debajo de los treinta y en el África subsahariana por debajo de los veinte.
Pero el tamaño poblacional cuenta, vaya si lo hace. Un país «normal» tiene entre diez y cien millones de habitantes; cuando pasamos de los trescientos como en Estados Unidos, hemos roto la «normalidad». Pero si hablamos de más de 1.400 millones estamos literalmente ante «objetos políticos no identificados», «civilizaciones disfrazadas de Estado» o «civilizaciones-Estado», como algunos chinos gustan de referirse a su país, y quizás tendríamos que recobrar una vieja palabra, olvidada y menospreciada: imperios (como nos sugieren Robert Kaplan o Elvira Roca). Pero hablo también de otros países más «pequeños», pero enormes si se comparan con los viejos países europeos: Indonesia (280 millones de habitantes), Pakistán (220), Brasil (212), Nigeria (206), Bangladés (160).
Más convergencia tecnológica
Este desequilibrio demográfico entre el Este y el Oeste no tendría excesiva importancia si Occidente conservara el monopolio sobre la tecnociencia del que ha venido disfrutando desde la revolución científica del siglo XVII. Tecnociencia que fue el motor de la Revolución Industrial y de la posterior europeización del mundo. La máquina de vapor y el ferrocarril, el motor de combustión, el telégrafo, por no hablar de los fusiles o las ametralladoras, impulsaron la hegemonía total de Europa de modo que, a finales del siglo XIX más del 75 % del territorio mundial, bien era Occidental o se hallaba bajo soberanía de países occidentales.
Pero ya no es así y, en paralelo con la divergencia demográfica se ha producido una profunda convergencia tecnológica, que es la segunda y principal causa de esta gran transformación.
La razón es muy sencilla: copiar es mucho más fácil que inventar. Lo segundo requiere tiempo, recursos y esfuerzo; lo primero es casi innato. Los humanos llevamos milenios copiándonos pautas de comportamiento más eficaces, ya sea para cazar, pescar, cultivar la tierra, domesticar animales o construir ciudades, ejércitos y Estados. Y seguimos haciéndolo. Los antropólogos tienen un nombre preciso para esa pauta de comportamiento: difusión. Y de eso se trata, de la difusión mundial de tecnologías de todo tipo. Ya hubo una difusión casi global de tecnologías agrícolas durante la llamada revolución del Neolítico.
Y hubo una segunda difusión de tecnologías industriales, aunque limitada al marco occidental. En 1986, y a partir de los datos históricos de Angus Maddison, el economista americano William J. Baumol, en un importante trabajo publicado en la American Economic Review, mostró cómo las economías euroamericanas de la segunda posguerra (las del ya viejo G7) habían convergido hacia la del líder (la americana), hasta casi igualarse entre 1870 y 1970. Estados Unidos y Gran Bretaña, que en 1900 eran los países líderes, habían sido atrapados por Alemania, Francia, Italia e, incluso, Japón, y hacia 1970 las diferencias de renta per cápita entre unos y otros eran mínimas. Todo ello debido a que, después de quince siglos de productividad estable, esta creció en escasas décadas un 1.150 % en los dieciséis países líderes del proceso industrializador. Unos copiaron a los otros, y todos ganaron.
Baumol hablaba ya del peso o dificultad creciente del liderazgo (penalty of taking the lead), del coste de inventar, tarea laboriosa, con grandes riesgos, y frecuentes fracasos. Pero también viceversa, de las ventajas de llegar el último a las innovaciones. Pues al último le basta copiar la tecnología del más avanzado, saltando en pocas décadas de la retaguardia a la vanguardia tecnológica, lo que le permite crecer rápido. Es más fácil transferir innovaciones (copiar) que producirlas (inventar). Y Baumol añadía algo muy importante y raramente valorado: por innovaciones entendía no solo la tecnología y sus productos, ya sean el motor de vapor o las TIC, sino también las buenas prácticas o las buenas políticas. Y desde luego lo son casi siempre las prácticas culturales o institucionales: el Estado, la Administración, el rule of law, la contabilidad de doble entrada, las hipotecas, etc. No es casualidad que todos los países del mundo dispongan hoy de un boletín oficial que recoge las leyes y normas de obligado cumplimiento, una tecnología —blanda, el derecho— de gestión de sociedades complejas absolutamente imprescindible. Unas y otras innovaciones (de hardware o de software) son, en buena medida, bienes públicos, disponibles para quien quiera hacer uso de ellos.
El resultado neto de esas transferencias de tecnología es una brusca mejora de la productividad de quienes las reciben. El PIB de un país, su poder económico, es resultado de la productividad per cápita multiplicado por el número de sus trabajadores. Y así, incluso con productividades bajas —muy inferiores a la de los Estados Unidos— China, con más de 1.400 millones de habitantes, es una low productivity superpower, un superpoder de baja productividad se ha escrito. Bastaría con que la mitad de los trabajadores chinos alcanzaran la mitad de la productividad del trabajador americano para que el PIB agregado superara el de Estados Unidos. Se puede ser potencia con los pies de barro. Otro tanto ocurre con la India, que ha sobrepasado ya a Inglaterra y a Japón (en PPA).
Pero si la productividad del trabajador crece, y tiende a homogeneizarse con el trabajador más productivo, la riqueza global de un país pasa (tendencialmente) a depender del volumen de la población. Si un país o región es el 7 % de la población mundial, será cada vez más difícil que sea al tiempo el 30 % o el 20 % del PIB global, como eran los Estados Unidos o la UE hace pocas décadas. China ya ha alcanzado casi esa situación de equilibrio pues, siendo el18 % de la población mundial, es ya el 18 % del PIB. En el extremo opuesto, la Unión Europea de los veintisiete genera actualmente el 15 % del PIB, pero se estima que será menos del 9 % para 2050. Para entonces, solo los Estados Unidos (y quizás China) serán capaces de generar un porcentaje del PIB mundial claramente superior al que representa su población.
De este modo, tras la gran divergencia de productividades y riquezas durante los años de la Revolución Industrial (con la población al Este y la riqueza al Oeste), parece que nos encontramos ante una gran convergencia mundial que las crisis económicas como la Gran Recesión, e incluso la pandemia de la COVID-19, no han hecho sino acelerar. La manifiesta superioridad económica de Occidente, base de su superioridad militar y geopolítica, está siendo rápidamente erosionada por el efecto conjunto de la divergencia poblacional y la convergencia tecnológica.
Y el declive de Occidente
Economía y poder La economía es un juego de suma positivo; todos podemos ganar o perder al tiempo. Y las últimas décadas han presenciado una gran ganancia colectiva pues la globalización, causa de la convergencia, ha permitido el crecimiento de muchos países. Una dinámica positiva que, a pesar de todo, continúa. El final del pasado siglo y el comienzo de este —hasta la Gran Recesión del 2008—, ha habido un notable progreso en el mundo en casi todas las dimensiones, y los datos lo avalan. La esperanza de vida se ha doblado hasta más de setenta años; la democracia y la libertad se han extendido a numerosos países; la pobreza ha descendido; la clase media ha crecido; la educación se ha generalizado. Y aunque la desigualdad dentro de los países (ricos o pobres) ha crecido, ha decrecido cuando se mide en el mundo en su conjunto. Todos hemos ganado aunque, como suele ocurrir, unos más que otros. Un indicador sintético como el Índice de Desarrollo Humano que elabora Naciones Unidas, lo acredita.
Pero el poder es un juego de suma cero, agónico. Es una relación de fuerzas, no un número absoluto, de modo que, si uno gana poder, los demás lo pierden relativamente. Y la emergencia de nuevos poderes en el mundo reduce el poder relativo de Occidente en la misma medida. No estamos ante una decadencia absoluta, y menos ante un «hundimiento» de Occidente, como predijo Spengler hace ya más de un siglo. Estados Unidos tiene muchos activos y, aunque tenga también serios problemas internos, seguirá siendo una gran potencia sin rival muchas décadas. Cierto que ya no se puede decir que «nada se puede hacer sin los Estados Unidos», pero sigue siendo cierto que poco se puede hacer contra ellos y siguen siendo la «nación indispensable» (Madelaine Albright). Y la Unión Europea, que no es un poder geopolítico, sí lo es económico, jurídico (regulador) y «blando» (soft power). El atractivo del bloque occidental sigue intacto, y los emigrantes de todo el mundo lo certifican votando «con los pies»: nadie quiere emigrar a Rusia o China, por no mencionar Cuba o Venezuela, pero todos quieren emigrar a la UE o los Estados Unidos. Es más, hay una poderosa occidentalización cultural e institucional del mundo, incluso en el terreno de la sensibilidad, y sigue siendo cierto que modernizarse es, en gran medida, occidentalizarse (Lipovetsky).
Pero sí estamos ante una clara pérdida de su hegemonía, cuyo cénit fue la caída de la URSS en 1991 y los gloriosos años 90. China comienza a estar en condiciones de retar a los Estados Unidos, que ha abandonado ya la voluntad de ser policía del mundo, y el vector de sus relaciones recíprocas (geopolíticas, económicas o tecnológicas) articula las relaciones internacionales todas en la llamada «trampa de Tucídides»: el juego agónico entre una potencia ascendente y otra descendente, y la tentación de la última de hacer la guerra antes de ser sobrepasada (Graham Allison). Los historiadores han acreditado más de una docena de casos reales de «trampas de Tucídides»; la mayoría acabaron en guerras. Una enseñanza que no debemos obviar.
Pero fascinados por esa tensión, hemos olvidado otras potencias menores, como Rusia, un país que aprovecha las oportunidades que se le abren para ganar protagonismo. Una potencia regional dijo Obama de Rusia, para gran enfado de Putin. Cierto, no es una potencia global, sino regional aunque, desgraciadamente, en nuestra región. Y la invasión de Ucrania es una suerte de Aleph borgiano o analizador a través del que podemos vislumbrar todas las tensiones acumuladas en las dos últimas décadas. Tensiones que, como ocurre siempre, acaban aflorando por su eslabón más débil.
La debilidad causó la invasión de Ucrania
La hegemonía liberal empezó a deteriorarse a finales del pasado siglo y se hizo evidente ya el 11S del 2001 con el doble atentado: a las torres gemelas, símbolo de la globalización y el comercio mundial, símbolo del soft power occidental; y atentado al Pentágono, símbolo del poder duro occidental. Escribí entonces (con resonancias bíblicas) que habíamos entrado en el siglo XXI «bajo puertas de fuego», las de las dos torres ardiendo, una metáfora que robé a Kofi Annan y que utilicé como título de un libro. Así pues, del 11S del 2001 al 24 de febrero del 2022, lo que fue un mero aviso a la hegemonía ha pasado a ser un claro indicio de declive, más el fin del comienzo que el comienzo del fin.
Hegemonía liberal hoy amenazada por Rusia, apoyada por no pocos países (autocráticos, o no, todos los que se han abstenido en la Asamblea General de la ONU), y sin duda por China, que permanece expectante, aunque no neutral, y que es el verdadero reto. Pues desde una perspectiva global esta es una guerra adelantada, por proxy, entre las dos grandes potencias que se disputan la hegemonía de este siglo XXI: China y USA. Y no son pocos quienes la consideran ya como un primer acto o preámbulo de esa confrontación. Una guerra en el escenario europeo pero que no se puede entender sin incorporar —como hemos hecho anteriormente— el escenario principal de tensiones globales. Las cadenas se rompen siempre por su eslabón más débil y este no se halla en el Indopacífico, donde se enfrentan los dos gigantes antes aludidos (contradicción principal), sino entre la UE y Rusia en el territorio de Ucrania, en una contradicción secundaria. Al igual que ocurría en la Guerra Fría, en la que jamás se enfrentaron directamente la URSS y los Estados Unidos (salvo en la crisis de Cuba), pero sí lo hicieron en muchos otros escenarios, ya fuera en Asia, en África o en América latina.
Dos citas para comenzar a entender la invasión. Una de Putin: tras la Revolución Naranja en Ucrania en el 2005, Putin aseguró que el colapso de la URSS fue «la gran catástrofe geopolítica del siglo XX». Es decir, lo que nosotros percibimos como el gran triunfo del orden liberal él —y muchos rusos— lo percibe como una gran catástrofe. Y dos: la ya mencionada cita de Obama «Rusia es una potencia regional, no global».
Pues bien, la invasión de Ucrania pretende resolver las dos cosas: demostrar que Rusia es, de nuevo, una potencia global que habla de tú a tú con EE. UU.; y deshacer la catástrofe geopolítica recobrando al menos cierta área de influencia regional.
Esta guerra/invasión es así un catalizador de las tensiones acumuladas en las tres últimas décadas: entre Rusia y la UE; entre Rusia y la OTAN; de Occidente con China; de las autocracias con las democracias; de los hombres fuertes con las instituciones; del multilateralismo con potencias westfalianas. En última instancia de Kant con Hobbes. Y marca el final de la posguerra fría y el nítido inicio de una era de tensiones entre grandes potencias en un mundo claramente neowestfaliano.
Un declive que se manifiesta claramente en nuestra incapacidad para articular una disuasión creíble frente a la amenaza de Putin, amenaza constatada durante muchos meses con un despliegue de más de 200.000 soldados, y en absoluto imprevista. Una guerra que no hemos sabido parar, una guerra que podíamos y debíamos impedir y que, sin la menor duda, la hubiéramos impedido hace veinte años. Una guerra que se desata tanto por nuestra debilidad como por su (nada notable) fuerza.
Efectivamente, si el presidente Biden hubiera mantenido la incertidumbre sobre el posible uso de la fuerza, en lugar de asegurar —una y otra vez—, que la OTAN no intervendría, lo que era tanto como darle luz verde a la invasión. Y si la UE y EE. UU. hubieran puesto encima de la mesa las duras sanciones que finalmente aprobaron, pero un par de meses antes, ¿habría recapacitado Putin? Las presiones de los oligarcas, de los empresarios rusos, de los mismos militares, ¿habrían cambiado el curso de la historia? Nunca lo sabremos, pero lo evidente es que no fuimos capaces de articular una disuasión creíble y más bien, durante muchas semanas, parecíamos —perdón— pollos sin cabeza charloteando alocadamente sin concretar nada. La paradoja de la disuasión es que solo mostrando la firme voluntad de hacer la guerra esta se consigue evitar. Si vis pacem para bellum. Pues bien, hemos hecho más bien lo contrario: mostrar nuestra firme voluntad de no prepararnos para combatir hasta que ese se ha vuelto inevitable.
Pero Occidente no solo pudo parar la guerra sino que, desatada esta, puede e incluso debe intervenir. Puede hacerlo pues, aunque Ucrania no es miembro de la OTAN, esta puede actuar fuera de área (out of area), como lo hizo en Afganistán. Y es más, debe intervenir, al menos por tres razones.
Primera: la Federación Rusa, al firmar en 1994 con el Gobierno de Kiev (y con las garantías de americanos y británicos y, más tarde, de franceses y chinos), el llamado Memorándum de Budapest, se comprometía a garantizar la integridad territorial y la independencia política del nuevo Estado. A cambio, los ucranianos cedían a Rusia los armamentos y dispositivos nucleares que la URSS había desplegado en el territorio ucraniano (por entonces el tercero del mundo). Ninguno de los firmantes ha cumplido el compromiso —y sin duda Ucrania estará arrepentida de aquella decisión—, incumplimiento que mina la credibilidad de tratados, alianzas y compromisos formales.
Dos: la Revolución Naranja del 2004 y el posterior Euromaidán del 2013 se desataron por la voluntad de los ucranianos de pertenecer a Occidente y la UE, voluntad que nosotros hemos incentivado y animado. Tampoco hemos correspondido a ese compromiso moral.
Y tres: la misma invasión es consecuencia de la (¿irresponsable?) promesa que Bush hizo en 2008 en la Cumbre de Bucarest, de que Ucrania (y Georgia) entrarían en la OTAN, promesa que dejó a ambos países en tierra de nadie; sin el apoyo de la OTAN, pero en el punto de mira de Rusia. Una promesa irresponsable a la que se opuso la comunidad de inteligencia americana (como ha revelado recientemente Fiona Hill, del National Security Council).
Así pues, Ucrania ha confiado y creído en EE. UU., en el Reino Unido, en la UE y en la OTAN. Y les hemos fallado en la disuasión. Los hitos profundos de ese declive, que ahora aflora en términos geopolíticos, son las guerras de Irak, Libia, Siria, Georgia, Crimea, y claramente el fiasco de la retirada de Afganistán (de nuevo santuario de Al Qaeda). En todas ellas Occidente (es decir, EE. UU. y/o la UE), no han estado a la altura, abriendo espacios de oportunidad que Putin ha sabido aprovechar.
De hecho, la UE lleva ya décadas mostrándose incapaz de estabilizar ninguna de sus dos fronteras: ni la del este (desde los Bálticos a los Balcanes y el Cáucaso) ni siquiera la del sur, la del Mediterráneo, incapaz por sí sola de estabilizar países vecinos como Libia o Siria, por no mencionar Túnez. Mientras la UE se ampliaba, más que países vecinos tenía clientes candidatos a la incorporación, y su frontera del este era blanda y amigable. Pero con la ampliación esto ya no es así y ahora tiene que ser capaz de estabilizar verdaderas fronteras. La UE tenía clientes y era un poder blando productor de seguridad; ahora tiene enemigos del otro lado.
Europa (la UE) apostó por la paz liberal, la paz por interdependencia, no solo de los Estados sino de las sociedades. Se afirmaba —y no sin razón— que los clásicos conflictos interestatales estaban dando paso a amenazas transnacionales, como el cambio climático, las migraciones masivas o la proliferación nuclear y, más adelante, las pandemias. Problemas que requerían la cooperación internacional en lugar de la competencia. Deberíamos dejar atrás una visión del mundo estatocéntrica —que lo percibe a través del filtro cognitivo de los 193 o 200 Estados que, como en un gigantesco puzle, se distribuyen el territorio del globo—, para descender a la realidad de las sociedades y las personas subyacentes. Además, el «suave comercio» dulcifica las costumbres de los hombres y los vuelve civilizados, decía Montesquieu. Se apostó así por el soft power de la economía, el comercio y la cultura, por la Ostpolitik, articulando todo tipo de interconexiones energéticas, tecnológicas, financieras o comerciales con Rusia. No solo Alemania, también los Bálticos, Italia, Polonia, Hungría y muchos otros dependen de ese comercio, que hoy tenemos que resetear. Una estrategia, la del engagement y la interconexión que, claramente, ha fallado con Rusia (lo que nos pone en preaviso frente a China).
Creo que, siendo sinceros, debemos reconocer (al menos yo lo hago) que era una estrategia razonable que, en todo caso, debía intentarse. Fue la estrategia de construcción de la misma UE: crear solidaridades de hecho, intereses cruzados, de modo que la economía tirará de la política y asegurará la paz. Como lo hizo —con éxito— en Europa occidental, vinculando Francia y Alemania. Podemos criticar hoy aquella estrategia (y a Angela Merkel) pero, en su momento, parecía la vía adecuada para integrar a la nueva Rusia después de 1991.
Pero no siempre los intereses materiales priman sobre las ideologías y los nacionalismos. Los humanos no somos solo actores racionales que maximizan su bienestar inmediato, una creencia paradójicamente sostenida al tiempo por el liberalismo (homo oeconomicus) y el marxismo (primacía de la «infraestructura»), con lenguajes distintos. Pero no es la economía, es la política, estúpido, podríamos decir.
El fracaso de la estrategia de incorporación de Rusia pone de nuevo de manifiesto la enorme importancia que tienen las ideologías, una variable ya casi olvidada. Pero ideología, y no intereses, es lo que movilizó a Hitler o a Mussolini, y la hemos visto aflorar en el terrorismo etarra o en el yihadista, como también en el nacionalismo catalán y, de nuevo, en el neonacionalismo paneslavo ruso. Y el nacionalismo, como nos advirtió Mitterrand, es la guerra.
Cabe preguntarse si Europa hubiera podido desarrollar esa estrategia blanda de no ser porque Estados Unidos seguía confiando en el poder duro, y la respuesta es, evidentemente, negativa. Hemos sido —y seguimos siendo— gorrones (free riders es el término técnico) de la seguridad que nos ofrece (gratis) el contribuyente americano, gastando en defensa menos de un 2 % de nuestros PIB mientras EE. UU. gasta más de un 4 %. Pero levanta ese paraguas protector que ofrece el «gran hermano» y Putin estaría invadiendo, no Ucrania, sino los Bálticos, Polonia o Hungría.
¿Rusia tiene razón?
No son pocos los occidentales que sostienen que en la invasión rusa tenemos al menos parte de la culpa. Por ello el diplomático George Kennan, el autor del «largo telegrama» que conceptualizó la Guerra Fría, definió la expansión de la OTAN al este como «el error más fatídico de la política exterior de EE. UU. desde el final de la Guerra Fría», para añadir: «No había ninguna razón para hacer esto. Nadie estaba amenazando a nadie». John Mearsheimer, de la Universidad de Chicago, y un referente mundial en relaciones internacionales, también se opuso a la ampliación de la OTAN, al igual que el entonces subsecretario de Estado, Strobe Talbott, y el mismo Henry Kissinger, aunque ambos cambiaron de posición más tarde.
La «empatía» con ese país debería habernos hecho recapacitar sobre su punto de vista. Se alega que Rusia es un país sin fronteras naturales, ni al este ni al oeste, y puede ser fácilmente invadido por la llanura / corredor que va de Normandía a Moscú cruzando Francia, Alemania, Polonia, el norte y sur de las marismas de Pripet, y Bielorrusia. Y efectivamente, ha sido invadida por mongoles, suecos, lituanos, franceses o alemanes. Rusia es la gran potencia continental del mundo (como EE. UU. es la gran potencia naval); doce husos horarios, separando oriente de occidente. Un país que carece de puertos de aguas templadas salvo Crimea, en el mar Negro, pero con salida por el estrecho de los Dardanelos, controlados por Turquía; sus otras salidas al mar son por aguas del Ártico o en el Báltico cruzando ahora los estrechos de Dinamarca. Rusia –se alega–, necesita «profundidad estratégica», un argumento ruso (no de Putin), y ya Catalina la Grande (1729-1796) aseguraba que «la única manera de defender mis fronteras es expandiéndolas». La sensación de estar «cercados» —a pesar de su inmenso tamaño— y de necesitar «profundidad estratégica» para sentirse seguros, es algo propio de la mentalidad rusa, que la Guerra Fría no habría hecho sino acrecentar.
Puede que llevar las fronteras de la OTAN a las mismas fronteras de Rusia no tuviera en cuenta la sensibilidad de ese país, que careciéramos de empatía, y quizás podríamos haber buscado fórmulas para garantizar la seguridad de esos países sin necesidad de integrarlos en la OTAN. A mayor abundamiento, puede que hubiera entendimientos verbales (o no) de que la OTAN no se iba a mover «ni una pulgada» hacia el este, como al parecer le dijo el secretario de Estado americano James Baker a Gorbachov el 9 de febrero de 1990.
Pero reconocer el argumento es tanto como aceptar lo que Brezhnev llamaba «soberanía limitada» de los países que ofrecerían esa profundidad, para constituir un círculo de vecinos vasallos sometidos a Rusia. Países que son soberanos, que ellos también han sufrido invasiones —pero en este caso de Rusia—, y que han buscado cobijo frente a ese riesgo evidente, riesgo que la invasión de Ucrania no hace sino confirmar.
Cabe también alegar que no hicimos lo suficiente en la tarea de seducción de Rusia, aunque creo que se intentó con tesón, y ahí está la Ostpolitik alemana y el Nord Stream 1 y 2 para demostrarlo. Las conexiones energéticas y la dependencia europea del gas y el petróleo ruso eran un gesto claro de confianza, como lo eran las interconexiones tecnológicas, comerciales o financieras, y la mano tendida a Rusia en la misma OTAN. Que nada menos que el excanciller de Alemania entrara a formar parte del consejo de la petrolera rusa Gazprom era todo un mensaje de apertura y de buena voluntad hacia Rusia.
Pero también puede que, a la postre, Rusia no está interesada en ser una pieza más de Europa, que rechaza esa inclusión en un paraguas mayor que percibe como un abrazo mortal de Occidente que diluye su identidad. Se ha dicho —y hay sondeos que lo acreditan— que, preguntados los rusos si son europeos o asiáticos, la mayoría responde que ni lo uno ni otro: «somos rusos», responden. Y no olvidemos que Rusia es una de las fronteras del occidente europeo, a medio camino entre Europa y Asia, y siempre ha tenido tentaciones eslavófilas y antieuropeas, que son hoy hegemónicas en el discurso oficial de ese país.
En todo caso, son lamentos a destiempo. Puede que Rusia tenga razones pero sin duda no tiene razón. Ha sido Rusia quien ha invadido Ucrania sin provocación alguna. La ampliación de la OTAN tampoco amenaza a Rusia; es defensiva, no ofensiva, y lo que nos une no es tanto el amor sino el espanto (Borges) y el miedo a un vecino claramente agresivo. Recordemos que la URSS cayó por implosión interna, no por agresión. Y recordemos que la llamada «Doctrina Gerasimov», oficial en Rusia, implica el uso de medios no militares con métodos híbridos como forzar la emigración masiva para desestabilizar países, la utilización de ejércitos privados como la Wagner (con fuerte penetración en África), la manipulación informativa, e incluso el asesinato. Doctrina Gerasimov que se usó en la toma de Crimea. Con éxito, por cierto. Y es Rusia quien rompe su compromiso con el Memorándum de Budapest del 1994 en una guerra ideológica, motivada por fantasías, fantasmas, delirios nacionalistas, y carente por completo de racionalidad y justificación. En este sentido la comparación con la invasión de Polonia por Hitler, otra guerra ideológica por nacionalismo, es adecuada.
Una guerra basada en errores
La comparación es adecuada también en el sentido de que, como casi todas las guerras provocadas, esta es producto, no solo de la maldad de las intenciones, sino de la ignorancia y torpeza de la ejecución. Pues Putin, a quien se le tiene por un astuto jugador de ajedrez educado en el realismo político maquiavélico, ha malinterpretado todo, como hizo Hitler al invadir Polonia primero y Rusia después.
Y quizás el primero y principal error es minusvalorar la fortaleza de los países libres, un error común a todas las autocracias del mundo, pasada y presente. Putin ha calculado que tenía ahora una ventana de oportunidad que durará solo un par de lustros. El precio del gas y del petróleo va a ir a menos por las nuevas energías renovables. Rusia tiene unas reservas de más de medio billón de dólares, que ha preparado para la ocasión, y puede pedir prestado el dinero que necesite para la guerra puesto que su deuda pública es muy baja (un 20 % del PIB) y la guerra no costaría más que entre el 5 % y el 6 % del PIB al año.
Al tiempo, Estados Unidos tiene un presidente débil, una sociedad dividida, y está focalizada en China y el Indopacífico. La UE por su parte, sin política exterior y sin autonomía estratégica, está capturada por la necesidad del gas ruso. Macron, contemporizador, propone que la UE «debe llevar su propio diálogo» con Rusia. Italia, capturada por Rusia y por China (Ruta de la Seda), se esconde detrás de Alemania. Sin mencionar a Hungría. Finalmente, la brutal guerra de Chechenia (2000) aupó a Putin en la opinión pública rusa, y las guerras ilegales de Georgia (2008) o Crimea (2014) no encontraron prácticamente respuesta de Occidente. Putin ha pensado que «ahora o nunca».
Pero sus cálculos han sido erróneos. Para comenzar, ha malinterpretado la voluntad de los ucranianos de ser independientes, y el heroico liderazgo de Zelenski, un cómico que ha resultado ser un gigante de la comunicación, ha ganado la guerra del relato. Los ucranianos combaten en casa y no tienen alternativa a hacerlo, y el defensor tiene siempre una notable ventaja (de tres a uno, dicen los expertos) sobre el invasor.
Putin ha malinterpretado también la preparación del Ejército ucraniano, que nada tiene que ver con el que Rusia encontró cuando invadió Crimea en el 2014. La variable bélica más difícil de interpretar, la llamada will to fight, voluntad de combatir de los ucranianos, fue minusvalorada, no solo por los rusos, también por la inteligencia americana, que esperaba que Kiev cayera en pocas semanas. Putin ha malinterpretado también la solidaridad de Occidente con Ucrania, rompiendo — al menos de momento— la lógica de Chamberlain: las democracias —decía el político inglés de Checoslovaquia— «encuentran muy difícil ubicarse en una querella en un país lejano entre gentes de las que no saben nada». Chamberlain tenía razón cuando hablábamos de la guerra civil en Irak, en Siria o en Libia, pero las imágenes de los millones de ucranianos huyendo de las tropas rusas sí han encontrado eco en las poblaciones y la opinión pública europea. «Son como nosotros», ha sido el mensaje, mujeres y niños iguales a ti y a mí. Es injusto y puede que incluso racista, pero comprensible; no es un ajeno y remoto «otro» perteneciente a otra cultura sino, al contrario, alguien como nosotros y que, bruscamente, y sin motivo, se encuentra en un refugio protegiéndose de bombas termobáricas de última generación que le roban el aire para respirar. La solidaridad de muchos países (Polonia en la vanguardia) con los refugiados ucranianos ha sido ejemplar, contrastando con el rechazo a la oleada del 2015 de población oriental que solo encontró un abogado en Angela Merkel.
Y sobre todo, Putin y su Estado Mayor han malinterpretado la preparación del ejército y la fuerza área rusas, a la postre un «ejército Potemkin», un ejército más de revista y desfile que de combate, el ejército corrupto que cabe esperar de una sociedad corrupta. Con material de mala calidad, una logística deplorable (pero solo a pocos cientos de kilómetros de su país), con tácticas anticuadas, una moral lamentable y un mando incompetente, que ni siquiera ha sido capaz de controlar el espacio aéreo. Un ejército que solo sabe avanzar devastando el terreno con su superior fuerza de artillería practicando una destrucción total de personas, bienes e infraestructura y, en todo caso, cometiendo innumerables crímenes de guerra, que se aproxima al genocidio. Y que ha fallado por completo en su primera ofensiva para tomar Kiev y ha sido obligado a retroceder en la segunda ofensiva en el este de Ucrania y de nuevo en la tercera abandonando la ribera derecha del Dniéper. Un fracaso bélico que liquida el prestigio de su ejército y que sin duda redundará en las ventas de la potente industria militar rusa.
Lo que confirma la opinión de Obama: Rusia es una potencia regional sobrevalorada, cuyos casi únicos activos son los miles de cabezas nucleares de que aún dispone y, sin duda, su capacidad para chantajear manipulando el gas y el petróleo. Con una demografía desastrosa que pierde casi un millón de habitantes al año pero tiene que ocupar un territorio que es treinta veces España; una economía solo un poco superior a la de Italia, basada casi por completo en el monocultivo del gas y el petróleo, controlada por la élite de los llamados «oligarcas» y con una desigualdad obscena; y un Estado que es una «cleptocracia petrolera» (en expresión nada menos que de Noam Chomsky) presidido por un asesino, que más parece un sultanato oriental que un verdadero Estado. El mismo Putin, a ojos de un occidental, ofrece el perfil de un villano perfecto, que parece salido de una película de James Bond. Si Rusia gozaba de poco prestigio y nulo soft power ese poco lo ha malversado en la torpe invasión de su vecino.
Con consecuencias contrarias a los objetivos
Desconocemos los verdaderos objetivos de Putin pues los explicitados (denatsifikatsia o desnazificación, y demilitarizatsia o desmilitarización), carecen de la mínima credibilidad y más parecen una proyección de sus propios proyectos. Pero podemos intuirlos por otras declaraciones y, sobre todo, por la historia. Desde luego evitar que Ucrania pueda llegar a entrar en la OTAN y, sobre todo, evitar que acabe siendo una democracia próspera incorporada a Occidente. Sin duda también, hablarle de tú a tú a Estados Unidos (como le recordó Putin a Macron; «tú no eres interlocutor») y darle una lección a quienes piensan que Rusia es una «potencia regional». Y en última instancia forzar una nueva arquitectura de seguridad europea con áreas de influencia, regresando a 1991. Pero la verdadera razón es el nacionalismo ruso, que retorna al viejo imperialismo zarista encarnado por Pedro el Grande, su sucesor la Rusia soviética, y su encarnación actual: Vladimir Putin.
En todo caso, lo que está consiguiendo es justo lo contrario de lo que desea. Putin puede ganar la guerra pero, con seguridad, ha perdido ya la paz y, si su objetivo era absorber Ucrania, más bien la ha alienado durante generaciones y no podrá sentarse sobre las bayonetas.
Putin pretende hacer Rusia grande y demostrar que es una gran potencia, pero la ha dividido internamente, ha liquidado su economía, ha liquidado su reputación y la hace caer bajo la órbita de China, que pasa a controlar Eurasia (anunciando tensiones futuras con la India, el gran árbitro geopolítico del siglo XXI). Incluso es dudoso que, después de la guerra, Rusia pueda ser considerada potencia «regional» pues ha externalizado su soberanía estratégica en China de modo que ya no es posible seguir el consejo de Kissinger al final de la Guerra Fría (mantener con China y Rusia una distancia geopolítica menor que la que estos países mantienen entre sí), pues la alianza con China es asimétrica y Rusia ha caído bajo la órbita de Oriente.
Putin pretende expulsar a EE. UU. de Europa, pero consigue justamente lo contrario: trae a EE. UU. de nuevo al escenario europeo, del que pretendía zafarse para centrarse en el Indopacífico. Pretende debilitar la OTAN que estaba «obsoleta» (Trump) o en «muerte cerebral» (Macron), pero la revitaliza, como ha quedado claro en la cumbre de Madrid con la incorporación de Suecia y Finlandia y la entrada de Dinamarca en la política de seguridad y defensa. Pretende debilitar y dividir la UE, pero la une y refuerza cancelando el debate sobre su «autonomía estratégica» al tiempo que incentiva el gasto militar en todos los países con un apoyo inusitado en la opinión pública que, en pocas semanas, ha pasado de ser anti-OTAN y antigasto militar a sostener exactamente lo contrario (lo veremos después).
Pero si de las consecuencias inmediatas pasamos a las mediatas el panorama se ensombrece. Para Europa, una profunda crisis económica generada por el precio de la energía que no tiene fácil sustituto. Para Ucrania, la destrucción y devastación del país y probablemente su partición, con un irredentismo secular del oeste hacia el este, perdido por conquista. Y para Rusia la ruina económica con huida de empresas y ciudadanos más preparados, un total retroceso político desde el iliberalismo al totalitarismo en una segunda estalinización, ya en marcha. Rusia queda aislada del mundo en información, comercio, finanzas y tecnología, como en una burbuja, y sin casi aliados. Y la desoccidentalización implica la paralela «asianización» de Rusia, que se desconecta de Europa para pasar a depender del gigante chino. Finalmente, Putin, aprendiz de Pedro el Grande, pasa a ser un paria internacional (y previsiblemente será juzgado por crímenes de guerra). Y no es impensable la emergencia en Europa de un nuevo telón de acero político (democracias/autocracias), económico (con dos mercados separados) y geopolítico, con China como telón de fondo.
Sin embargo, un objetivo que Putin sí ha conseguido es reforzar su control del gobierno y la sociedad rusa hasta el punto de que no pocos analistas hablan ya de un nuevo fascismo. Y de nuevo la comparación con Hitler es adecuada. En 1943 Hitler le dijo a Goebbels que «la guerra hizo posible para nosotros la solución de toda una serie de problemas que nunca podrían haberse resuelto en tiempos normales». Y al igual que el dictador alemán Putin ha aprovechado (¿provocado, quizás?) la guerra para imponer una dictadura total cancelando por completo cualquier atisbo de libertad.
Timothy Snyder, de la Universidad de Yale, en un ensayo publicado en el New York Times asegura: «Debemos decirlo. Rusia es fascista». Para añadir: «La gente no está de acuerdo, a menudo con vehemencia, sobre lo que constituye el fascismo, pero la Rusia de hoy cumple con la mayoría de los criterios». Boris Nemtsov, opositor al régimen asesinado por Putin junto al Kremlin, advirtió poco antes de su muerte que «Rusia se está convirtiendo rápidamente en un Estado fascista». Y desde luego la media esvástica «Z» con la que se ha marcado los tanques, pero que se ha transformado en un símbolo ubicuo, tiene resonancias siniestras. Como las tienen los honores y elogios oficiales al heroísmo y valor de la brigada militar que llevó a cabo todo tipo de horrores en Bucha.
Una deriva en absoluto encubierta pues es proclamada por los dos pensadores oficiales del actual régimen: Ivan Ilyn y Aleksandr Duguin. Putin ha elogiado un texto del pensador fascista y eslavófilo ruso Ivan Ilyin (1883-1955) «Qué significaría para el mundo el desmembramiento de Rusia», escrito en 1950, así como su libro Nuestras tareas (1945), en el que consideraba el fascismo como un «fenómeno necesario e inevitable... basado en un sano sentido de patriotismo nacional». Nuestras tareas fue recomendado por el Kremlin para los funcionarios estatales en 2013.
El neofascismo ruso se percibe aún más claramente si analizamos las ideas del otro oscuro (y casi ocultista) pensador que anima al actual dictador de ese país: Aleksandr Duguin. En su libro Fundamentos de geopolítica. El futuro geopolítico de Rusia (1997) — de lectura obligada en la escuela de Estado Mayor de Rusia— y en el posterior Proyecto Eurasia (2014), Duguin propone un «imperio euroasiático» impulsado por «una alianza turco-eslava en la esfera euroasiática», opuesto al atlantismo y globalismo occidental que debe generar un orden mundial multipolar. El imperio continental ruso no puede sino oponerse al imperio marítimo americano, con su aliada el Reino Unido. Y ya en 1997, en su artículo «Fascismo: sin fronteras y rojo», proclamó la llegada a Rusia de un «fascismo genuino, verdadero, radicalmente revolucionario y consecuente», tarea que debe realizar Putin: «No hay más opositores al rumbo de Putin —afirma— y, si los hay, son enfermos mentales y hay que enviarlos a un examen clínico. Putin está en todas partes, Putin lo es todo, Putin es absoluto, y Putin es indispensable». En ese marco un Estado ucraniano «no tiene sentido geopolítico», animando a los rusos a «matar, matar, matar» a los ucranianos. Que Duguin haya virado tras la retirada rusa de Jersón para atacar al autócrata Putin recomendando su sacrificio es la lógica consecuencia de su fascismo profundo. Como señalaba The Economist, Putin ha «adoptado métodos y pensamientos fascistas». Para concluir: «Hasta ahora, Putin no ha logrado derrotar a Ucrania. Pero ha logrado derrotar a Rusia».
El vuelco al realismo en la opinión pública europea
Como señalaba anteriormente, después de 1991 y la caída de la URSS, los analistas (especialmente europeos) estimaron que el realismo ya no era relevante. «Totalmente absurdo hoy en día» le dijo el profesor de Harvard, Stanley Hoffmann, a Thomas Friedman del New York Times en 1993. Bill Clinton, entonces candidato a la presidencia, había rechazado un año antes «el cálculo cínico de la política pura del poder». Fueron los «rugientes noventa» (Stiglitz), en los que se cobraba el dividendo de la paz y la democracia política y su correlato, la economía de mercado, se extendían por el mundo como una mancha de aceite, incluso en Rusia y China. Estábamos en el fin de la historia (Fukuyama).
Robert Cooper ha identificado recientemente tres tipos de paz posibles. Una es la paz por equilibrio de poderes, como la que tuvimos en el siglo XIX tras el Congreso de Viena de 1814 o durante las largas décadas de la Guerra Fría. Una paz tensa, y notablemente caliente en no pocas zonas, pero paz al fin.
La segunda es la paz por hegemonía de un poder, de la que disfrutamos tras la caída por implosión de la URSS y el triunfo de Occidente, entonces considerado definitivo. La larga historia de imperios mundiales o regionales acredita la capacidad de estos para garantizar la seguridad en amplios espacios terrestres y durante periodos considerables.
La tercera es la paz liberal, por entrelazamiento de intereses, que había sido el modelo para pacificar Europa occidental y podía también servir para Europa oriental, Rusia incluida. Un modelo que marcaba las relaciones internacionales de la UE y se ajustaba al natural pacifismo europeo heredado de los horrores bélicos del siglo XX. Pero un modelo que ya fracasó en la Gran Guerra —liquidando la globalización de finales del XIX—, y cuyo fracaso certifica de nuevo la invasión de Ucrania, obligándonos a regresar al realismo. Y vaya si lo hemos hecho.
El vuelco que ha sufrido la opinión pública europea es destacable, y sin duda una de las (escasas) consecuencias positivas de la guerra. El Zeitenwende alemán, el vuelco al gasto militar y de defensa, es el más paradigmático de todos por su notable importancia. País pacifista por antonomasia (junto a Japón, que también despierta), introvertido, y siempre supeditado a Inglaterra o Francia, parece asumir un nuevo protagonismo con cuatro grandes medidas: rechaza el Nord Stream2; se rearma; contribuye al I+D en defensa; y envía armas a Ucrania con capacidades ofensivas y no solo defensivas. Los Verdes, que controlan el Ministerio de Exteriores, son claramente duros con Rusia pero el SPD, que alberga a numerosos Russlandversteher próximos a Rusia, está virando a toda velocidad.
Pero quizás el más sorprendente es el vuelvo de la opinión pública española, tradicionalmente pacifista y antiamericana.
Efectivamente, en la serie de barómetros sobre defensa nacional del CIS, el respaldo a la OTAN ha oscilado las últimas dos décadas entre un mínimo de 42 % (2013) y un máximo de 52 % (2009) de apoyo. Pero según una encuesta de Metroscopia realizada en junio del 2022 la percepción de que la OTAN es beneficiosa se ha disparado veinte puntos hasta un histórico 70 %. Y el barómetro de junio de ese año del Real Instituto Elcano, da cifras incluso superiores: un 83 % apoyaría ahora la permanencia de España en la OTAN. Una opinión generalizada entre los votantes de derecha y centro (90 %), pero también mayoritaria en la izquierda (66 %). El sondeo del Instituto Elcano también muestra el respaldo de los españoles a favor de crear unas Fuerzas Armadas Europeas (73 %).
La segunda tendencia que identifican tanto Metroscopia como Elcano es la predisposición para aumentar el presupuesto en seguridad. El sondeo de Metroscopia muestra que en una década se han invertido los apoyos. Hace diez años, un 31 % lo consideraba excesivo y solo un 14 % lo veía insuficiente. Hoy un 37 % considera insuficiente el presupuesto en defensa frente un 31 % que lo ve adecuado y solo un 14 %, excesivo. El barómetro del Instituto Elcano acredita que un 52 % apoya un aumento del gasto en defensa, frente a un 35 % previo a la invasión de Ucrania.
No sabemos cuánto tiempo pueden durar estos apoyos. Igual que han subido podrían desaparecer. Pero en todo caso son una destacada novedad que debemos celebrar con alegría pues muestran una notable maduración en la tradicionalmente escasa y pobre cultura de defensa europea y española. La UE parece que está empezando, si no a hablar, al menos a balbucear el «lenguaje del poder» que le pedía Jose Borrell. No debemos olvidar lo que nos enseñó Hegel en la Fenomenología del Espíritu: solo es libre quien está dispuesto a arriesgar su vida para defender su libertad; quien no está dispuesto, ya ha dejado de ser libre, aunque no lo sepa aún. Ese es el duro aprendizaje de la opinión pública europea. Que creía haber construido (por fin) un mundo kantiano, de orden jurídico y paz perpetua, pero se encuentra con un mundo hobbesiano de fuerza y poderes en tensión.
Lo más peligroso: se quiebra la lógica de la disuasión nuclear
Son muchas las consecuencias a medio y largo plazo de la invasión de Ucrania y al menos podemos mencionar cuatro que se superponen como muñecas rusas reforzándose las unas a las otras. En primer lugar una profunda crisis energética en Europa que afecta al cambio climático y repercute en los precios en todo el mundo, pendientes de encontrar fuentes alternativas, lo que en un ejercicio de puro y casi descarnado realismo político, lleva a Occidente a restablecer relaciones con enemigos como Venezuela o Irán. Ahora sí, los intereses priman sobre las ideologías. En segundo lugar, y como consecuencia directa, una seria crisis económica con una inflación desbordada en países algunos de los cuales —como España— arrastran ya una inmensa deuda pública y tienen serias dificultades para endeudarse. En tercer lugar el serio riesgo de una crisis alimentaria. Rusia y Ucrania suministran el 28 % del trigo mundial, el 29 % de la cebada, el 15 % del maíz y nada menos que el 75 % del aceite de girasol. Y suponen el 100 % de los cereales importados por Somalia, Benín o Laos, los dos tercios de los importados por Sudán, Libia o Egipto y la mitad del importado por Senegal, Líbano o Túnez. Sumado al precio de los fertilizantes y la sequía en la India, el riesgo es una hambruna en África y en la India que podría afectar a entre 400 y 1.600 millones, de los que 250 millones podrían morir de hambre. Y podría ser peor si, como consecuencia de la guerra, no se pudiera sembrar para el año próximo.
Finalmente, una crisis de seguridad global que parece retrotraernos a un mundo de tres tercios, los tres tercios en que se dividió la Asamblea General de Naciones Unidas al votar la condena a la invasión. Pues si es cierto que solo cuatro países apoyaron a Rusia y 141 la condenaron, si tenemos en cuenta la población que representaban unos y otros, un 36 % de la población del mundo condenó la invasión, un 32 % la apoyó y otro 32 % se abstuvo. De nuevo el mundo de los tres tercios de la vieja Guerra Fría: OTAN, Pacto de Varsovia, No alineados.
Pero la guerra de Ucrania viene a debilitar la confianza básica que sustenta el orden internacional. Para comenzar porque debilita la credibilidad de los tratados de defensa firmados por Occidente. Si no se respetó el Memorándum de Budapest ¿se respetarán los demás tratados? Si EE. UU. abandonó Afganistán y después Ucrania, ¿intervendrá por Taiwán?
Pero sin duda lo más preocupante es que se ha roto el tabú que envolvía la guerra nuclear, de la que no se hablaba desde 1991. Según datos de Google Ngram, que contabiliza las palabras de miles de libros, los términos «guerra nuclear», «bomba atómica» y «armas nucleares» aparecieron en la década de los cuarenta para alcanzar su máximo en los primeros ochenta, pero casi desaparecieron tras la caída de la URSS. Hasta ahora.
Pues al tiempo que anunciaba el inicio de la llamada «operación militar especial» Putin advirtió que cualquier país que intentara interferir se enfrentaría a «consecuencias que nunca ha experimentado en su historia». Durante la guerra otros altos cargos militares rusos, y la misma televisión, se han encargado de ampliar la amenaza hablando irresponsablemente del uso posible de armas nucleares, tácticas o no. Como señalaba The Economist, se ha «banalizado» y casi «normalizado» la referencia rompiéndose lo que, por fortuna, era un tabú.
Pero las palabras cuentan, y con esa referencia Putin estaba alterando radicalmente la lógica de la disuasión nuclear. Lógica que hasta ahora se basaba en la Destrucción Mutua Asegurada (MAD), es decir: «como soy potencia nuclear no te atreverás a atacarme pues puedo destruirte en el intento». Era pues una lógica defensiva. Pero ahora Putin amenaza con escalar a la guerra nuclear para que se le permita desarrollar una brutal guerra convencional. Y la lógica es distinta: «como soy potencia nuclear puedo invadir al vecino, y no te atreverás a interferir». Ahora la lógica es ofensiva, no defensiva. Occidente ha aceptado esa lógica al negarse a intervenir directamente con lo que, implícitamente, le está reconociendo a Rusia un área de influencia. Estamos reconociendo, no solo la soberanía limitada de Ucrania y aceptando la lógica rusa de la «profundidad estratégica», sino un cambio radical en la disuasión nuclear.
Es cierto que esa política de contención frente a la agresividad rusa tiene antecedentes. Una de las razones por las que la Guerra Fría se mantuvo fría fue que los Estados Unidos comprendieron que enfrentarse a un adversario con armas nucleares impone contención, y así, cuando la URSS invadió Hungría (1956) o Praga (1968), Estados Unidos se abstuvo de responder. Joe Biden está pues en la senda de sus predecesores.
Pero en ese escenario ¿por qué Putin va a limitarse a Ucrania? Puede seguir escalando en la guerra convencional, siempre bajo el chantaje de la amenaza nuclear. Puede empezar por la totalidad de Georgia, de la que ya ocupa una parte. Y seguir con Moldavia, de la que ya ocupa Transnistria, países que no están en la OTAN. Y por supuesto los Bálticos, empezando por el corredor de Suwalki para generar un camino hasta el enclave de Kaliningrado, aislando a los países bálticos.
Y ello sin contar el riesgo moral que esa política genera para terceros. Por una parte, es un notable incentivo para nuclearizarse, pues solo así conseguiré blindarme frente a la invasión del vecino, de lo que países como Arabia Saudita (frente a Irán) o Corea del Sur (pero también Brasil, Japón o Australia) habrán tomado buena nota. Pero es también un incentivo para que los ya nuclearizados se aprovechen de su superioridad para agredir a los vecinos, y pensemos de nuevo en Taiwán.
¿Cómo romper esa lógica? Nada fácil. Bien dejando extremadamente claro cuáles son los límites territoriales en los que Rusia puede actuar sin intervención de la OTAN, limites que deben restringirse a Ucrania pues, más allá (el ¿Cáucaso? ¿los tanes?), sería, de nuevo, reconocerle a Rusia un área de influencia. Bien lanzando ya una guerra convencional total en Ucrania (o en otro lugar, por ejemplo: Bielorrusia) bajo el paraguas de nuestra capacidad nuclear. Es decir, «si tú te proteges bajo el paraguas nuclear para hacer una guerra convencional, yo puedo hacer lo mismo». Y a ver quién es el valiente que escala a armas de destrucción masiva. Las dos son malas opciones. La primera le da la razón a Putin. La segunda es extremadamente arriesgada.
No sabemos cuál será el resultado pero si sabemos que todos vamos a perder con esta guerra. Ucrania devastada, Rusia arrinconada como un paria, Occidente debilitado, y todo el mundo más pobre. Pero depende del resultado de la guerra que podamos decir que en el año 2022 se canceló definitivamente la hegemonía occidental y entramos en un mundo posoccidental. O no. Si se gana la guerra —y ganar la guerra es liquidar políticamente a Putin— podremos aspirar a una paz por equilibrio entre China y EE. UU., la única realista hoy. Pero si se pierde, si somos derrotados y Putin sale vencedor, eso fortalecerá a las autocracias de todo el mundo, y en primer lugar a China, y lo que es un declive inevitable pasará a ser una decadencia en toda regla pues la libertad estará a la defensiva en todo el mundo.
Muchos piensan que Rusia no puede perder esta guerra. Pero no es eso lo que nos enseña la historia. La Unión Soviética, mucho más fuerte, perdió en Afganistán. Estados Unidos perdió en Vietnam y de nuevo en Afganistán. Francia perdió en Argelia. Será más fácil derrotar a Putin en el campo de batalla que con sanciones, que se han revelado inútiles en Irán o en Venezuela.
¿Qué paz es posible?
Y regresamos al comienzo de este trabajo. La invasión de Ucrania preludia un periodo de turbulencias en el escenario internacional presidido y marcado por la trampa de Tucídides: la tensión entre China y USA es el vector que articula, no solo la política exterior de esos dos gigantes, sino todo el orden internacional. Basta suponer que, de haber habido entendimiento entre esos dos países, la guerra de Ucrania no habría tenido lugar. Y no por nada, Putin tuvo que pedir previo permiso a Xi Jinping, que sin duda lo concedió con facilidad pues China ganaba en todo caso. Si vencía Rusia, porque debilitaba a Occidente obligando a Estados Unidos a mantener dos frentes: el Indopacífico y Europa. Pero si pierde Rusia porque ese país pasa a ser la «profundidad estratégica» de China y su brazo armado en la misma Europa, la vanguardia de la nueva Ruta de la Seda.
El futuro depende de esos dos grandes actores. De sus políticas interiores en primer lugar, y de su plasmación hacia el exterior y sus relaciones mutuas, en segundo lugar. Depende pues de que el elector americano vuelva a confiar en Trump quien, previsiblemente, rompería con la OTAN llevando a USA al aislamiento casi total y a abandonar Europa, momento en el que la preocupación por su «autonomía estratégica» reaparecerá con toda virulencia. Depende también de que Xi Jinping continúe la larga marcha de China de vuelta al totalitarismo maoísta, como parece desear y ha confirmado el magno Congreso del PCCh el otoño del 2022. Y depende de sus relaciones recíprocas. De que USA pueda elaborar una política clara hacia China, de la que por el momento no dispone, como el agresivo discurso de Biden o el desafortunado viaje de Nancy Pelosi a Taiwán acreditan. Y de que China suavice su agresividad, para lo que necesita serenar el país y retomar la senda del crecimiento económico interno, que es el principal objetivo de los líderes de ese país.
Pero no olvidemos que si uno define al «contrincante» o «rival» como «enemigo» este no podrá comportarse de otro modo, y el juego deviene una profecía autocumplida en escalada de acciones y reacciones. Que es la coyuntura actual. Pero no tiene por qué ser así. Por fortuna las relaciones entre China y USA se juegan en varios tableros al tiempo, lo que amplía el espacio de sus relaciones. Se juega desde luego en el tablero geopolítico, agónico y de suma cero, donde son ciertamente «rivales sistémicos». Pero se juega también en el espacio tecnológico, donde son «competidores», pero también pueden colaborar, y lo hacen. En tercer lugar, se encuentran en el espacio económico, en el que son «competidores» pero también partners, socios comerciales y financieros. Y, finalmente, son colaboradores y socios en la provisión de bienes públicos, ya sea el cambio climático, la salud global o la seguridad de los mares. Son pues, al tiempo, rivales, competidores y socios, dependiendo de los escenarios y los momentos. Sus relaciones van pues más allá de la dicotomía amigoenemigo en un haz de conexiones que amplían el juego, desagregando el posible conflicto.
Eso permite atisbar la posibilidad de una nueva paz, paz por equilibrio de poderes, una «paz caliente» repleta de tensiones, más que una «guerra fría». Pues, a diferencia de la vieja URSS, China no pretende exportar su modelo sociopolítico y le es indiferente la forma política de los demás países, ante los que, en el fondo, muestra más desprecio que interés, como ha sido tradicional en su cultura. No es pues previsible un nuevo «telón de acero» entre ambos países, y EE. UU. y China pueden establecer áreas de interés en variados territorios, escenarios, mercados y coyunturas, lo que ofrece margen a la negociación y la cooperación, trufada de confrontación y sin olvidar la disuasión. Siempre que la profecía autocumplida en que parece haberse transformado la trampa de Tucídides inicie una desescalada, en primer lugar verbal y retórica, aún por ver.
Por fortuna la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, que define a China como el referente central, es menos belicosa que posiciones anteriores. Y la cumbre del G20 de Bali ha visto dialogar a Biden y Xi Jing Ping. Que hayan incluido la escalada nuclear en una línea roja no es noticia trivial. La ventaja del futuro es que no está escrito y su desarrollo depende de nuestras acciones. Pero conviene tener mucho cuidado.
En el último tercio del siglo XIX el mundo presenció el rápido ascenso de tres nuevas potencias, que alteraron el equilibrio de poderes pactado en el Congreso de Viena. En primer lugar los Estados Unidos, país que, tras la guerra civil, creció espectacularmente y, tras la guerra hispanoamericana (una de las pocas guerras entre democracias), se proyecta en el Atlántico y el Pacífico. En segundo lugar, Japón que, tras la Restauración Meiji, se moderniza y arma, y vence a Rusia en los estrechos de Tsushima para afianzarse como poder dominante en Asia. Finalmente la misma Alemania que, tras la unificación, vence a Francia y desarrolla una capacidad industrial y militar superior al Reino Unido. Hacer sitio en el orden mundial a estas tres nuevas potencias (EE. UU., Japón y Alemania), que marcaran el destino del siglo XX, costó dos terribles guerras mundiales y un siglo de violencia como no había conocido la historia humana. Esperemos que la humanidad haya aprendido y sepamos hacer sitio en el orden internacional a las nuevas potencias. Este es el gran reto del siglo XXI: preparar un mundo estable y próspero para una población de más de 11.000 millones de habitantes. Los 1.400 millones de chinos, otros tanto indios o sudafricanos no van a desaparecer. Solo desean un nivel de prosperidad y bienestar parecido al nuestro. Y están en su derecho. Hacerles sitio no será tarea fácil. Pero cualquier otra alternativa es peor.
Emilio Lamo de Espinosa. Catedrático emérito de sociología (UCM), expresidente del Real Instituto Elcano.
Referencias:
1 Ortega y Gasset, J. La rebelión de las masas. Obras Completas. V. IV. Madrid, Taurus, 2005. P. 355.