Infierno en Países Bajos

Policía y manifestantes en una concentración contra el toque de queda en Eindhoven, Países Bajos, el 24 de enero de 2021. Foto Netherlands OUT / AFP / ANP / ROB ENGELAAR

Eso no podía pasar en Países Bajos. El espectáculo de cientos de manifestantes rompiendo comercios y mobiliario urbano, haciendo frente violentamente a la policía y aplicando técnicas de guerrilla urbana para incendiar y saquear todo lo que se encontraran a su paso, era más bien cosa de territorios más al sur o al este. Pues bien, otro mito que cae. Los holandeses, civilizados, austeros y respetuosos de la ley y el orden en su inmensa mayoría, también han tenido que contemplar  el gamberrismo teñido de terrorismo que tan a menudo se padece en otros países europeos y, por supuesto, en los Estados Unidos de América.  

Como siempre que estalla este tipo de disturbios, el pretexto suele ser lo de menos. Vale cualquier cosa para prender la mecha. En este caso, la excusa ha sido la imposición del toque de queda en todo el país entre las 21:00  y las 04:30. Una medida adoptada por el Gobierno en funciones del liberal Mark Rutte, tras el parte que situaba en más de 950.000 los contagios por la pandemia del coronavirus y en casi 14.000 los muertos.  

El movimiento de protesta, aparentemente espontáneo, parece haber contado con coordinadores locales, capaces de “desencadenar el infierno” simultáneamente en una quincena de ciudades, de Rotterdam a Urk, de Amsterdam a Breda, de La Haya a Eindhoven, de Tilburgo a Geleen o Den Bosch. La mayor parte de los casi doscientos detenidos esgrimen su “derecho a la libertad” para expresar su cólera con tanta violencia. Pero, entre los componentes de esas auténticas guerrillas urbanas se van encontrando desde los negacionistas antivacunas hasta los veteranos delincuentes habituados a la destrucción y el saqueo en cualquier sitio de Europa en el que se anuncie bronca, incluidos los integrantes de las supuestas peñas deportivas, cuyo cometido práctico ha derivado desde la sana animación al equipo al “hooliganismo” más violento.  

Los holandeses no vivían bajo la experiencia del toque de queda desde la Segunda Guerra Mundial, y la experiencia actual de rapiña y destrucción la consideraban propia exclusivamente de países a los que miraban muy por encima del hombro. De ahí, el asombro que les causa que este tipo de cólera global también haya irrumpido en su territorio. Incidentes, calificados como “los peores en cuarenta años” por las asombradas autoridades municipales, entre ellas el alcalde musulmán de Rotterdam, Ahmed Aboutaleb.  

No es protesta política sino violencia criminal 

El primer ministro liberal, Mark Rutte, ya en campaña electoral para los comicios del próximo mes de marzo, no admite reivindicación política alguna en los manifestantes cuando afirma que “la gente tiene razón al preguntarse qué es lo que tienen en la cabeza los alborotadores”, antes de subrayar que los disturbios son “violencia criminal, y así es como lo trataremos”.  

Pese a estar en funciones, si quiere revalidar su mandato, Rutte deberá  gestionar estos disturbios de forma que no sirvan de combustible a la extrema derecha, que aún sigue mirando más que de reojo al Reino Unido en lo que respecta a sus postulados antiinmigración, además de abrazar con bastante entusiasmo la primacía del interés holandés frente a todo lo que pueda significar solidaridad. Rasgos que en buena medida se han introducido y enquistado en todo el arco parlamentario. Valga como ejemplo el reciente escándalo de las casi 30.000 familias a las que la Agencia Tributaria holandesa persiguió desde 2014, acusándolas  injustamente de fraude hasta acorralarlas y arruinarlas, sin que ninguna fuerza política expresara ninguna duda ni se cuestionara las causas del drama.  

A Países Bajos se le miraba con envidia desde buena parte de Europa, especialmente desde el sur, desde donde se considera prácticamente una quimera llegar a sus escrupulosos niveles de honradez y tolerancia, y por  su modélico respeto general a las normas comunes de convivencia, o sea de democracia de calidad. Por supuesto, los vándalos que han desatado el infierno de estos días no van a destruir de un solo golpe ese espejo. Pero sí aproximan al país a lo que por desgracia padecen los ciudadanos honrados y tolerantes en otros países, donde los delincuentes actúan con mucha más frecuencia, convencidos de la rentabilidad neta de sus delitos, o sea de que tienen muchas más posibilidades de disfrutar de lo logrado por quebrantar la ley.