La paradoja de la paz armada

Las sociedades africanas, brutalmente invadidas por fuerzas europeas en el siglo XIX y XX, bien pudieron haberlo exclamado mientras sus tierras y recursos eran saqueados bajo el estruendo de cañones y fusiles.
¿Podemos construir la paz sin armas?
Europa, armada hasta los dientes y sedienta de poder, arrasó un continente que apenas contaba con jabalinas y flechas, utilizadas más para la caza que para la defensa. Así, se apropió de diamantes, oro y tierras fértiles, explotando a la población local y estableciendo bases militares en puntos estratégicos para garantizar el abastecimiento.
Pero, ¿de qué sirvió tanta violencia? Ni siquiera el acceso ilimitado a los recursos africanos le garantizó la paz. Las dos guerras mundiales lo dejaron claro: la superioridad militar no es sinónimo de estabilidad.
La historia se repite. Hoy, Trump amenaza a Canadá y Dinamarca, Putin sueña con restaurar el imperio soviético y Netanyahu busca dominar Oriente Próximo. Líderes cuyas políticas son reflejo de tendencias globales hacia el nacionalismo, proteccionismo y la xenofobia.
Durante la Guerra Fría, Estados Unidos y la Unión Soviética invirtieron sumas colosales en la carrera armamentística, sacrificando salud y bienestar social en el altar de la seguridad. La caída de la URSS y el posterior acuerdo de desarme entre EE. UU. y Rusia trajeron un atisbo de esperanza: ¿sería posible redirigir los recursos hacia el desarrollo y la paz?
En un primer momento, años 90, las sociedades del mundo buscaron nuevas formas de construir una paz duradera a través de la globalización económica. La idea de sustituir la industria armamentística por inversiones en proyectos civiles y productivos era una ilusión compartida mundialmente, permitiendo la expansión del capitalismo hacia Europa del Este y Asia, favoreciendo el avance de las tecnologías.
La ONU, consciente de este dilema, encargó en 1990 un informe sobre los aspectos económicos del desarme. Jacques Fontanel, uno de los ponentes, profesor de la Universidad de Grenoble, quien introdujo la asignatura de “Economía de la paz” en su Facultad de Económicas (por entonces, alumno suyo) planteaba las diferentes perspectivas e implicaciones teóricas del análisis económico aplicado a problemas político-estratégicos del desarme.
Fontanel destacaba que “el coste de la maquinaria bélica y su conversión en usos civiles representa un desafío económico significativo que debe ser considerado en cualquier política de desarme”. Este enfoque evidenció que invertir en educación, salud e infraestructuras genera un crecimiento más sostenible que cualquier arsenal militar, y que la transición de una economía basada en la industria armamentística hacia una civil no es inmediata ni sencilla.
Sin embargo, el poder de las armas sigue marcando el destino de las naciones, mientras la humanidad parece condenada a tropezar una y otra vez con la misma piedra. La violencia y la agresividad, arraigadas en la naturaleza humana, siguen manifestándose en ambiciones imperialistas que desafían el derecho internacional. Muchas naciones quieren hacerse grandes aumentando su riqueza con amenaza de guerra o con la propia guerra.
África, hoy en día, sigue destinando una parte significativa de su presupuesto a la defensa para protegerse tanto de amenazas externas como de conflictos internos derivados de las fronteras coloniales, sacrificando inversión en educación y salud. Esto muestra cómo la lógica de “prepararse para la guerra” sigue condicionando sus posibilidades de desarrollo y bienestar social.
Por su parte, Europa, que está perdiendo los dividendos de la paz, debate el rearme mientras una opinión pública antimilitarista observa con miedo y escepticismo el resurgir de alianzas ultranacionalistas.
Explorar alternativas como la diplomacia y la cooperación internacional parece, para algunos, un signo de debilidad ante líderes autoritarios. No obstante, existen casos de resolución pacífica de conflictos. Ejemplos como Sudáfrica, Costa Rica, los acuerdos en Irlanda del Norte o la Propuesta del Reino de Marruecos, respaldada por la comunidad internacional, para la autonomía del Sáhara bajo su soberanía muestran que, con voluntad política y diálogo, es posible construir una paz duradera.
¿Hasta cuándo seguiremos atrapados en la lógica de la guerra? El poder disuasivo o capacidad de responder en caso de ataque puede evitar conflictos, pero también alimenta una peligrosa carrera armamentística desviando recursos vitales para el bienestar social (India vs. Pakistán).
En su obra Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero (1936), Keynes argumentaba que “el gasto público, incluso en armamento, puede ser necesario para reactivar la economía y reducir el desempleo, pero debe ser gestionado con prudencia para no sacrificar el bienestar social”.
Por su parte, los neoliberales promueven la reducción del papel del Estado en la economía, confiando en que el mercado regule el destino de los recursos, incluyendo el gasto militar. En este sentido, el gasto en defensa no es visto como un motor económico en sí mismo, sino como un gasto que debe ser minimizado para favorecer la eficiencia y la libertad económica. Una postura que no resuelve el problema de fondo: la necesidad de equilibrar seguridad y bienestar social.
Mientras tanto, los socialistas utópicos y movimientos pacifistas rechazan categóricamente el rearme, abogando por una reducción drástica del gasto militar para priorizar el bienestar social.
El papa León XIV, en cambio, clama por una paz “desarmada y desarmante”. Y el islam llama a los creyentes a seguir los “caminos de la paz”; el saludo tradicional “As-salamu alaykum” (“La paz sea contigo”) es una manifestación cotidiana de este valor.
La historia nos enseña que la paz es esencial pero también vulnerable, ya que las profundas raíces de la violencia y los impulsos bélicos siguen latentes. De hecho, el genocidio israelí en Gaza provocará más ira y más resentimiento, imposibilitando toda paz.
Sin armas, Estados Unidos, Rusia o Israel no serían lo que son. Y África, aún marcada por las cicatrices de la colonización, quizá nunca habría sido invadida.
Prepararse para la guerra, sí, pero con el fin de construir la paz. “Vis pacem, para bellum” interpela a los Estados a ser vigilantes; pero también es una reflexión sobre la verdadera paz, aquella que se construye no solo con armas, sino con justicia, desarrollo y cooperación.
Los economistas de la paz proponen reducir conflictos, desigualdades y construir Estados de derecho sin renunciar al equilibrio entre “mantequilla y cañones”. La pregunta clave persiste: ¿cuál es la proporción justa entre gasto militar y bienestar social?
En la práctica, la prioridad de los países va a depender del contexto político, económico y geoestratégico de seguridad regional y global; donde los agravios acumulados afloran peligrosamente entre países, mientras las heridas, aún abiertas, claman venganza.
¿Estamos dispuestos a invertir en la paz con la misma determinación con la que nos preparamos para la guerra?