¿Morofobia, orientalismo u obsesión? Marruecos a través de miradas interesadas

A la hora de contar y analizar lo que ocurre en Marruecos y en algunos acontecimientos de sus relaciones con España existe una mirada recurrente, casi mecánica, interesada, una mirada preconcebida en la que Marruecos nunca aparece como un socio estratégico, un vecino soberano o un actor regional en ciernes, sino siempre como un enigma amenazador, un régimen que hay que descifrar, un «otro» que hay que contener.
Esta mirada no es neutral. Está moldeada, consciente o inconscientemente, por clichés orientalistas, prejuicios históricos y, cada vez más, por una forma de morofobia latente, incluso reivindicada.
La obsesión mediática por cada gesto marroquí —ya sea un ajuste aduanero, un incidente diplomático o un silencio interpretado como culpable— revela un doble rasero inquietante. Mientras que a otros países se les concede el beneficio de la duda, a Rabat se le exigen explicaciones inmediatas, transparencia total y justificaciones permanentes. Como si Marruecos no pudiera actuar según la lógica de un Estado soberano, sino solo al margen de la emoción, el cálculo opaco o la intimidación.
Hay casos emblemáticos en este panorama. Comentaristas reconocidos, a veces presentados como especialistas en el Magreb, también se encuentran entre los críticos más acérrimos de Marruecos. Sus artículos, sus análisis, sus tuits —a menudo virulentos— describen un reino gobernado por la ira del Palacio, que manipula a sus socios, sanciona a sus adversarios y amordaza sistemáticamente cualquier voz disidente. Sus interpretaciones de los acontecimientos rara vez son matizadas. Todo se convierte en prueba. Todo se convierte en señal. Nada es nunca anodino, salvo, por supuesto, los gestos de apertura, las reformas o los éxitos, que se silencian sistemáticamente.
Esta actitud va más allá de la crítica periodística legítima. Construye, piedra a piedra, un estereotipo fijo de Marruecos. Un Marruecos anclado en una imagen de autoritarismo, duplicidad e imprevisibilidad. Un Marruecos que nunca cambia, incluso cuando todo a su alrededor evoluciona. Eso es el orientalismo: un marco interpretativo que, en lugar de describir una realidad cambiante, la congela para dominarla mejor simbólicamente.
Pero esta lectura encuentra hoy un eco más amplio en ciertos círculos políticos y mediáticos españoles. La idea de que Marruecos es fundamentalmente problemático —en materia migratoria, económica, de seguridad o incluso cultural— se impone como una verdad incuestionable. Está surgiendo un discurso securitarioque convierte a los MRE (marroquíes residentes en España) en una amenaza demográfica, los acuerdos económicos en una dependencia peligrosa y los gestos de firmeza marroquíes en provocaciones calculadas.
Sin embargo, este discurso no está exento de consecuencias. Alimenta, directa o indirectamente, la retórica de la extrema derecha, que aprovecha esta hostilidad para justificar sus llamamientos al cierre, la exclusión y la ruptura diplomática. Socava la confianza entre ambas orillas. Debilita la convivencia en las sociedades multiculturales españolas, donde millones de ciudadanos de origen marroquí viven, trabajan y participan en la vida democrática.
Es urgente llamar a las cosas por su nombre. Hablar de morofobia no es insultar. Es describir un fenómeno: la tendencia a ver en Marruecos no un Estado socio, sino un cuerpo extraño al que hay que vigilar, juzgar y condenar. No se trata de exigir una visión idílica, sino de pedir una lectura equilibrada, honesta e informada.
Criticar a Marruecos, por supuesto, es legítimo. Pero hay que hacerlo con rigor, contexto y equidad.Reducirlo a una caricatura, recitar las mismas acusaciones sin una mirada nueva, es negarse a ver la realidad de un país que, a pesar de sus retos, avanza, innova y dialoga.
En lugar de construir un muro de desconfianza, es hora de construir un espacio de entendimiento. Y eso comienza con una deconstrucción saludable: la de los estereotipos, las fijaciones y las obsesiones.