Antonio Gallego
Todos los mayores han sido primero niños,
pero pocos lo recuerdan.
Antoine de Saint-Exupery
Retrocedo con mi cámara a los años 60, cuando la televisión pública marroquí - TVM - comienza sus emisiones en blanco y negro. La enciendo y es en esas tonalidades que aprecio aún las arrugas de los rostros enmarcados en barbas, unas crecidas y otras incipientes, confundidos en las noches citadinas y rurales. También en blanco y negro disfruto un partido de fútbol mientras bebo una cerveza en uno de esos bares semi-iluminados, sin saber si pincho una aceituna o un ajo… entre el humo, las botellas y algunas fotos antiguas del país que les adornan mezclándose con postales bañadas en sutiles colores cálidos.
Pero no sólo en la noche o los espacios interiores pienso en blanco y negro. En Rabat, el mar de invierno es platino y oscuro, y las olas bravas rompen las paredes de la playa como las máquinas, furiosas, lo hacen al demoler las chabolas en el barrio del “Océan”. Y mientras grandes pancartas anuncian la construcción de un gran hotel y residencias estruendosamente coloridas, sus habitantes, sentados junto a sus ruinas en corrillo, contemplan la danza de los coches y motocicletas en la carretera de la costa.
Paseo por sus mercados, y reconozco que la belleza no entiende de colores. De hecho me cuesta entender a África en color, a pesar de sus exuberantes telas y tapices, pues me gusta la desnudez de la fotografía en blanco y negro que acentúa las carnes y miradas de los hombres, las geometrías y pliegues de la naturaleza y de la arquitectura. Más que el color del ambiente, me seduce el juego de sus luces y sombras.
Pero no hablo de un blanco y negro salido de un retorno nostálgico a las técnicas antiguas, como lo muestra una tendencia al vintage, ni de un efecto romántico o primitivista del país alauita, sino de un abrazo íntimo con sus formas, contorneadas por la luz que les penetra. Hablo también de la luna ocre que se rebela al blanco y negro y que cuando es llena parece brotar del pecho de Salé, y es tan grande y tan sepia, tan luna y tan dorada que me recuerda, recargado en las murallas del Chellah, la tierna historia de Laila que el escritor Le Clézio relataba en su novela El pez dorado. Una niña raptada a los seis años que finalmente acaba en París, encuentra de nuevo la luz en la música y la literatura, eterna música que acompaña los acordes de su infancia en las montañas.
Volviendo al humo blanquecino, es inevitable pensar en los días y noches marroquíes con sus puestos de comida vaporosa, el humo de los cigarrillos casi siempre masculinos, las nubes que acompañan mis viajes de Tánger hacia el Sur, que suelen ser generosas y redondas.
Los colores, como sabemos, tienen significaciones culturales, y por lo tanto forman parte de la esencia de un país. El colorido Marruecos que fascinó a pintores como Delacroix, Fortuny, Matisse o Bertuchi y que sigue seduciendo a sus visitantes puede contemplarse sin embargo en una amplia gama de matices blanquinegros igual de seductores. Desde los curtidores de pieles en Fez y sus redondos pozos de color hasta los puertos deslumbrantes de Essaouira, pasando por las infinitas escaleras de la ciudad azul de Chefchaouen…
Un país tierra, terruño, como bien lo decía el teólogo sufí Ibn Abbad al Rundi (1333-1390) “el hombre no adquiere la nobleza si antes no compara el barro de esta tierra con la eternidad”. Ronda, su ciudad natal, persiste aún como fantasma en los apellidos de algunos marroquíes descendientes de moriscos, como la cantante rabatí Bajâe Ronda, representante de la música garnatí.
Música, como la que devolvió la ilusión a la Laila de LéClezio, olor, como el único lujo que se permitía al Rundi en forma de perfumes, son parte del colorido blanco y negro de un país que mi cámara insiste ya en atrapar en claroscuros. Sea de día o de noche, la luz refuerza o atenúa los pliegues de las chilabas, las murallas iluminadas desde sus bases, arropa tímidamente a los vendedores nocturnos de periódicos en las calles vacías y atrapa mi mirada que se desviste de los colores que aturden los sentidos para concentrarse en la profundidad y a veces soledad del paisaje.
Como señal de esta sensibilidad blanquinegra, podemos citar el trabajo de la fotógrafa belga Heloïse Berns , que expone actualmente la muestra “Le temps del l´instant” en la librería los Insólitos de Tánger, una mirada en blanco y negro de este país. En esta, se materializa lo expresado por Lamartine cuando nos dice que “la fotografía es más que un arte, es un fenómeno solar donde el artista colabora con el sol”.
Por otro lado, no podemos olvidar las exposiciones de los trabajos de Loty, francés de origen español nacido a finales del siglo XIX, quien vendiera postales de los países que visitaba. Su obra contiene excelentes blancos y negros de Tetuán, Chaouen , Casablanca y de un Tánger que ya no existe, perdido en el tiempo con personajes que miran desde el otro lado de las fotografías y que hace mucho que desaparecieron, el color de oriente que fascina a occidente.
Marruecos, un país coloreado en blanco y negro, con lunas y murallas ocres en su cuerpo. La fascinación marroquí.