
Aunque sea desgarrador para los ucranianos contemplar cómo la OTAN y la UE atienden muy parcialmente sus peticiones de socorro ante la destrucción de su país por la Rusia de Vladímir Putin, no deja de ser encomiable, desde una perspectiva global, los intentos casi desesperados de ambos conglomerados por evitar el choque frontal, ése que “desencadenaría la III Guerra Mundial”, en palabras del presidente norteamericano Joe Biden.
Todas las maniobras de contención realizadas hasta ahora –negativa a imponer una zona de exclusión aérea, también de facilitar aviones de combate, entre las más destacadas- tal vez se revelen inútiles para evitar un choque que más tarde o más temprano terminará por producirse. La llave de ese apocalipsis está aún en poder del presidente ruso, quién finalmente decidió provocar una catástrofe con la que vengar la que según él fue la mayor de las acaecidas en el siglo XX: el derrumbamiento y desaparición de la Unión Soviética.
Putin ha interiorizado aquel desmoronamiento como la tragedia de todo un pueblo, el ruso, y él mismo se ha autoinvestido como el mesías destinado a restablecer no la URSS (el comunismo como tal no le interesa) sino el imperio de Pedro El Grande y la también magna emperatriz Catalina.
Sus hagiógrafos cuentan que Putin estaba aún en la República Democrática Alemana cuando en 1989 estallaba el júbilo por el derribo del Muro de Berlín, preludio del abatimiento de las estatuas y símbolos del poder soviético. Una muchedumbre de jóvenes alemanes se plantó delante del edificio del temible KGB, no lejos del cuartel de la no menos temida Stasi. Según el relato, un Putin a pecho descubierto verificó que el cargador de su pistola estaba con todas sus balas, bajó a la puerta, la abrió e hizo frente a las docenas de manifestantes con la penetrante frialdad de su mirada, la pistola amenazante y una sola frase de advertencia: “La vaciaré sobre todos ustedes si intentan asaltar el edificio, y la última bala será para mí”. Como en el poema, la multitud caló el chapeo, requirió la espada, fuese y no hubo nada.
Fuera o no exactamente así, la difusión de este relato tiene una intención clara: demostrar que el líder del Kremlin no se detendrá, y que antes de que se le acabe la munición sacrificará todo, la vida de los demás y la suya propia, en pos de esa misión que considera sagrada.
Previamente a que el presidente Yeltsin le sumara a su primer círculo de poder y de hacerle después primer ministro, Vladímir Putin incorporó a su propia historia personal la frustración de contemplar no solo el estallido de la URSS sino también la adhesión sucesiva a la OTAN de los países que Stalin convirtió en su área de seguridad en la Conferencia de Yalta, tratado que la OTAN jamás violó, ni siquiera cuando el pueblo húngaro se sublevó en 1956 ni cuando los tanques del Pacto de Varsovia irrumpieron en Praga en 1968.
El dictador ruso no ha cesado nunca de acusar a la OTAN de haber “traicionado” las promesas de no incorporar a los antiguos países de detrás del llamado Telón de Acero. No hay documento oficial alguno que pruebe esa supuesta promesa. Así parece haberlo reconocido el propio Putin cuando en el largo documental que le hizo Oliver Stone en 2015 afirmaba que fue un error de Mijail Gorbachov no haber plasmado por escrito las promesas que le habían hecho sucesivamente James Baker (secretario de Estado norteamericano), Helmut Kohl (canciller de la RFA), Margaret Thatcher (primera ministra del Reino Unido) y el entonces presidente de Estados Unidos, George Bush. “En política hay que escribirlo todo, aún cuando las garantías firmadas en un documento sean frecuentemente violadas”, le decía a Stone en el citado documental.
Pero, Putin ya vio en la primera fila del poder, cómo el Partenariado para la Paz creado en 1994, y al que se adhirieron 34 países incluyendo a la propia Rusia, ni colmaba las expectativas rusas de seguir siendo la superpotencia contraparte de la de Estados Unidos, ni tampoco la de los países más cercanos a la Federación Rusa: Polonia, Chequia y Hungría que, constituidos en el Grupo de Visegrado, y al que se uniría luego Eslovaquia, no cesaron de exigir su entrada en la OTAN, con mayor insistencia si cabe a raíz de la carnicería y destrucción total de la guerra de Chechenia y de la escisión de Moldavia de su región más oriental, la Transnistria.
Las dos grandes ampliaciones de la OTAN, tanto la de 1999 (Polonia, Hungría y República Checa) como la mayor de 2004 (Estonia, Letonia, Lituania, Eslovaquia, Rumania, Eslovenia, Bulgaria, Croacia y Albania) ya fueron tildadas por el entonces jefe de la diplomacia rusa, Evgueni Primakov, del “más gigantesco error [cometido por la Alianza Atlántica] desde el final de la Segunda Guerra Mundial”.
Según esa visión, el error hubiera sido aún mayor si la OTAN hubiera aceptado la recomendación del presidente George W. Bush en la cumbre de Bucarest de 2008 de invitar oficialmente a integrarse a Ucrania y a Georgia, decisión a la que se opusieron Francia y Alemania, los dos países europeos que más presiones sobre sus mutuos negocios recibieron de Moscú.
Aquel debate fue no obstante el punto de inflexión en el hartazgo de Putin, expresado con vehemencia en la siguiente reunión del Consejo OTAN-Rusia, en donde afirmó literalmente: “Ucrania no es ni siquiera un Estado. Una parte de su territorio procede del desmembramiento de Europa Central, y la otra, la más importante, es históricamente integrante de Rusia, que se la cedió”.
Omitió Putin deliberadamente en aquellas admoniciones recordar que, cuando se constituyeron las Naciones Unidas, la Unión Soviética impulsó la admisión de Ucrania y Bielorrusia como países con asiento propio, lo que equivalía a admitir que eran naciones supuestamente independientes.
La exasperación de Putin no se calmó con que los miembros de la OTAN enviaran la demanda de adhesión de Ucrania “ad calendas graecas”, antes bien comenzó a recuperar los “territorios perdidos” en 2014, o sea la estratégica península de Crimea y la región del Donbass. ¿Hasta dónde pretende llegar ahora? La respuesta es que, sin duda hasta el máximo posible, que pasa porque la OTAN y la UE se lo impidan.
El presidente ucraniano, Volodimyr Zelensky, ya ha ofrecido renunciar a su demanda de entrar en la OTAN. Pero, Putin quiere más: garantías de la denominada “finlandización” del país, y de paso la salida de la protección de la Alianza Atlántica de los países que antes estuvieron bajo la bota de su imperio. Absolutamente inasumible para Europa, para Estados Unidos y en definitiva para la civilización occidental, a la que no le quedará otro remedio que batirse. Lo contrario sería difícil de contemplar como algo distinto a una capitulación.