El diablo está en los detalles. Y, desde luego, de falta de ellos adolece el plan de Trump para resolver el problema palestino-israelí, titulado oficialmente ‘Peace for Prosperity’ (‘Paz por prosperidad’ en castellano) y bautizado por sus promotores como el ‘acuerdo del siglo’ (el presidente palestino, Mahmud Abbas, se apresuró en calificarlo de ‘bofetada del siglo’ y a decir “mil veces no” al mismo).
El documento concebido en la Casa Blanca y presentado este martes, que para unos nace muerto y para otros es un buen punto de partida para relanzar el proceso de paz en Tierra Santa –no ha contado con participación palestina en su elaboración-, se aferra aún a la posibilidad de crear un Estado palestino. Según el texto de 181 páginas lo que quedaría de Cisjordania estaría ya enteramente rodeada de territorio israelí. Para compensar la pérdida de territorio palestino según las fronteras fijadas en 1967, habría un intercambio de tierras: Tel Aviv se anexionaría distintas zonas de Cisjordania, incluido el valle del Jordán, y tendría que corresponder entregando suelo en el desierto del Néguev. Además, el plan de Trump y su yerno Jared Kushner prevé dar un fuerte impulso económico al país naciente con una inversión millonaria (hasta 50.000 millones de dólares confía la Administración Trump en reunir). Y luego está Jerusalén.
“Jerusalén es una ciudad que debe reunir a gente de todas las fes para que la visiten, recen, se respeten los unos a los otros y aprecien la majestad de la historia y la gloria de la creación de Dios”, asegura el ‘acuerdo del siglo’. La ciudad tres veces santa es, como tantas veces en la historia, incluida la del conflicto palestino-israelí, centro del problema. Para ambos bandos del conflicto la ciudad es su capital indivisible. Y no parece que, a tenor del plan de paz de la Casa Blanca y los hechos sobre el terreno, en esta ocasión Jerusalén vaya a ser parte de la solución.
Varias han sido las ocasiones -y con contundencia- en las que el presidente estadounidense o miembros de su Administración han expresado su deseo de que Jerusalén sea la capital “indivisible” del Estado de Israel (para los cristianos evangélicos, segmento entusiasta del apoyo electoral de Trump, el fin del mundo y la segunda llegada del Mesías no ocurrirá sin que antes se haya producido el regreso de los judíos del mundo a la Tierra Prometida, lo que explica su fervor por el Estado de Israel). Así, poniendo énfasis vocal en el adjetivo ‘indivisible’, lo hizo Trump ante el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu en Washington este martes. En 2017, la Administración Trump declaró a Jerusalén “capital soberana” de Israel y trasladó allí la Embajada estadounidense. Abbas le dijo a Trump entonces que “Jerusalén no está a la venta”, como ahora le ha vuelto a repetir respecto al conjunto de Palestina.
La realidad de que Jerusalén no será dividida no se compadece con la defensa en el documento de que la capital del Estado palestino se sitúe en Jerusalén Este bajo la denominación ‘Al Quds’ –que en árabe significa literalmente ‘la sagrada’. (O como el Estado de Palestina quiera llamarla, se concede en el texto). Una clara contradicción.
Pero una preposición nos da la pista del diseño de Jerusalén y su entorno asumido en el plan. Una capital ‘en’ Jerusalén Este no es lo mismo que Jerusalén Este vaya a convertirse en la capital de Palestina según las fronteras de 1967. “La capital soberana del Estado de Palestina debe estar en la sección de Jerusalén Este situada en zonas al este y al norte de la barrera de seguridad, incluidos Kafr Aqab, la parte oriental de Shuafat y Abu Dis (….)”.
Por tanto, a lo máximo que podrían aspirar a los palestinos es trasladar su capitalidad y la sede de sus instituciones a la periferia de Jerusalén Este. Al Qods estaría constituida por poblaciones cisjordanas que Israel se anexionó en 1980 con la Ley de Jerusalén. Según el plan, la capital palestina debería ser el distrito de Abu Dis. Lejos pues de la Ciudad Vieja y los lugares sagrados, que seguirían bajo soberanía exclusiva del Estado de Israel.
El alcalde de Abu Dis, Abu Hilal, ya se ha apresurado en rechazar el plan, como hizo en declaraciones al diario británico The Guardian: “Nunca seremos Jerusalén”. Lo cierto es que ni el mismo Israel considera el municipio como parte de su Jerusalén indivisible. El plan de Trump rescata una idea de los años 90 que contemplaba que el suburbio fuera, de manera interina, sede de las instituciones palestinas hasta que culminara el proceso de paz.
El ‘acuerdo del siglo’ contempla que los residentes árabes de Jerusalén en zonas situadas más allá de las líneas del armisticio de 1949 pero a este lado del muro “elijan una de las tres opciones” siguientes: convertirse en ciudadanos del Estado de Israel, ciudadanos del Estado de Palestina o mantener su estatus como residentes permanentes en Israel. El documento recuerda que “con el paso de los años, algunos residentes árabes de estas zonas (aproximadamente el 6%) han elegido convertirse en ciudadanos de Israel, y esa opción debe seguir estando disponible a los residentes árabes de estas zonas en el futuro”.
Según la resolución 181 de Naciones Unidas de 1949, Jerusalén tendría que haber sido desmilitarizada y estado controlada por la ONU hasta la celebración de un referéndum. Algo que, como es sabido, nunca ha ocurrido. En 1980 Israel aprobó la Ley de Jerusalén, que definía todo el territorio de la ciudad, incluida Jerusalén Este, como su capital indivisible. Con la resolución 478, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas declaró nula dicha anexión.
Hace poco más de tres años, el 23 de diciembre de 2016, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas reiteraba en su Resolución 2334 que Jerusalén Este es “territorio ocupado”. Tras la Guerra de los Seis Días en 1967, Israel se anexionó esta parte de la urbe, incluida la Ciudad Vieja, hasta entonces bajo administración jordana.
El plan de Trump contempla que Israel “continúe salvaguardando los lugares sagrados de Jerusalén y garantice la libertad de culto”. Además, el proyecto propone que el ‘statu quo’ en la Explanada de las Mezquitas o Monte del Templo se mantenga. El ‘statu quo’ establece que los judíos no pueden acceder a la Explanada para rezar, pero sí visitar la zona donde se ubicaron el Primer y Segundo Templo jerosolimitanos. Oficialmente el recinto está bajo custodia de Jordania, pero la realidad es que Israel lo controla desde la Guerra de los Seis Días.
Todo apunta a que la realidad de Jerusalén distará poco de la actual en los próximos años. Según datos del Jerusalem Post, a finales de 2015 la ciudad según las fronteras administrativas establecidas por Israel tenía 865.000 residentes, de los cuales el 63%, 528.700, eran judíos y el 37%, esto es, 323.000, árabes (siendo el 95% musulmanes y el 5% cristianos).
Resta ahora por ver si los palestinos se avendrán a sentarse a la mesa de negociaciones o no y si Israel tiene intención de asumir el plan a pesar del aparente entusiasmo del primer ministro Benjamin Netanyahu, acorralado por varias imputaciones por corrupción y a solo cuatro semanas de las nuevas elecciones al Parlamento o Knéset.
En lo que tal vez coincidan palestinos e israelíes -y más allá de sus fronteras- de entre las afirmaciones del presidente estadounidense esta semana es en que podemos estar ante “la última oportunidad” de intentar resolver el problema. Una de las grandes tragedias del siglo XX en cuyo centro se encuentra la ciudad tres veces santa.