Una mirada al sur

El Sahel es la región del mundo que concentra el mayor número de amenazas para la seguridad de Europa. En una zona casi inabarcable, imposible de controlar en su totalidad, y que en los últimos años ha ido gestando una animadversión, cuando no un odio creciente, hacia todo lo que tenga relación con Occidente, apreciamos algunas de las causas de conflicto más características del siglo XXI: la degradación de las instituciones gubernamentales, el retroceso de los sistemas democráticos, la proliferación armamentística, el radicalismo religioso y el auge del crimen organizado y del terrorismo, cuyas redes se confunden llegando a formar un todo.
A priori, puede parecer que todo lo que allí sucede nos queda muy lejos y que, salvo el riesgo, no desdeñable, de que el terrorismo generado por el radicalismo religioso salte el “Mare Nostrum” y nos golpee como ya lo ha hecho en diversas ocasiones, el riesgo está contenido. Sin embargo, nada más lejos de la realidad.
Durante el final del siglo pasado y comienzos del presente, la principal amenaza procedía de un posible conflicto fruto de las tensiones entre los dos aspirantes a potencia regional, es decir, entre Argelia y Marruecos. Sin embargo, la evolución de la región y de los balances de poder en el mundo, así como la aparición de fenómenos como el Daesh o el desencadenamiento de conflictos, como la invasión de Ucrania por parte de Rusia, han tenido un efecto perverso cuyo resultado es un deterioro constante de la situación en toda la zona. Y esto puede llevar a la eclosión de una situación que desestabilice de forma irreversible una zona clave para nosotros.
El principal riesgo proviene de un escenario cuyo origen puede ser totalmente local o acelerado por catalizadores externos interesados en degradar la situación y posición de Europa, materializándose la paradoja de dos actores, a priori enemigos, en el territorio de uno de ellos, colaborando en la región que controla el otro, buscando un fin común. Descartado el escenario de un conflicto regional hemos de centrarnos en el más probable: una combinación del auge del terrorismo islamista, apoyado en las redes de crimen organizado y en el colapso de regímenes democráticos que provoque no una, sino sucesivas olas migratorias, al tiempo que una situación de catástrofe humanitaria, lo que en un infernal circulo vicioso será aprovechado por las redes yihadistas para tomar más fuerza y engrosar sus filas, dando por valido el argumento de que el peor escenario posible es siempre el caos.
La región del Sahel se ha convertido poco a poco en el principal foco de terrorismo del mundo. Burkina Faso, Malí y Níger se encuentran entre los 10 países más afectados, según el Índice de Terrorismo Global. Amplias zonas de sus territorios escapan al control de las autoridades estatales, mientras que el número de desplazados internos no ha hecho más que aumentar desde hace una década. Esta creciente inseguridad es la principal causa de desestabilización de regímenes políticos, como se manifiesta en el número de golpes de Estado contra regímenes democráticamente elegidos o incluso militares, en los tres países, con un peligroso efecto contagio como recientemente hemos visto en Senegal.
El deterioro de la situación de seguridad en Mali, Níger y Burkina Faso también ha permitido a los grupos armados yihadistas operar cada vez más en las regiones septentrionales de Costa de Marfil, Benín y Togo. Aunque estos países ya se enfrentaban a amenazas internas multidimensionales, el número de atentados terroristas en sus respectivos territorios sigue una tendencia ascendente en los últimos años.
Si observamos la situación con detenimiento podemos concluir que el factor terrorista viene acrecentado por dos elementos, uno es la lucha que están librando Daesh y Al Qaeda por hacerse con la hegemonía del territorio; el otro es la incorporación de rivalidades étnicas y raciales ancestrales a los motivos puramente religiosos. Y a todo hemos de añadir nuestra miopía al tratar de mirar y entender lo que sucede a través de nuestras lentes occidentales.
La pregunta clave aquí es: ¿cómo están reaccionando los gobiernos ante el aumento de las amenazas yihadistas? Y algo más importante aún en el contexto internacional actual, ¿Qué nuevas asociaciones de seguridad y en materia de cooperación exterior están buscando los gobiernos de la región? La demorada pero previsible retirada de la Unión Europea de la región ha facilitado la creación de asociaciones más allá de las que hasta el momento podíamos considerar tradicionales. Pero esos nuevos acuerdos de seguridad a nivel bilateral y regional plantean serios interrogantes sobre la compatibilidad de los diversos mecanismos existentes y la asistencia en materia de seguridad proporcionada por los nuevos socios que han aparecido en escena.
Lo que ya era un secreto a voces quedó patente tras la filtración de un informe interno en 2022 (“Holistic Strategic Review of EUTM Mali and EUCAP Sahel Mali 2022”) donde se advertía de que, si la UE reducía drásticamente su compromiso en África occidental, el vacío resultante sería ocupado por competidores como Rusia y otros países de la UE. Esa es exactamente la dinámica que hemos observado en Mali, Burkina Faso y ahora Níger y, si se continúa mirando hacia otro lado, la que presenciaremos en los países del África occidental.
La situación parece llevar un lento pero firme camino hacia la desestabilización total regional, y los nuevos socios que han entrado en escena tienen una herramienta vital en sus manos para influenciar en la evolución de ésta según convenga a sus intereses.
No podemos perder de vista que uno de los principales indicadores de potencial conflictividad es la desigualdad. Y el Mediterráneo, y más concretamente la frontera entre España y Marruecos, convierten este punto en una de las regiones con mayor riesgo de conflicto en el mundo. Si tomamos como dato el producto interior per cápita, el de Marruecos se sitúa en torno a los 3.700 dólares, mientras que el español está en el rango de los 31.000. Pero ese es sólo el último eslabón de la cadena. El escalón de desigualdad entre los países norteafricanos con costa en el mar Mediterráneo y los del Sahel hace que el PIB per cápita de los primeros supere al de los segundos en un rango de entre 5 y 7 veces.
La conclusión es más que evidente: un incremento de la inestabilidad en el Sahel provocará que lo que ahora son movimientos de desplazados internos, o incluso hacia países costeros de África occidental, tomarán más pronto que tarde dirección norte.
Y es poco probable que los países ribereños de la orilla sur del Mediterráneo puedan soportar la presión de la previsible avalancha migratoria. Esos países son la primera línea de contención. Si la presión salta ese primer escalón, el problema habrá llegado directamente a nuestra puerta, y no habrá nada que se pueda hacer para detener lo que viene. Este tipo de escenarios se evitan con previsión, evaluación de riesgos y actuando en consecuencia. Jamás se podrá solucionar nada con una actitud reactiva. Es necesario mirar a largo plazo, entender las dinámicas y proponer soluciones efectivas con tiempo suficiente. Y no parece que sea el caso.
Desde el golpe de Estado en Mali, la actitud de la UE en la región ha sido titubeante y la falta de determinación, unida a los errores acumulados durante años por la antigua potencia colonial de esos países, ha creado un ambiente de rechazo a todo lo que se asimile a Europa. Esto ha empujado a los nuevos regímenes a buscar soluciones con el apoyo de nuevos aliados, los cuales no buscan precisamente el bien de la UE y han visto una ventana de oportunidad para hacerse con el control de recursos críticos, al tiempo que privan a la UE del acceso a estos.
Un escenario muy complicado en el que todo parece ponerse en contra y que nos debe hacer reflexionar y poner más atención en lo que está sucediendo. Porque el verdadero peligro, sin desdeñar otros, está en el sur.