María Senovilla, desde Jersón
"Es muy difícil para mí recordar todo esto, déjame que prepare café primero", dice Antonina Cherednik, mientras me invita amablemente a sentarme a su mesa. Es la alcaldesa de Stepanivka, tiene 50 años y ha sido torturada por los rusos por negarse a colaborar con ellos mientras tenían Jersón ocupado.
"Registraron mi casa en nueve ocasiones, y tres veces me llevaron a sus centros de retención. La tercera vez, acabé en la Comisaría de Jersón, donde me torturaron durante 16 días", resume cuando se siente preparada para comenzar su relato. Puede que sea el testimonio más duro que han recogido las páginas de ATALAYAR en los más de nueve meses de guerra en Ucrania. Pero es también uno de los más necesarios.
"La primera vez fue en mayo. Llegaron a mi casa a las 5:30 de la mañana, en tres coches grandes. Me metieron en uno de los vehículos, blindado, y pude ver que en el otro iba detenido el jefe de la Defensa Territorial, un diputado de Jersón", recuerda. Describe la experiencia como algo “aterrador”. La encerraron en una celda de los Juzgados Provinciales, y al rato encerraron junto a ella a un hombre borracho, con pasamontañas, que apestaba a vodka casero.
La rompió la blusa y forcejeó con ella. "Me quedé medio desnuda", recuerda con una mueca de asco en la cara. "Le grité si no le daba vergüenza hacerle eso a una abuela, y paró. Al salir de la celda dijo que iba a volver, pero ya no apareció y a mí me soltaron al rato, después de advertirme que tenía que colaborar con la nueva Administración rusa".
Le pidieron que hiciera propaganda a favor del referéndum de anexión, que ya estaban planificando en el mes de mayo, a tenor del relato de Antonina. Y aunque la dejaron marchar después de proferirle serias amenazas, esto sólo fue el principio de la pesadilla que vivió durante los casi nueve meses de ocupación rusa.

Un mes después de aquello, cuando la alcaldesa se dirigía a hacer la compra, varios coches rodearon su vehículo cortándole el paso en las cercanías del mercado. Volvieron a detenerla de forma ilegal, y esta vez la llevaron al edificio de la Administración Regional. Ahí un comandante ruso le dijo que no se estaba “portando bien”.
"Yo no estaba haciendo propaganda para animar a los vecinos a votar a favor de la anexión, como me pidieron que hiciera –reconoce–, y ellos lo sabían". En este nuevo interrogatorio, junto a los oficiales rusos había una profesora de ucraniano de Jersón. "Ella era colaboracionista, y también intentó convencerme para que yo colaborara con ellos".
Esta vez le pidieron algo muy concreto: que ayudara a elaborar el censo electoral de su distrito. En aquel momento, en cada pueblo de Jersón los rusos ya habían nombrado a un representante de la nueva Administración, y ellos controlaban lo que pasaba en cada localidad. Después informaban al comandante regional de los movimientos de los ciudadanos. Por eso sabían que Antonina no estaba colaborando.
"Eran todos policías o miembros de las unidades militares especiales, todos traídos desde Rusia, y luego hubo también personas locales que les ayudaron, como la profesora de ucraniano", explica la alcaldesa. La mayor parte de estos colaboracionistas abandonaron Jersón, junto con los rusos, el pasado mes de noviembre, cuando las tropas del Kremlin se retiraron de la ciudad.
Este relato no es nuevo. Los testimonios sobre la huída de colaboracionistas se repiten en ciudades como Martove, Kozacha Lopan o Balakliya (en la parte liberada de Járkiv), donde aquellos que se habían declarado públicamente prorrusos huyeron cuando se produjo la contraofensiva ucraniana de otoño.

Tras el segundo interrogatorio volvieron a soltar a Antonina, y lo peor llegaría después. “La tercera vez que me detuvieron yo estaba en el trabajo –recuerda–, llegaron al menos 20 hombres a la cooperativa agrícola donde trabajo y comenzaron a registrarlo todo”. Finalmente, se la llevaron, con una bolsa de plástico en la cabeza, a la Comisaría Provincial de Jersón. Era el mes de septiembre.
“Antes de llegar me taparon los ojos con una toalla y cinta adhesiva, y no pude ver en ningún momento dónde me encontraba. De hecho, no supe qué lugar era hasta después de que liberaran Jersón, y me lo dijeran los servicios de inteligencia ucranianos”, reconoce. “Me metieron en una celda húmeda y fría junto a otra mujer que se llamaba Nadia, de 60 años. Y comenzaron las torturas”.
Cada vez que la sacaban de la celda para llevarla a los despachos donde efectuaban los interrogatorios, volvían a taparle los ojos y la conducían por los pasillos dándole patadas en el culo y empujones contra las paredes. A medida que relata lo que sucedió durante esos días, en su cara se dibuja una expresión de dolor que traspasa.
“Lo primero que hicieron fue reprocharme que no hubiera colaborado para el referéndum, como me habían pedido en otras ocasiones; que no hubiera emitido pasaportes rusos, ni hubiera elaborado el censo electoral”, prosigue. “Pero hubo más… Como el referéndum se iba a celebrar en días y ya no había tiempo para que hiciera lo que pretendían, intentaron entonces que delatara a las personas que estaban ayudando a nuestro Ejército”.
“Me pidieron el nombre de los comandantes regionales de la Defensa Territorial y de los informantes que estaban pasando datos sobre las posiciones rusas a las Fuerzas Armadas”. “También me acusaron de ser informante, aunque lo negué. Intenté convencerles de que yo sólo me dedicaba a trabajar, a cocinar en casa y a cuidar de mis nietos… Pero no me creyeron”, explica.

Entre los interrogatorios y los golpes, a su compañera de celda y a ella las obligaban a limpiar los baños del edificio. “No era lo más duro –toma un respiro y prosigue–. Cerca de nuestra celda había otra sala de interrogatorios, y escuchábamos las torturas que infligían allí a otros detenidos… llegamos a escuchar cómo mataban a tres personas, y pedían a los soldados que había fuera que se deshicieran de los cuerpos. Luego venían a la celda a decirme: ‘Toña, esto es lo que te va a pasar a ti como comprobemos que informas al Ejército ucraniano’. Era aterrador”.
Los torturadores pretendían que la alcaldesa delatara a sus compatriotas haciendo una declaración en vídeo. Pero no lo lograron. “Los interrogatorios no eran diarios, pero eran terribles: me ponían electroshocks y, si se me escapaba una palabra en ucraniano, me golpeaban con un palo en el cuello o en los hombros”, relata con un aplomo digno de admiración.
Pero pese a su fortaleza, enfermó varias veces. “Cuando me detuvieron yo sólo llevaba una falda y una blusa, y en los sótanos donde estaban las celdas había humedad y hacía mucho frío. Tuve fiebre en varias ocasiones, cistitis, problemas gástricos… y los carceleros lejos de ayudar me preguntaban: ‘¿Qué, aún no has estirado la pata?’, y amenazaban con que iba a ser peor, con que me harían vivir un infierno”.
“Uno de los días en los que se estaban celebrando los referéndums, entraron a la celda dos hombres. Uno de ellos, de etnia buriata, llevaba unos guantes con pinchos cubiertos de sangre. Se dirigieron a nosotras y nos dijeron que, ya que no servíamos para dar información, tendríamos que valer para darles servicios sexuales”, dice con la respiración contenida. “También me dijeron que iban a encontrar a mi hija y la iban a torturar y hacer de todo delante de mí”.
Ellas alegaron que estaban enfermas, que seguramente tendrían COVID. Pero las amenazas sexuales continuaron. “Las mujeres más jóvenes que también estaban detenidas, pedían compresas para que pensaran que estaban con el periodo, y así disuadirles de una violación”, aclara.

Antonina pasó 16 días en los sótanos de aquella Comisaría, soportando torturas de todo tipo y enferma, hasta que aceptó las condiciones de sus torturadores. Rompe a llorar cuando lo recuerda. “Les di los nombres de varios miembros de la Defensa Territorial que se habían ido de Jersón, para asegurarme de que no pudieran encontrar a nadie, y les dije que iba a validar su referéndum de anexión. Ya no podía más”.
No fue fácil convencerles. La sometieron a un polígrafo durante cuatro horas. Repitiendo las mismas preguntas una y otra vez. “Yo no tenía fuerzas para resistir más”, recuerda con amargura. Cuando la soltaron, dio positivo en coronavirus. “Tardé en recuperarme, fue muy duro. Todo”.
Le pidieron, además, algo nuevo: que controlara la producción de varias empresas agrícolas, como la cooperativa en la que ella trabajaba, para que se enviara toda la producción a Rusia. Cuando pudo volver al trabajo, los servicios de inteligencia del Kremlin comenzaron a hacerle visitas periódicas para asegurarse de que estaba haciendo lo que la pedían. “Cuando llegaban, tenían la desfachatez de hablarme como si fueran mis amigos, me llamaban colega, me ofrecían café”, recuerda indignada.
Las tropas rusas cometieron todo tipo de actos reprochables hasta el último día. Además de torturar y atemorizar, y de expoliar la producción de las empresas ucranianas, también saquearon casas y fábricas. “El día que se retiraron, robaron un camión de nuestra cooperativa agrícola y arramplaron con todo lo valioso que encontraron a su paso: coches, electrodomésticos, televisores”, recuerda la alcaldesa. “Estábamos muy asustados, pensamos que nos iban a tirar una bomba atómica y nos iban a barrer del mapa”, reconoce.

Las Fuerzas Armadas ucranianas tardarían cuatro días en entrar en Jersón después de la retirada del Kremlin. “Al principio no sabíamos que aquellos soldados eran los nuestros, hasta que nos fijamos en que no llevaban pasamontañas y estaban limpios”, recuerda con un atisbo de sonrisa en la cara. Fue la primera vez en nueve meses que sintió un poco de tranquilidad.

El testimonio de la alcaldesa de Stepanivka arroja luz sobre lo que sucedió en Jersón durante la ocupación rusa, y sobre la actitud que tuvieron la mayoría de los ucranianos, que no se doblegaron ante el Kremlin. Pero también pone de manifiesto la terrible situación que deben estar viviendo en estos momentos en los pueblos y ciudades de Ucrania que continúan controlados por las tropas de la Federación Rusa.
Antonina ha tenido que recibir tratamiento psicológico. “No puedo dormir desde entonces, tengo pesadillas. Me han dado pastillas para medio año, y luego ya veremos”, explica. “Fue mucho estrés. Los insultos y las humillaciones te destrozan psicológicamente. Sólo siento un poco de alivio cuando me encuentro con mis vecinos y me dicen que rogaron por mí cada día de los que pasé en aquella celda”.
"Me recuperaré, tengo un par de huevos", me espeta en la puerta de su casa, cuando nos despedimos. “Slava Ukrayini [Gloria a Ucrania]”, añade. La resistencia y la dignidad del pueblo ucraniano son dos poderosas armas que Putin no tuvo en cuenta cuando afirmó que tomaría Kiev en tres días. Si él hubiera conocido a "las antoninas" que he ido encontrando en cada frente de combate, tal vez no hubiera hecho semejante afirmación.