Ouistreham (Francia)
Nueve meses antes del desembarco de Normandía, los astilleros del sur de Inglaterra empiezan a bullir. Ha sido así durante toda la guerra, pero, ahora, el volumen de trabajo y movimiento están fuera de lo normal. Reina la agitación en Southampton, Plymouth, Portsmouth, Brighton; en todas las ciudades, los trabajadores de la industria naval laboran casi sin descanso. ¿En qué? No está muy claro. Construyen algo. Enormes masas de hormigón armado de unas 7.000 toneladas cada una. Por separado, sirven de más bien poco; juntas, se supone que deben encajar. Como si fueran un mecano. ¿Para qué? Pues tampoco se sabe. Todos los detalles del plan, que ha sido puesto en marcha por el alto mando aliado, están rodeados de un secreto hermético.
La operación -llamada ‘Mulberry’- está integrada, hoy lo sabemos, en el maremágnum que es la operación Overlord: nada menos que crear, lo más sorpresivamente posible, otro frente a Alemania en Europa occidental. Para poder desarrollar una campaña militar de liberación de Francia con unas ciertas garantías, no basta con desembarcar tropas. Los Aliados necesitan asegurar su aprovisionamiento, la llegada de blindados y el apoyo naval de los destructores. Es imperativo tener control sobre un puerto para que la infantería y los paracaidistas no queden a merced de los contraataques alemanes. Las tropas estadounidenses tienen Cherburgo como una prioridad máxima, pero el alto mando prevé que no será fácil tomar la plaza (el tiempo les dará la razón). Le Havre, al otro lado del Sena, ni se contempla para una acción inmediata. Mientras tanto, ¿qué hacer?
Churchill y Roosevelt lo tienen claro. La solución, entre comillas, es simple: si los Aliados no llegan a puerto, el puerto ha de llegar a los Aliados. Como suena. Lo menos complicado es traerlo desde Inglaterra. Por esta razón, los astilleros ingleses son un hervidero: hay que elaborar las piezas de los muelles en las islas británicas, transportarlas a través del canal de la Mancha y, por último, montarlas al otro lado. Claro que, decirlo es una cosa y llevarlo a la práctica, otra muy distinta. El desafío es de primera magnitud. Hay que trasladar las piezas de un puerto sin que ni los radares ni los aviones de reconocimiento alemanes hagan saltar la alarma. Después, una vez que las defensas costeras estén más o menos neutralizadas, ensamblar todos los pedazos bajo el fuego de la artillería. Parece una quimera, pero todo lo anterior ocurrió paso por paso.

El lugar elegido para instalar el puerto es la playa Gold. Se trata de la zona central del desembarco de Normandía. Al oeste, quedan Utah y Omaha; al este, Juno y Sword. El lugar, pues, es óptimo para surtir a todas las tropas desplegadas, al menos en teoría. Gold es como el resto de las playas elegidas para ser escenario del Día D: muy amplia, con mucha superficie tanto a lo largo como a lo ancho. Sin embargo, las mareas son menos repentinas que, por ejemplo, en Omaha o Utah; está algo menos abierta. De nuevo sobre el papel, es una razón más para que el puerto se localice allí.
En su sector central, Gold pertenece al municipio de Arromanches-les-Bains. La localidad, hoy, es bastante turística. Y no solo es visitada por quienes llegan con intención de desgranar el desembarco hasta el más mínimo detalle; también se aprecia un importante turismo de playa. En sus calles más céntricas, pueden verse pequeños edificios de una y dos plantas. Algunos son apartamentos que se alquilan en verano; otros, parecen segundas residencias. La avenida principal es peatonal y sus dos aceras están repletas de restaurantes. A las afueras, al pie de la carretera que conecta con Caen, hay un gran mirador que domina todo el pueblo. Con frecuencia, es la primera vista que el visitante tiene de Arromanches.
El panorama que se contempla desde lo alto es peculiar. En el resto de las playas del desembarco, no quedan cicatrices de guerra. Los únicos recuerdos que se perciben son indirectos, a través de placas conmemorativas, monumentos, memoriales y museos. Se conserva algún ejemplo de defensa costera -una trampa checa, una caja belga-, pero son reproducciones más bien pensadas para llenar los teleobjetivos de los visitantes. En Gold, además de todo lo anterior, la guerra dejó una huella física que no se ha difuminado todavía. Mar adentro, los macizos de hormigón que constituían el dique -conocidos como ‘cajas Phoenix’- aún son visibles sobre la superficie del agua. Inmensas moles que brillan al sol como si fueran una manada de ballenas que sale a la superficie a tomar aire. En la arena, es como si una de ellas estuviese varada. No es sino el principio de uno de los muelles que partían de la costa de Arromanches.

Los restos que yacen en las aguas de Gold son la prueba del éxito de una de las obras de ingeniería más ambiciosas de toda la Segunda Guerra Mundial. No obstante, establecerse en la playa fue un hito complicado. De camino, la primera regla es pasar desapercibidos. No es tarea sencilla con un puerto a cuestas. En los acantilados de Arromanches, los alemanes han instalado, además, una potente estación de radar. Sin embargo, la noche del Día D no está en funcionamiento. Los pilotos han de gobernar atentos también a las 150 minas que acechan en la oscuridad del mar.
En tierra, las defensas alemanas no son mancas. A la hora del desembarco, Arromanches está guardada por dos compañías enteras de granaderos de la Wehrmacht; unos 300 hombres. En los alrededores del pueblo, unos mil más se distribuyen en siete nidos de resistencia; sus ametralladoras causan numerosas bajas, igual que la batería antiaérea de Longues-sur-Mer. A las tropas británicas que desembarcan, les lleva todo el día controlar la zona. Por la noche, 300 soldados alemanes han sido hechos prisioneros.

A pesar de que la lluvia de obuses sobre Gold no remite, la rapidez es crítica para el futuro del desembarco. Los ingenieros no pueden permitirse desperdiciar horas de trabajo y empiezan las obras el día 7 de junio. Lo primero que hacen es montar un rompeolas. Para ello, son imprescindibles los viejos barcos mercantes que han sido expresamente remolcados a Francia para tal cometido. El primer día, cinco naves son hundidas y colocadas para formar un dique de contención a una distancia de dos kilómetros de la costa. Las embarcaciones, con miles de millas en sus motores, prestan en Arromanches un último servicio al esfuerzo de guerra aliado. Al amasijo de hierro que queda, se le adosan 115 ‘cajas Phoenix’. El hormigón traza un arco de unos ocho kilómetros, el mismo cuyos restos pueden apreciarse hoy desde la costa; la rada que queda disponible para los barcos tiene una superficie equivalente a mil campos de fútbol. El espacio es inmenso. No es para menos, dado el calibre de la operación Overlord.
En la semana que sigue al desembarco, se construyen tres muelles en la playa de Arromanches. Dos más partirán, respectivamente, de Saint Côme-de-Fresné y de Asnelles, en el flanco izquierdo de ataque británico. El principal flujo de mercancías, no obstante, se produce a través de Arromanches. El muelle central es el más largo. Mide unos 750 metros y es el embarcadero de la intendencia. Por él, llega el abastecimiento de la tropa: ropa, medicinas, comida… A su derecha, el muelle este es el más resistente. Los puentes Bailey que han instalado los ingenieros permiten la descarga y la circulación de vehículos pesados. Los tanques y la infantería llegan a tierra por él, así como buldóceres y grúas. A la izquierda, el muelle oeste está reservado a los vehículos que transportan municiones.

La operación Mulberry ha sido un éxito y en el puerto no hay un momento de pausa; el trasiego es constante y febril. Sin embargo, un despliegue semejante precisa unas medidas de seguridad a la altura de las circunstancias. Un sistema de globos sonda ha sido dispuesto para dificultar los bombardeos de los Messerschmitt que la Luftwaffe tiene estacionados en Normandía. Todas las noches, unos aparatos generan niebla artificial con la misma intención. Si, a pesar de todo, las aeronaves alemanas osan hacer alguna incursión, 150 cañones Bofors suecos de 40 milímetros reposan sobre el rompeolas. Pronto se demostrará, no obstante, que existe un peligro mucho más acuciante para el puerto; una amenaza contra el cual no hay defensa que valga.
Dos semanas después del desembarco, una furiosa tormenta se abate sobre las costas normandas. El mar se revuelve como si el mismo Neptuno lo empujase. Las olas suben, suben, suben, y luego caen con una fuerza demoledora: no se recuerda una tempestad tan violenta en 70 años. Los muelles y el rompeolas han sufrido daños bastante severos. Muchos puentes han quedado inservibles y hay ‘cajas Phoenix’ a la deriva. Con todo, el destrozo no es irreparable. Mientras la infantería ha empezado a avanzar lentamente hacia el sur, los ingenieros se afanan para devolver todas las piezas a su sitio. Los puentes se levantan de nuevo; algunos bloques se recuperan, otros son reemplazados. A finales de junio, la base de Arromanches está de nuevo activa. Un alivio para los Aliados: en Cherburgo, los alemanes han reducido el puerto a escombros; y aún falta un mes y medio para avistar las inmediaciones de Le Havre.
Utah y Omaha, los enclaves estadounidenses, son -casualidad o no- las playas del desembarco sobre las cuales hay más páginas escritas, horas de película filmadas y palabras vertidas. No sin razón, desde luego; la historia de los soldados que las conquistaron es una epopeya revestida de una épica difícil de describir, a no ser que se haya experimentado en las propias carnes. Dicho esto, la obra realizada por los ingenieros británicos en Gold no tuvo, en su momento, parangón en la historia militar. Nadie antes se había llevado las piezas de un puerto de esas dimensiones para montarlas sobre la marcha en un campo de batalla. Las ‘cajas Phoenix’ han aguantado tres cuartos de siglo en su lugar. Desde lo alto de Arromanches, asoman en el horizonte con toda su solidez. Como una cicatriz gris en medio de la inmensidad azul.
