Alemania quiere un cambio

La victoria de su coalición socialcristiana (CDU/CSU) ha estado no obstante por debajo de sus expectativas, cifradas en rebasar holgadamente el 30 % de los casi 60 millones de votantes, la cifra más alta desde la reunificación hace ahora 35 años.
Merz, que fuera gran rival de Angela Merkel dentro del partido, apenas se confirmó su victoria ha reiterado dos de sus afirmaciones más rotundas y repetidas de la campaña electoral: que urge resolver urgentemente los dos problemas más graves que tiene el país, la inmigración y la economía, de una parte, y que en ningún caso se coaligará con la extrema derecha de Alternativa para Alemania (AfD) que encabeza Alice Weidel.
Este partido no solo ha doblado los votos que consiguiera en las elecciones de 2021 sobrepasando el 20 % de los sufragios, sino que también, caso de sumarlo al 29 % de los democristianos, acapararían la mitad del electorado exhibiendo una mayoría contundente en un Bundestag de 630 escaños.
Para remachar su firme negativo a conformar esa coalición conservadora, el futuro canciller arguye que la AfD “quiere todo lo contrario de lo que deseamos nosotros, y por tanto no es posible gobernar con ellos”.
La líder de la AfD no hizo excesivos aspavientos en su contestación, limitándose a emplazar a Merz a que explique al país por qué prefiere una coalición con la izquierda. Repreguntada cómo vería un tripartito entre la CDU, los socialdemócratas del SPD y los ecologistas de Los Verdes, Weidel contestó que, en tal caso, volvería a haber elecciones pronto, vaticinando que entonces su partido superaría también a los cristianodemócratas.
En cuanto a los socialdemócratas, el descalabro del SPD ha sido tan espectacular, pasando del 25,7 % que le dio la victoria en 2021 al 16 % actual, que le relega al tercer puesto en el hemiciclo parlamentario. Tan fuerte ha sido la derrota que Olaf Scholz se ha autodescartado para liderar a su partido en unas posibles negociaciones con Merz en vista de una hipotética Gran Coalición (Groko, en la jerga popular).
Es evidente que los votantes alemanes han mostrado su voluntad de que cambien las políticas lideradas hasta ahora por los socialdemócratas, en compañía de Los Verdes y de los liberales del FDP.
Los tres han sufrido un batacazo descomunal, que marca por lo tanto el giro a la derecha de Alemania, atemperado por el 8,5 % de votos conseguido por La Izquierda (Die Linke), integrada esta mayoritariamente por los poscomunistas de la antigua RDA. Por otro lado, parece que, al no obtener el mínimo del 5 % de los sufragios, quedan fuera del Parlamento tanto los liberales del FDP como los neocomunistas de la Alianza Sahra Wagenknecht (BSW).
Con este panorama, el próximo canciller, Friedrich Merz, no tiene muchas alternativas. Afirma querer diseñar una política que satisfaga a todos los alemanes, un deseo que quedaría bastante mermado si excluye del mismo a los doce millones de germanos que han votado por AfD, lo que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump considera a su vez una victoria propia: “Al igual que en Estados Unidos -escribía Trump en un mensaje a través de su red social- el pueblo de Alemania se ha cansado de una agenda sin sentido común, especialmente en energía e inmigración, que ha prevalecido durante muchos años”.
El camino que emprenda Merz marcará una senda para la Unión Europea, enfrentada ya a los descomunales retos y urgencias que le plantean el propio Trump, el presidente ruso, Vladimir Putin, y el poderoso líder de China, Xi Jinping. Acostumbrada Alemania a las largas negociaciones poselectorales para formar gobiernos de coalición, esta vez parece que no habrá tanto tiempo para redactar acuerdos puntillosamente detallados.
Alemania necesita cambiar rápidamente un paradigma que ya no existe: el de energía barata procedente del petróleo y gas de Rusia, y el de gran potencia exportadora basada en una incuestionable buena relación calidad-precio.
Y, en tanto que locomotora de Europa, tendrá que liderar, favorecer y apoyar los cambios que también la UE precisa para recuperar, siquiera sea parcialmente, el terreno perdido tanto para competir como para volver a sentarse a la mesa en la que los grandes adoptan las decisiones que afectan decisivamente al mundo. Una mesa de la que fue echada abruptamente en el encuentro bilateral EE. UU.-Rusia, celebrado en la capital de Arabia Saudí, para decidir el destino de Ucrania, que además es en buena parte el de la propia Europa.