Este documento es copia del original que ha sido publicado por el Instituto Español de Estudios Estratégicos en el siguiente enlace.
Publicado originalmente en: Energía y Geoestrategia 2023
En este capítulo se describe el esquema energético global y de una serie de países significativos, en la actualidad, tanto en lo que se refiere a la energía primaria, la energía final y la generación de electricidad. Se describen, igualmente, los efectos que este esquema está teniendo sobre el clima, debido, básicamente, a una masiva emisión de gases de efecto invernadero y siendo los principales gases de este tipo el dióxido de carbono y el metano. De la gravedad de estos efectos se deriva la necesidad de transitar hacia otro esquema energético que no esté basado en fuentes de energía que emitan estos gases.
Las únicas fuentes de energía conocidas libres de emisiones son las renovables y la nuclear, por lo que deben jugar un papel primordial en la transición energética. También se enfatiza la importancia de las tecnologías de almacenamiento de energía, centrales en un esquema dominado por fuentes intermitentes. Se comentan los elementos de dicha transición, los objetivos fijados en las diferentes cumbres sobre el clima, particularmente la de París, así como las posibles causas de que no se aborde con suficiente determinación.
En lo relativo a la energía nuclear se hace un repaso de la situación actual y la evolución reciente, analizando los principales consumidores de este tipo de energía, así como los principales fabricantes y exportadores de reactores nucleares. Se analizan los pros y los contras de la energía nuclear, con especial referencia al accidente de Fukushima y sus consecuencias. Se describe las diferentes tecnologías nucleares, incluyendo las diferencias entre los reactores de II, III y IV generación y la necesidad de enriquecimiento del uranio. También se incluye una descripción de la energía de fusión nuclear, el estado actual de la tecnología y sus perspectivas. Por último, se mencionan escenarios posibles de presencia de la energía nuclear en la transición energética, con especial referencia a la prolongación de la vida de los reactores actualmente en operación, los nuevos reactores en construcción de la generación III y el tratamiento de los residuos radiactivos, a corto, medio y largo plazo.
El contexto energético global
El consumo de energía es un componente esencial de la actividad humana, sea esta productiva o social. Es imprescindible en toda forma de extracción o transformación de materiales fósiles o inorgánicos, en la producción de alimentos, sean estos de origen animal o vegetal, en cualquier forma de transporte o movilidad, en el acondicionamiento de los hogares, etc. La energía, además, no admite reciclaje ni recuperación. Un átomo de hierro, de silicio o de aluminio que se use en algún tipo de dispositivo, sea este un electrodoméstico, un dispositivo electrónico, una infraestructura civil o una herramienta, puede siempre recuperarse (mediando un cierto aporte de energía) para que forme parte de otro dispositivo. Pero la energía útil, es decir, la energía de baja entropía, se disipa, una vez utilizada, irremediablemente como energía de alta entropía en forma de calor de baja temperatura al ambiente.
La energía no puede recuperarse y debe ser aportada de forma continua en cualquier proceso de transformación. A este respecto, cuando se habla de economía circular, en la que los materiales pueden ser utilizados una y otra vez, y los residuos pueden ser fuente de dichos materiales, se suele obviar que los procesos circulares (y también los lineales) requieren una inyección continua de energía útil y que esta no puede reutilizarse. No es posible que la circularidad afecte a la energía necesaria en los procesos de transformación.
El aumento de la prosperidad, o de la capacidad productiva de un país, está necesariamente ligada al aumento del consumo de energía. Este hecho resulta evidente en la comparación entre, por ejemplo, el Índice de Desarrollo Humano calculado por la ONU para todos los países del planeta y su consumo de energía per cápita. En los países más ricos, donde más energía se consume, y se ha consumido en el pasado, es posible reducir el consumo sin una pérdida significativa de bienestar, optimizando su uso y eliminando pérdidas y derroches. Pero en los países pobres, que lo son también en energía, el aumento de su bienestar requiere que dispongan de más energía. Es usual oír a personas del mundo opulento abogar por una disminución generalizada del consumo de energía, olvidando que en muchos países pobres los consumos son muy bajos, lo que redunda en un índice de bienestar igualmente muy bajo. Y, como estos últimos representan la mayoría de la población mundial, resulta difícil imaginar un futuro más justo para los sectores más desfavorecidos, en el que se produzca una disminución del consumo global de energía (aunque es perfectamente posible, imaginable y deseable que los países más ricos disminuyan su parte del consumo de energía). Es un hecho que la cantidad de energía primaria consumida en el mundo aumenta cada año y no parece que esa tendencia vaya a cambiar próximamente.
Otra cosa es la composición de las fuentes primarias de energía, cuya estructura sí que debe cambiar drásticamente por las razones que se indicarán en lo que sigue. El objetivo último del cambio es la sostenibilidad del sistema energético. Sostenibilidad económica, física, social y medioambiental. En efecto, en la actualidad, la principal fuente de energía primaria en el mundo son los combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas natural) y en mucha menor medida, las renovables (hidroeléctrica, solar fotovoltaica o térmica de concentración, biomasa o geotérmica) y la energía nuclear de fisión.
En el año 2021, según el BP Energy Statistics Review 2022, la energía primaria comercial (esto es, excluyendo la energía en forma de leña y otros combustibles naturales utilizados en países poco desarrollados) consumida en el mundo experimentó un aumento del 1,3% respecto del año anterior, suponiendo los combustibles fósiles un 82% del total, mientras que la energía nuclear representa aproximadamente el 4,5%, y las renovables, incluyendo la hidroeléctrica, el 13,5%. En Europa, los combustibles fósiles representan del orden del 70% del total de la energía primaria, la nuclear un 10% y las renovables un 20%. Finalmente, en España, las proporciones son 69%, 9% y 22%, respectivamente.
Más del 40% de la energía primaria se consume en los países desarrollados en la generación de electricidad. La transformación a partir de la energía térmica tiene una eficiencia media del orden del 30% al 40%, lo que da una fracción de algo más del 20% para la electricidad en el conjunto de la energía final (22,8% de la energía final en el caso de España en 2021, de acuerdo con el documento Balance Energético 2021 y Perspectivas 2022, del Club de la Energía). El resto se consume en el sector del transporte (con un rendimiento también muy bajo: solo se utiliza del 20% al 25% de la energía contenida en el combustible para mover vehículos, el resto se disipa en forma de vibraciones o calor al ambiente) y en calor, normalmente de alta temperatura, en la industria, y de media temperatura en los hogares. En los países en vías de desarrollo la presencia de electricidad como vector energético es menor, pero su desarrollo pasa necesariamente por aumentar el grado de electrificación de sus actividades, ya sean industriales o de consumo en los hogares.
El objetivo que se marcó la Unión Europea para 2020 fue que el 20% de la energía final consumida (incluyendo electricidad, transporte y calor industrial o doméstico) procediera de fuentes renovables (este era uno de los famosos objetivos 20-20-20). Ese objetivo se cumplió e incluso se superó ligeramente. España llegó al 21% de renovables, por delante de países que son, con frecuencia, considerados líderes en la transición energética, como Alemania, que se quedó en el 19,3%; Francia, en el 19,1%; y Holanda, en el 14%. La siguiente meta, fijada por la UE para 2030 se sitúa en el 32% de energía de origen renovable en el conjunto de la energía bruta final consumida.
La preponderancia de los combustibles fósiles en nuestras fuentes primarias de energía, actualmente y también a lo largo del último siglo y medio, tiene efectos colaterales adversos, algunos de ellos de enorme dimensión, que hacen que este esquema energético no sea sostenible. Las reservas de combustibles fósiles tienen un carácter limitado (aunque enormes en el caso del carbón), dado que se formaron hace millones de años a partir de materia orgánica sometida a condiciones extremas de presión y temperatura en la corteza terrestre, de donde se extraen, sin que sea posible ningún tipo de recuperación una vez que se consumen. Por otra parte, su muy irregular localización propicia oscilaciones en los precios y en la seguridad de los suministros, debidas a factores geoestratégicos o de mercado, y conflictos entre países. El caso del gas y el petróleo rusos son un ejemplo ilustrativo de lo que puede ocurrir con este tipo de energía o las decisiones tomadas por la OPEP (en el pasado y las que pueda tomar en el futuro). Pero, sobre todo, es importante el efecto de su combustión sobre el equilibrio térmico del planeta. Y es su uso masivo como combustibles lo que está en la base del llamado cambio climático.
El cambio climático
Los combustibles fósiles son compuestos de hidrógeno y carbono, por lo que su utilización masiva como fuente de energía genera enormes cantidades de dióxido de carbono (CO2) que es un gas de efecto invernadero. La Tierra recibe energía del sol en forma de radiación, esencialmente, aunque no únicamente, luminosa. Para mantener el equilibrio térmico, debe emitir al espacio una cantidad equivalente de energía, pero en forma de radiación infrarroja, como corresponde a la temperatura de la superficie terrestre, muy inferior a la del Sol. Se trata, pues, de energía radiante degradada, igual en cantidad pero muy diferente en calidad, inservible a efectos humanos. La atmósfera terrestre contiene gases transparentes a la luz pero opacos a la radiación infrarroja, lo que dificulta la emisión de esta última y tiene como efecto aumentar la temperatura de equilibrio del planeta. Es el llamado efecto invernadero, el mismo que se produce en los invernaderos agrícolas de paredes transparentes. El efecto invernadero natural, es decir el producido por la presencia de este tipo de gases en la atmósfera, muy minoritaria en proporción, sin intervención humana, eleva la temperatura media de la superficie por encima del punto de congelación del agua, mientras que estaría por debajo de dicho punto si no existiera la atmósfera y el efecto invernadero asociado a los gases que la conforman. Esta temperatura elevada posibilita la existencia de abundantes cantidades de agua líquida (y, según la opinión científica dominante, la existencia de vida).
Si se altera la composición de la atmósfera de forma significativa, aumentando, por ejemplo, la fracción de CO2 presente en la misma, se añade un ingrediente suplementario al efecto invernadero natural, esta vez de origen humano (antropogénico) que tiende a aumentar la temperatura de equilibrio. Es lo que llamamos el calentamiento global, un fenómeno del que desconocemos el detalle de sus efectos, pero del que sabemos que sus consecuencias serán, en realidad ya están siendo, muy graves. Tan graves, que podrían quebrar nuestro modo de vida y nuestra civilización (no así la existencia del planeta, de la vida o de la vida humana, como a veces se dice). La gravedad de sus efectos está ligada a la velocidad del cambio, ya que estamos modificando la composición de la atmósfera instantáneamente en términos geológicos, y a la tremenda complejidad de la actividad económica global, con abundantes intercambios y transporte de mercancías y personas, cuya pervivencia depende de la estabilidad de los factores climáticos.
Otros problemas de contaminación, como la polución en las ciudades producida por partículas emitidas por los motores de explosión que utilizan diésel o en la combustión del carbón, con presencia de metales pesados potencialmente tóxicos, o los residuos plásticos u otros no reciclables, son importantes para la salud, la biodiversidad y la conservación de nuestros campos y ciudades, pero no están relacionados con el cambio climático. El único factor del que este depende es la emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera.
Además del CO2, hay otros gases de efecto invernadero, siempre en cantidades pequeñas, aunque su efecto puede ser muy potente. El más importante de ellos es el metano, cuyo poder de invernadero por molécula presente en la atmósfera es del orden de 25 veces superior al del dióxido de carbono en un horizonte de unos cien años, pero su presencia es considerablemente menor que la de este último gas y su vida media en la atmósfera es mucho menor debido a su reactividad. Del orden de una década, mientras que el CO2 es una molécula inerte que tarda siglos en desaparecer. No obstante, la contribución del metano es significativa, de forma que los expertos consideran que contribuye a más de un tercio del aumento de temperatura desde la era preindustrial. El origen de sus emisiones está en la ganadería y la agricultura intensivas, en la descomposición de residuos orgánicos y en la extracción y transporte del gas natural (que es esencialmente metano), lo que añade un nuevo factor negativo al uso del gas natural como fuente de energía primaria.
Energías renovables y nucleares
Las energías renovables, hidroeléctrica, eólica y solar tienen pocos efectos secundarios. Básicamente sobre el paisaje y, en menor medida, sobre ciertas especies de aves que podrían ser dañadas por los artefactos generadores de energía, aspectos negativos con frecuencia sobrevalorados en comparación con sus numerosos aspectos positivos. Se trata de una energía muy dispersa que requiere la utilización de grandes superficies para poder convertirla en energía útil. Y tienen un gran inconveniente: la intermitencia, que genera desajustes entre la generación de energía, que depende de fenómenos climáticos poco predecibles y nada controlables, y el consumo, que depende de los patrones de vida de las personas. No son concebibles, por tanto, como una alternativa completa, a menos que exista alguna fuente de energía de respaldo, que cubra las irregularidades de su producción, o bien un sistema de almacenamiento eficaz y masivo que permita acudir a él cuando la demanda supera la generación y reponer sus reservas cuando sea la generación de energía la que supere la demanda.
Le energía nuclear, por su parte, es previsible y su coste depende de forma muy marginal del precio del combustible, lo que la pone a salvo de oscilaciones en su precio debidas a factores geoestratégicos o políticos. De todo el gasto necesario para el funcionamiento de un reactor nuclear a lo largo de toda su vida útil, el combustible apenas representa un 12%-15%, y de esta cifra solo la mitad corresponde al precio del uranio, la otra mitad está asociada a los procesos de enriquecimiento y fabricación de las barras de combustible. Pero tiene inconvenientes importantes, ya conocidos. En primer lugar, la cuantiosa inversión inicial en la construcción y puesta en marcha de un reactor, lo que disuade, en muchos casos, de la iniciación de tal inversión, a menos que se produzca la participación o el respaldo del Estado. Genera residuos radiactivos, algunos muy tóxicos o de larga duración, que requieren un almacenamiento adecuado y vigilado durante largos periodos de tiempo. La solución definitiva al problema de los residuos (su conversión en isótopos estables, no radiactivos) puede plantearse en el laboratorio, pero estamos muy lejos de que pueda aplicarse de forma industrial.
Quizá el inconveniente más serio de la energía nuclear sea la posibilidad de accidentes graves. No por los efectos inmediatos sobre las personas o el medio ambiente, que es lo que trasciende de forma más inmediata al público y a los medios de comunicación. La nuclear es probablemente la más segura de las industrias y sus accidentes provocan menos destrucción y muertes que muchos fenómenos naturales o accidentes en otros sectores. Pero hay un aspecto importante que debe ser subrayado y que se deriva de la experiencia, sobre todo, de Chernobyl y Fukushima. Se trata del ingente coste económico y social de accidentes que, por comparación con otros, podrían ser considerados poco graves. En el caso de Fukushima, por ejemplo, el terremoto y el tsunami que desencadenaron la catástrofe en 2011, causaron más de 25.000 muertos y desaparecidos, y una enorme destrucción de edificios e instalaciones, pero sus efectos no fueron duraderos y los daños, excepto las pérdidas humanas, pudieron ser reparados con cierta rapidez. Sin embargo, la quiebra de los sistemas de refrigeración en los reactores afectados, inducida por el terremoto y el tsunami, y el escape de material radiactivo al entorno, produjeron efectos que siguen estando presentes hoy. Es necesario seguir enfriando los reactores dañados, se siguen produciendo grandes cantidades de residuos y hay áreas muy extensas, en las que estaban ubicadas ciudades enteras, que han debido ser evacuadas y su recuperación es cara, larga y difícil. En los primeros días después del accidente, tuvieron que ser evacuadas del orden de 78.000 personas, se declaró una zona restringida de 20 km de radio alrededor del complejo nuclear y la zona evacuada por peligro de contaminación es de gran extensión: 50 km de largo por 15 km de ancho. En 2012 se llegó al máximo de evacuados, 165.000, mientras que en la actualidad todavía quedan unos 32.000 residentes de zonas próximas a la central que continúan evacuados.
A veces se argumenta, por los representantes de organizaciones ecologistas, que la energía nuclear genera también dióxido de carbono, lo que es una afirmación engañosa. La construcción y el transporte de los componentes de un complejo energético implican consumir energía y, si esta es de origen fósil, una cierta cantidad de emisiones. Esto afecta a todas las fuentes de energía: nuclear, hidroeléctrica, otras renovables o combustibles fósiles. Pero la parte importante de las emisiones se da en el proceso mismo de generación de energía. Lo que ocurre únicamente cuando esta se produce a través de la quema de combustibles fósiles. Las emisiones asociadas a la construcción del reactor o la fabricación de combustible son una fracción muy menor y afectan por igual a todas las instalaciones de generación de energía, incluidas las de origen renovable.
Un esquema sostenible
¿Cómo sería un esquema energético sostenible y con los menores daños al entorno? Sin duda uno basado de forma mayoritaria y, quizá a muy largo plazo, únicamente, en energías renovables. Es decir, algo muy alejado del esquema actual. De las fuentes de energía usadas en la actualidad, las menos sostenibles y las más dañinas son los combustibles fósiles, y el cambio climático que su uso puede precipitar es el mayor peligro global para la humanidad. Y, si no cambian de forma significativa las tendencias actuales, este se manifestará en las próximas décadas y tendrá efectos considerables sobre la salud, la agricultura, la economía, los transportes, los fenómenos atmosféricos o la dinámica de los mares.
Como advirtió James Lovelock, el científico que concibió la teoría Gaia sobre el conjunto de los fenómenos terrestres y que inspiró la creación de los primeros movimientos ecologistas, los efectos del cambio climático siempre serán más desastrosos, por ser más globales, que los de cualquier accidente en una central nuclear, que siempre serán más locales y no afectarán a la dinámica del planeta en su conjunto. En un artículo publicado en junio de 2004, con el significativo título de La Energía Nuclear es la Única Solución Ecológica, desarrolla este tipo de ideas y escribe literalmente «[…] yo soy ecologista y ruego a mis amigos del movimiento que abandonen su equivocada objeción a la energía nuclear […]».
Lo que no sabía Lovelock en esa fecha es que, además del coste desorbitado de la recuperación de accidentes menores en instalaciones nucleares, en comparación con accidentes mucho más graves en otro tipo de instalaciones o estructuras, gracias al trabajo de ingenieros y científicos, el coste de la energía producida a partir de fuentes renovables, en particular del sol y del viento, ha disminuido vertiginosamente en un periodo del orden de una década, siendo hoy competitivas con las fuentes convencionales (no renovables). El coste de la electricidad fotovoltaica ha disminuido en un 90% entre 2009 y 2021, y el de la eólica un 72% en el mismo periodo de tiempo (por comparación, el coste de la electricidad nuclear ha aumentado un 36%, singularmente debido a las mayores medidas de seguridad exigidas por los reguladores). Y es este factor, el de la considerable reducción del coste de las energías renovables, el que hace más realista un horizonte en el que la generación de energía para sostener el conjunto de las actividades humanas esté dominada por este tipo de fuentes, algo inimaginable para Lovelock en 2004.
Este es el objetivo a largo plazo hacia el que debemos movernos. Pero está claro que el tránsito a este nuevo esquema energético sostenible y con impactos ambientales poco significativos, que hay que iniciar y recorrer a la mayor velocidad posible, será largo y costoso. Es lo que se ha llamado la transición energética. Hoy hay gran cantidad de gente que manifiesta su preocupación por el cambio climático, pero no estoy muy seguro de que entiendan cabalmente la extensión y profundidad de lo que implica la lucha contra este fenómeno. En general, los entrevistados acerca del asunto se refieren al reciclaje de residuos, la menor utilización de plásticos, etc, cosas que no están relacionadas directamente con el cambio climático, que depende únicamente del consumo de energía y la naturaleza de las fuentes de esta energía. Tampoco estoy seguro de que estén claros, como en toda transición, los costes que es necesario afrontar, tanto económicos como en cambios de nuestro modo de vida. Lo que, por el contrario, se desprende de los episodios vividos en los últimos tiempos, asociados a los precios de los combustibles fósiles, los impuestos verdes o las restricciones en el uso de ciertas energías o el transporte privado, es que no estamos dispuestos ni siquiera a cambios menores. Estamos de acuerdo en luchar contra el cambio climático y propiciar la transición energética, pero siempre que no nos afecte.
En mi opinión, aunque hay multitud de aspectos y actuaciones que pueden coadyuvar, el objetivo esencial de la transición es la disminución drástica de la presencia de los combustibles fósiles en la dieta energética, especialmente el carbón, que es el combustible más contaminante (por la producción de CO2, mayor, por unidad de energía, que la de otros combustibles fósiles, y por la liberación a la atmósfera de partículas y compuestos perjudiciales). Actualmente, más de las tres cuartas partes del dióxido de carbono emitido a la atmósfera procede del sector de la producción de energía (unos 34.000 millones de toneladas de CO2 para el año 2021, que asciende a unos 39.000 millones de toneladas si añadimos las emisiones de metano con su adecuado factor de equivalencia). De esa cantidad, del orden de la mitad es absorbida por los sumideros naturales, la vegetación y los mares, mientras que el resto se queda en la atmósfera y contribuye a aumentar su proporción en la misma. Para tener una idea del ritmo en el aumento de las emisiones, en el año 2000 se emitieron 26.000 toneladas de CO2.
China se sitúa muy destacadamente en cabeza, con el 31% del total de emisiones generadas por el sector energético, y Estados Unidos contribuye con un 14%. Europa, por su parte, ocupa un modesto papel, con un 10% de las emisiones totales (un 7,5% de la UE), al tiempo que desarrolla una política muy activa, de liderazgo moral, en el proceso de reducción de emisiones. Los miembros de la Unión Europea han consensuado el objetivo de reducirlas, en 2030, un 55% respecto de las registradas en 1990 (aunque últimamente se está proponiendo aumentar ese porcentaje al 57%). De hecho, por estas fechas, la reducción es ya superior al 30%, en parte debido al cierre de empresas obsoletas muy intensivas en energía, sobre todo en el este de Europa. Por ejemplo, en Alemania, que clausuró gran parte de la industria obsoleta de Alemania Oriental, las emisiones se han reducido casi en un 39%. Queda mucho, sin embargo, por recorrer en los años que restan hasta 2030 y exigirá un considerable esfuerzo de sustitución de combustibles fósiles por fuentes sin emisiones. Y las únicas fuentes conocidas sin emisiones son las energías renovables y la energía nuclear.
A veces se habla de reducción de emisiones hasta llegar a la «neutralidad», lo que significa emitir tanto gas como puedan absorber los sumideros naturales. En mi opinión, este tipo de consideraciones, referidas a países o regiones geográficas, es engañoso porque no es posible delimitar cuáles son los sumideros asociados a determinadas emisiones y ocurre que pueden contarse estos varias veces. La neutralidad solo tiene sentido globalmente, para el conjunto del planeta. Para países o regiones, lo único claramente definido son las reducciones netas de emisiones.
También se argumenta, a veces, que las emisiones globales no son significativas, ya que dependen de la población de cada país. En particular, China sería el mayor generador de emisiones de gases de efecto invernadero porque es el país más poblado del mundo. Así que lo significativo son las emisiones per cápita, que miden mejor lo que contribuye cada habitante del planeta al cambio climático, conclusión con la que yo estoy de acuerdo. Pues bien, según la Agencia Internacional de la Energía, los países con una cantidad más alta de emisiones per cápita son los del Golfo Pérsico (desde Catar, con más de 34 toneladas por persona y año [t/(pa)], a Arabia Saudí, con más de [16 t/(pa)] y Estados Unidos, este último del orden de 14 t/(pa). Muy por debajo está la Unión Europea, con un promedio de algo más de 6 t/(pa), lo que demuestra, por comparación a la cifra de los Estados Unidos, que en los países desarrollados es posible reducir emisiones sin comprometer el nivel de vida. China, por su parte, ha superado a Europa y se sitúa en más de 8 t/(pa). Rusia está en las 13,5 t/(pa) e India emite aproximadamente 1,9 t/(pa), que está en el promedio de los países menos desarrollados. España está emitiendo unas 5 t/(pa) y Alemania del orden de 8 t/(pa). Como puede deducirse fácilmente de la cifra total de emisiones y la población mundial, el promedio de emisiones en el mundo es de algo más de 4 t/(pa).
Lo que podemos decir del tránsito hacia un esquema energético más sostenible es que no se está recorriendo con suficiente rapidez. En efecto, las emisiones de CO2 no han dejado de aumentar a nivel global desde que empezó a formularse el problema de forma pública. En particular, en 2021 aumentaron un 6% respecto a 2020, año en el que se produjo una reducción de emisiones debido a la disminución de la actividad económica ligada a la pandemia de COVID-19, recuperando así los niveles de 2019. Este resultado es el efecto de un aumento en el uso del carbón como fuente de energía, responsable de más del 40% de las emisiones (el petróleo supone, por su parte, del orden del 30%), lo que choca frontalmente con los objetivos de reducción de emisiones (y de todo tipo de contaminaciones generadas por el carbón). Para mayor abundamiento, este año estamos viendo que las perturbaciones en el mercado del gas natural como consecuencia de la guerra de Ucrania, están propiciando la reapertura de minas y centrales de carbón en Europa.
Así que, de no producirse un cambio radical en las políticas energéticas que permita iniciar la senda del descenso, las perspectivas climáticas son más bien sombrías. En los sucesivos números de los World Energy Outlook, de la Agencia Internacional de la Energía, se contemplan escenarios de reducción de emisiones en los que el máximo está, normalmente, en el año de su publicación, para disminuir después rápidamente en los años sucesivos, pero el hecho es que no se ha visto todavía esa reducción, con la excepción coyuntural de 2020 debido a la pandemia de COVID-19. China, por ejemplo, primer país en la producción de emisiones, anunció que seguirá aumentándolas hasta llegar al máximo en 2030.
En la cumbre climática de París, en 2015, se acordó tomar las medidas necesarias para evitar que la temperatura media del planeta no superase durante este siglo los 2ºC respecto de la época preindustrial. Y la insistencia de los grupos ecologistas consiguió que se añadiera la conveniencia de no sobrepasar los 1,5ºC. Pero si el primer objetivo es difícil de alcanzar, el segundo es prácticamente imposible. En la actualidad se ha llegado ya a un aumento de 1,1ºC-1,2ºC, siendo más rápido el incremento de temperatura en Europa que en los otros continentes, según concluyen los estudios al respecto. Y, en el mejor de los casos, que se aplicaran íntegramente las medidas anunciadas en la cumbre de París, cosa que no está sucediendo, los expertos calcularon que se llegaría a un incremento superior a los 2ºC y próximo a los 3ºC.
Se han aducido multitud de motivos para explicar la falta de convicción con la que se está abordando (es decir, no se está abordando adecuadamente) este problema. En mi opinión, la causa fundamental es que se trata de un problema que requiere actuaciones locales pero cuyas consecuencias son globales. Dicho con otras palabras, no hay correspondencia entre las actuaciones políticas o esfuerzos hechos por un país con los resultados obtenidos para ese país. Si todo el mundo actúa con decisión y las emisiones se reducen, nosotros, aunque no hayamos hecho nada, nos beneficiamos, puesto que el cambio climático es un fenómeno que afecta a todo el planeta. Por el contrario, si nosotros hacemos un gran esfuerzo por reducir emisiones pero el resto del mundo no procede de igual forma, vamos a sufrir igualmente las consecuencias negativas. Se trata de un problema cuya solución o es generalizada o no es solución. De ahí su notable dificultad.
En el periodo de casi un millón de años anterior a nuestros días, se ha podido medir la composición de la atmósfera de nuestro planeta, registrándose oscilaciones entre las 200 partes por millón (ppm) en volumen y las 300 ppm de CO2 hasta el inicio de la revolución industrial. Desde entonces, la atmósfera se ha enriquecido en dicho gas hasta llegar en la actualidad a los 417 ppm, con una derivada creciente (en el caso del metano, su presencia en la atmósfera es del orden de 1,9 ppm, cuando en la era preindustrial era de 0,7 ppm). El incremento aproximado de la presencia de CO2 en la atmósfera es, con el sistema de producción de energía actualmente en vigor, de unas 2,5 ppm por año. Lo que se ha traducido en el aumento de la temperatura media del planeta ya mencionado. Esto quizá pueda parecer poco, pero se ha producido en un instante, desde el punto de vista geológico, sin tiempo para que se desarrolle ningún mecanismo adaptativo. Por otra parte, para apreciar lo que este incremento supone, conviene recordar que durante la llamada Pequeña Edad de Hielo, un periodo particularmente frío registrado entre los siglos XIV y XVIII aproximadamente, la disminución de la temperatura media del planeta fue del orden de medio grado centígrado. Los científicos expertos en el tema han establecido que, si se llega a las 450 ppm, la temperatura aumentará en 2 ºC y, a partir de ese momento, podrán producirse efectos multiplicativos en el cambio climático de consecuencias difícilmente predecibles pero, en todo caso, de gran magnitud.
De ahí que lo prioritario sea instalar cada vez más renovables que puedan sustituir a los combustibles fósiles, y no usarlas para cerrar instalaciones nucleares, que no emiten gases de efecto invernadero. Que es, justamente, lo que hicieron Alemania y Japón tras el accidente de Fukushima, aumentando su dependencia del gas natural (en el caso de Alemania, incrementando su ya considerable dependencia del gas ruso) y el carbón, y arruinando sus planes para la reducción de emisiones. La conclusión, en mi opinión, es que hay que reducir la contribución de los combustibles fósiles en la producción de energía hasta un mínimo, tendencialmente a cero, antes de clausurar instalaciones nucleares.
Generación de electricidad
En lo que sigue, nos concentraremos en la generación de electricidad por varios motivos: es el sector al que contribuye la energía nuclear, hay una tendencia general en las sociedades contemporáneas a aumentar su grado de electrificación, dado que se trata de un vector energético de enorme versatilidad y, finalmente, porque el sector del transporte está virando hacia su electrificación, consumiendo electricidad en lugar de depender casi en su totalidad de derivados líquidos del petróleo, como ocurre en la actualidad.
Pues bien, según el BP Statistical Review mencionado con anterioridad, la producción de electricidad está dominada hoy en el mundo por el uso del carbón, en un 36%, y el gas natural (metano), en un 23%, mientras que la energía nuclear contribuye con un 10% y las renovables han alcanzado el 28%, suponiendo la energía hidroeléctrica algo más de la mitad de la contribución de las renovables. Con casos llamativos como los de Estados Unidos, donde el gas natural contribuye con más del 38% y el carbón con el 22% a la generación de electricidad; China, cuya electricidad depende en un 63% del carbón; o Alemania, para el que este último porcentaje se sitúa en el 28%. En España, el carbón ha desaparecido casi totalmente, las renovables suponen del orden de un 46%, la nuclear un 21% y el gas natural un 25%. Es decir, la electricidad generada con fuentes no emisoras de gases de efecto invernadero (nuclear + renovables) llega en España hasta el 67%.
Conviene recordar aquí que la potencia instalada eólica o solar solo está operativa, en promedio, la cuarta parte del tiempo o menos. Durante las otras tres cuartas partes no hay viento ni luz solar suficiente para producir energía. De donde se deduce que un horizonte de solo renovables requeriría, al menos, la instalación de cuatro veces la potencia media consumida; en realidad más para hacer frente a los picos de demanda o a las paradas por averías o por mantenimiento. Además, habría que arbitrar instalaciones de almacenamiento a gran escala para la electricidad en red y dispositivos portátiles de almacenamiento para el sector del transporte.
Hay varios procedimientos para el almacenamiento masivo de electricidad, pero el más experimentado, simple y de considerable eficiencia, es el bombeo de agua en embalses de doble vaso. Cuando hay abundancia de electricidad generada, en días de mucho sol o días o noches de mucho viento, superando a la demanda, esa electricidad servirá para activar las bombas que eleven el agua del vaso inferior al superior, mientras cuando ocurra lo contrario, porque no haya sol o viento suficiente, la electricidad se generaría aprovechando el agua almacenada en el vaso superior. Este procedimiento no serviría en países llanos, sin diferencias de alturas naturales, como Bélgica u Holanda, en cuyo caso la solución sería una potente red de interconexiones con países de orografía suficiente, algo perfectamente factible en la Unión Europea. El inconveniente principal es la necesidad de construir embalses, lo que genera considerables recelos en ciertos sectores de la sociedad.
En cuanto al almacenamiento portable para el sector del transporte, la industria se está apoyando en el avance tecnológico registrado en las baterías, tanto en su capacidad de almacenamiento como en su densidad energética (energía almacenada por unidad de masa de la batería). Un avance que, sin duda, se seguirá dando en ambos aspectos, así como en la utilización de materiales más comunes y no contaminantes.
La muy publicitada solución del hidrógeno me parece menos prometedora. El hidrógeno no existe, en sus variedades atómica o molecular, en estado natural en nuestro planeta (sí en Júpiter, o en el sol, o en el resto de la galaxia). En la Tierra se encuentra combinado con el oxígeno en forma de agua o con el carbono en forma de hidrocarburos. Extraerlo del agua por electrólisis demanda una gran cantidad de energía, de largo superior a la que luego se obtendría a partir del hidrógeno en las pilas de combustible (fuel cells). En el caso del llamado hidrógeno verde, obtenido del agua a partir de energías renovables, es más eficiente almacenar esta energía en forma de electricidad, si es que hay dispositivos de almacenamiento adecuados, y luego utilizarla directamente. Aun así, puede que haya nichos de actividad para los que el peso o el volumen de las baterías resulte determinante (la aviación, por ejemplo) en los que el hidrógeno pueda cumplir su papel de almacenamiento y vector energético, o puede utilizarse como input para la síntesis de combustibles sintéticos (en la actualidad ya se obtiene hidrógeno, principalmente del gas natural, es decir, no verde, y se utiliza para la síntesis química de determinados compuestos). Pero no puede competir ventajosamente con la electricidad como vector energético de forma generalizada.
En todo caso, el problema del almacenamiento en la transición a un esquema energético sostenible, dominado por la prevalencia de las energías renovables (es decir, intermitentes) es central en la investigación y el desarrollo tecnológico asociados a la energía. Es, en mi opinión, el factor clave para determinar la naturaleza de un esquema energético sostenible. Además, es la forma más sostenible y limpia de energía de respaldo para cubrir los picos de demanda, papel que juega actualmente el gas natural dada la versatilidad de las centrales que utilizan este combustible.
Como se deduce de todo lo anterior, el camino hacia ese objetivo final será largo en tiempo y costoso en recursos, por lo que una solución complementaria a la intermitencia inevitable de las fuentes renovables es imprescindible en todo ese proceso transitorio. En realidad, solo hay dos fuentes primarias que puedan jugar ese papel de asegurar la generación de base: el gas natural y la nuclear, una vez que se ha demostrado que el carbón y los combustibles líquidos derivados del petróleo son los principales agentes del cambio climático. De ahí que en la taxonomía energética de la Comisión Europea se haya calificado a ambas fuentes de sostenibles, aunque, en sentido estricto, no sean verdes.
La energía nuclear en el mundo hoy
De acuerdo con el World Nuclear Industry Status Report 2022, en la actualidad existen activos en el mundo 411 reactores nucleares, 26 menos que hace diez años, 29 en parada de larga duración y 53 en construcción, más de la mitad de los cuales en China e India. Estas cifras difieren ligeramente de las proporcionadas por la Agencia Internacional de la Energía (AIE) o la Organización Internacional de la Energía Atómica (OIEA) debido a diferencias en la definición de reactor en operación o en parada de larga duración, pero las pequeñas diferencias no modifican los datos básicos. El mencionado informe prevé que el número de reactores nucleares en operación irá disminuyendo paulatinamente hasta quedar del orden de 130 en 2050. Sin embargo, la OIEA y la AIE consideran que los problemas de precio y seguridad de suministro de los combustibles fósiles se prolongarán durante décadas y sugieren que en 2050 aumentará notablemente la producción nuclear, aunque se mantendrá en el mismo porcentaje, alrededor del 10%, de la generación eléctrica global.
En efecto, los reactores activos contribuyen actualmente en un 10% a la generación eléctrica global, desde una contribución del 17,5% en 1996, habiéndose registrado en 2021 un ligero aumento en la generación de electricidad del 4% respecto de 2020, lo que no es significativo debido al parón de la economía durante la pandemia. La potencia media es de unos 900 MW por reactor. El primer reactor sin fines militares, para producción únicamente de electricidad, se conectó en la URSS a la red en 1954 y su número fue aumentando hasta el año 1990 en que, por primera vez, el número de cierres fue superior al de nuevas conexiones. En Europa, la energía nuclear supone actualmente alrededor del 26% de la electricidad generada, mientras que en España esa contribución es del 21%.
Hay 33 países con instalaciones de energía nuclear, destacando el caso de los Estados Unidos, con 92 reactores activos, 12 menos que hace diez años, que proporcionan el 18% de la electricidad generada en ese país. La mayoría de esos reactores llevan mucho tiempo en operación, acercándose o sobrepasando los 40 años, habiendo entrado en operación los más recientes hace unos 25 años. Casi todos ellos tienen ya licencia por parte del regulador estadounidense para prolongar su vida en 20 años y algunos la tienen por 40 años más allá de su vida de diseño (normalmente 40 años) una vez realicen los trabajos de actualización que indique el regulador.
El siguiente país en número de centrales nucleares es Francia, con 56 reactores activos. El caso de Francia es particular en Europa, ya que su producción de energía nuclear llega (normalmente) al 70% de la producción total (el máximo se alcanzó en 2005 con un 78%), generando más electricidad de la que consume y exportando cantidades significativas a los países limítrofes, en especial a Italia, que clausuró todas sus instalaciones nucleares en 1987. La edad media de esos reactores es bastante elevada, unos 37 años, pero muchos de ellos están autorizados a continuar más allá de su vida de diseño. En Europa, estas prolongaciones se autorizan por periodos de diez años.
Pero el modelo francés presenta importantes problemas derivados de su monocultivo nuclear. En efecto, durante la mayor parte de 2022, ha estado inactiva la mitad de sus reactores, en particular 32 de los 56 a principios de septiembre de dicho año, por problemas de mantenimiento al descubrirse fisuras en el sistema de refrigeración que podrían suponer un riesgo potencial de accidentes en todo el parque, lo que ha obligado a detener el funcionamiento de la mayoría de ellos y someterlos a revisión y eventual reparación. Esto ha supuesto pérdidas masivas, se estima que hasta 29.000 millones de euros para Electricité de France (EDF), lo que elevará la deuda de la compañía hasta más de 60.000 millones de euros a finales de 2022 según los expertos. La parada masiva de las centrales francesas durante parte de 2021 y 2022 ha implicado la reapertura de instalaciones de carbón ya clausuradas, además de una notable importación de electricidad de España y de otros países limítrofes durante este periodo de tiempo (normalmente es España quien importaba electricidad de Francia, aunque en cantidades pequeñas).
En este tiempo, además, se ha puesto de manifiesto la escasez de interconexiones eléctricas (y de gas, como ha quedado claro también desde que se inició la guerra de Ucrania, debido a la crisis del gas ruso en Europa) entre los dos países. Actualmente estas interconexiones se encuentran en un 2,8% de la generación total en España, cuando según la UE deberían estar al nivel aproximado de un 10% y aumentando, cosa que ocurre entre otros países de la Unión.
El tercer país en cuanto a generación eléctrica de origen nuclear es China, con 55 reactores activos, aunque, dadas las enormes necesidades de electricidad del país, apenas llegan a proporcionar el 5% del total. Los reactores en operación en China son bastante jóvenes, con una vida media de 9 años, y hay planes para seguir aumentando su parque nuclear hasta los 60 a 70 reactores en 2025, como parte del objetivo de llegar en esa fecha al 39% de electricidad no procedente del uso de combustibles fósiles (es decir, nuclear y renovables) desde el 32,5% en 2021.
Tres países, Estados Unidos, Francia y China suponen el 57% de la producción nuclear mundial. Otros países con una contribución significativa de lo nuclear a la generación eléctrica son Rusia, con 37 reactores, Corea del Sur, con 24, o India, con 19. En España siguen en operación 7 reactores nucleares que generan el 21% de la electricidad producida, cuando el máximo, del 40%, se alcanzó en 1989.
Cabe reseñar que la producción nuclear ha descendido en todos los países nuclearizados en el último decenio, excepto tres de ellos: China, India y Rusia, con crecimientos del orden del 2% en dicho periodo de tiempo.
El caso de Japón es interesante. Hasta el accidente de Fukushima, en 2011, había en funcionamiento unos 50 reactores nucleares que proporcionaban un tercio de la electricidad consumida en el país. Inmediatamente después del accidente se apagaron la mayoría de ellos, hasta el punto de que, durante 2013 y 2014, no quedó uno solo en operación. La potencia clausurada se suplió en buena parte con combustible fósiles, lo que llevó a Japón a abandonar sus objetivos de reducción de emisiones. Posteriormente se han ido abriendo algunos de ellos; actualmente hay 10 en operación, aunque solo 7 de ellos están conectados a la red y generando electricidad. Del orden de 20 reactores han sido clausurados definitivamente, mientras que el resto está en parada de larga duración hasta que se resuelva su futuro, lo que está sujeto a una intensa batalla legal. Tras la guerra de Ucrania, debido al aumento de precios de la energía, se está produciendo un cambio paulatino en la opinión pública japonesa en relación con la energía nuclear. En una encuesta realizada en julio de 2022, un 48,4% de los encuestados se mostraban favorables a reiniciar la actividad de los reactores, cuya seguridad hubiera estado certificada por el regulador, y el 27,9% eran contrarios. Hace tan solo 4 años, los porcentajes eran aproximadamente los contrarios.
En Alemania, cuatro días después del accidente de Fukushima del 11 de marzo de 2011, el Gobierno presidido por Angela Merkel decretó el cierre inmediato de los 8 reactores más antiguos de los 17 que había en operación en ese momento, generando alrededor de la cuarta parte de la electricidad en el país. Estableció, además, un calendario de cierre que culminaría a finales de 2022 con la clausura de los últimos tres reactores en operación a diciembre de ese año. La potencia suprimida se compensó en parte con renovables pero, sobre todo, por medio de carbón y del gas ruso, del que empezaron a depender en una situación de cuasi monocultivo, similar al caso de Francia con la energía nuclear. Y, como en el caso de Francia, ese cuasi monocultivo ha tenido graves efectos colaterales. Una de las consecuencias de la guerra de Ucrania ha sido comprometer el suministro de gas ruso y, en consecuencia, la generación de electricidad, hasta el punto de que han vuelto a ponerse en operación instalaciones (minas y centrales) ya clausuradas, basadas en el consumo de carbón, algo que va en contra de cualquier objetivo de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. La situación es tan comprometida que el Gobierno de coalición con Los Verdes ha acordado no clausurar de modo definitivo las tres centrales nucleares que quedan en operación y mantenerlas, en principio hasta mediados de 2023, en condiciones de poder activarse de nuevo.
Una de las enseñanzas de los casos de Francia y Alemania es que lo más sensato es no depender en exceso de una fuente de energía primaria, sino mantener un mix eléctrico compensado de forma que ningún imponderable (externo o interno) que afecte a una de las fuentes, comprometa de forma grave el suministro de electricidad.
En cuanto a los 53 reactores en construcción a julio de 2022, China está construyendo 21 de ellos, todos en su territorio y Rusia 20, de los cuales solo tres en su territorio, con el 80% de los reactores en construcción situados en países de Asia y de Europa Oriental. Puede ilustrarse esta afirmación con el dato de que durante 2021 entraron en operación seis reactores nuevos, de los cuales tres están situados en China, y uno en India, Pakistán y Emiratos Árabes Unidos. Rusia, Francia y Corea del Sur son los principales países que participan en dicha construcción, aunque solo compañías públicas o controladas por el Estado, en Rusia y China, son las que han obtenido encargos de construcción desde 2020. China, en particular, está construyendo reactores nuevos en su territorio, con la única y modesta excepción de los construidos en Pakistán. Pero ha enunciado su ambición de convertirse en exportador significativo de plantas nucleares a partir de 2030.
Tecnología nuclear
Los reactores actualmente en funcionamiento en el mundo son los llamados de segunda generación o segunda y media (II o II+). Están basados en la fisión de núcleos de uranio 235 (235U), que es un isótopo minoritario del uranio natural [el 0,7% frente al 99% del isótopo más abundante, el uranio 238 (238U)].
La producción de energía a partir de la fisión, o escisión, de un núcleo pesado, como es el uranio, en varios fragmentos más ligeros (incluyendo neutrones sueltos) se debe a que la masa del núcleo pesado inicial es superior a la suma de las masas de los fragmentos, y la diferencia se transforma en energía cinética de dichos fragmentos que, a su vez, se transforma en calor en un medio refrigerante. Y la razón de que esto ocurra es que el núcleo de hierro, con 26 protones (y 30 neutrones en su isótopo más abundante), es el que posee una energía de enlace por nucleón más grande (es el más apretado en términos coloquiales) y esta energía de enlace va disminuyendo según los núcleos son más pesados. En principio, por tanto, la fisión de cualquier núcleo más pesado que el hierro produciría energía a partir de una parte (muy pequeña) de su masa, pero no es fácil inducirla. En la práctica solo es posible para algunos isótopos del uranio y de otros elementos pesados, y de todos estos, solo el 235U se encuentra en la naturaleza como isótopo minoritario del uranio natural. Por el contrario, el mismo efecto de conversión de masa en energía se producirá si se consigue unir dos núcleos más ligeros que el hierro, ya que la masa del producto final será menor que la suma de las masas de los núcleos iniciales. Es el fenómeno que está en la base de la fusión nuclear, a la que referiré más adelante brevemente. Pero conseguir esa fusión es enormemente difícil debido a la repulsión culombiana entre los núcleos (están cargados positivamente), por lo que, en la práctica, los núcleos a fusionar tienen la carga mínima, es decir solo podemos partir de isótopos del hidrógeno.
La fisión del 235U está inducida por neutrones generados en fisiones anteriores, en lo que se conoce como reacción en cadena. Un neutrón incide sobre un núcleo de 235U, provoca su fisión en fragmentos, generalmente radiactivos, y más neutrones que generan nuevas fisiones. La energía con la que emergen los fragmentos y los nuevos neutrones se trasfiere en forma de calor al refrigerante en el que se encuentra el combustible nuclear, normalmente agua. Posteriormente, ese calor es vehiculado por el agua en forma de vapor sobrecalentado –en los reactores tipo BWR (Boiling Water Nuclear Reactor)– o de líquido a muy alta presión y temperatura –en los PWR, (Pressurized Water Nuclear Reactor)– hacia una turbina donde se produce la transformación en electricidad, en un ciclo termodinámico cuyo rendimiento es del orden del 33%. La energía calorífica que no puede ser transformada en electricidad se disipa al ambiente en torres de refrigeración. Por cierto, estas torres, que solo emiten agua en forma de vapor o de minúsculas gotas, y que son idénticas a las que existen en toda central basada en la transformación de calor en electricidad, son las que aparecen en las ilustraciones de los medios como características de la generación nuclear, cuando no lo son en absoluto.
Para que la reacción se mantenga, es necesario que la abundancia de material fisible y su disposición en el espacio sean las adecuadas. Desde luego, la abundancia de 235U en el uranio natural es insuficiente para asegurar un flujo de neutrones suficiente para mantener la reacción en cadena, por lo que es preciso enriquecer el uranio natural, es decir, aumentar su contenido en 235U para fabricar el combustible nuclear. El grado de enriquecimiento para generar electricidad es del orden del 4%, mientras que para fabricar armas nucleares basadas en dicho isótopo, es preciso un enriquecimiento del orden del 90%. De ahí la preocupación por los programas de enriquecimiento del uranio en Irán: llegar hasta el nivel requerido para fabricar combustible destinado a una central nuclear está dentro de lo permitido por los tratados de no proliferación; no así sobrepasar esos límites y acercarse al grado de enriquecimiento exigido para la fabricación de armas. En España no existen facilidades de enriquecimiento del uranio y la Empresa Nacional del Uranio (ENUSA), que fabrica elementos combustibles para centrales españolas y extranjeras, compra el uranio ya enriquecido.
El uranio que queda tras un proceso de enriquecimiento contiene una proporción menor del isótopo 235 y recibe el nombre de uranio empobrecido, que es un metal de gran densidad, muy superior a la del plomo, que se ha utilizado para blindajes en dispositivos militares.
La sección eficaz de fisión de un núcleo de 235U por absorción de un neutrón disminuye rápidamente con la energía del neutrón incidente, es decir, es grande para energías incidentes pequeñas y pequeña para energías incidentes grandes. Los neutrones generados en una fisión son de alta energía cinética por lo que, para que generen nuevas fisiones con facilidad es preciso frenarlos, moderarlos en la jerga nuclear. Para ello se necesita un material rico en núcleos ligeros, como el hidrógeno, que son capaces de atrapar una parte importante de la energía inicial de los neutrones, de forma que estos, al final, se mueven con la energía cinética media propia de una partícula a la temperatura del medio en que se encuentran, es decir, transforman neutrones rápidos en neutrones térmicos, o muy lentos, que son los que intervienen en las fisiones subsiguientes. Un material adecuado a este propósito es el agua, que es el refrigerante y, al tiempo, el moderador en la mayoría de los reactores basados en la tecnología de neutrones térmicos. Hay algunos casos especiales en los que se quiere utilizar otro tipo de combustible o fabricar elementos transuránidos, en los que el moderador puede ser agua pesada o grafito. Pero, de forma casi generalizada, los reactores en operación tienen el agua ligera (ordinaria) como moderador y como refrigerante.
Una gran parte de los reactores nucleares está llegando al fin de su vida de diseño, 40 años, y el problema que se plantea es el de reemplazarlos por nuevos reactores o prolongar su vida. Se están construyendo, o planificando, nuevos reactores, pero principalmente en países de Asia o del este de Europa, como ya hemos visto, mientras que en el mundo occidental la construcción de nuevos reactores es problemática, con la posible excepción de Francia, que planea la construcción de más de seis nuevos reactores en los próximos años, y Finlandia. Este último país, en particular, tenía prevista la construcción de un reactor nuclear de tecnología rusa, pero el contrato se rompió en mayo de 2022 tras la invasión rusa de Ucrania. Un factor esencial es la oposición de la población, en la que las opiniones de los grupos ecologistas han calado profundamente, pero también cuentan las considerables inversiones que es necesario afrontar (solo recuperables si el reactor opera durante, al menos, el número de horas de diseño), los plazos prolongados de construcción, las dificultades administrativas de todo tipo que es preciso superar y su carácter no modular.
Los gastos en que incurre una planta de producción de energía a lo largo de toda su vida útil se pueden dividir, básicamente, en tres apartados: inversión inicial, mantenimiento y combustible. Para una central nuclear, la inversión inicial supone alrededor del 75% del gasto total, mientras que la suma de mantenimiento más combustible durante cuarenta años de operación, supone el otro 25%. Su rentabilidad final depende, por tanto, del número total de horas en funcionamiento. En una central de gas natural, las cifras se invierten, de forma que el gasto en combustible supone del orden del 75% del total, por lo que el precio del gas es un factor determinante en el coste de la electricidad generada y, por tanto, de su rentabilidad. Y, dado el carácter marginalista del mercado energético, las fluctuaciones en el precio del gas se trasladan al resto de las fuentes de generación eléctrica, como hemos tenido ocasión de sufrir recientemente con motivo de la guerra de Ucrania y la utilización del gas natural como arma económica. Así, de esos dos tipos de fuentes energéticas, la que no presenta emisiones de gases de efecto invernadero y, además, no está sometida a fluctuaciones significativas por el precio del combustible, es la nuclear.
Las centrales de gas son más flexibles y pueden ajustarse mejor a la curva de demanda que las nucleares, que suelen funcionar únicamente en un régimen estático. Pero es posible regular la producción eléctrica en los reactores nucleares para responder a la curva de demanda y, si en muchos casos no se hace, es porque no se ha visto su necesidad.
Respecto de esto último, hay expertos que consideran que el futuro de la energía nuclear pasa por el desarrollo de reactores más pequeños, de entre los 100 MW y los 300MW de potencia, los llamados Small Modular Reactors (SMR), en lugar de los 1000 a 1600 MW de los modelos actuales. Sin duda, se aliviarían algunos de los problemas de inversión y plazos, y serían más seguros. Además, pueden ser ensamblados y transportados al lugar de su ubicación, en lugar de tener que ensamblarlos in situ como ocurre con los reactores convencionales. Pueden, en particular, ser transportados e instalados en zonas alejadas de los núcleos urbanos y de grandes redes eléctricas. Pero presentan un problema de considerable dificultad: multiplicarían los trámites administrativos, licencias, informes, ubicación, etc, y está todavía por demostrar su competitividad económica. Solo se han construido en el mundo dos micro-reactores, que son un subconjunto de SMR de potencias todavía menores, de entre 10 MW y 35 MW, ubicados en barcos, en Rusia. El hecho es que hay diversos proyectos de SMR en diversos países pero no han llegado a cuajar todavía, mientras que todos los reactores actualmente en construcción son de tamaño estándar.
Existen ya reactores de la llamada tercera generación, que se basan en la misma tecnología que los de las generaciones precedentes, es decir neutrones térmicos que fisionan los núcleos de uranio 235. El rasgo distintivo de la generación III es la presencia de mayores sistemas de seguridad, muchos de los cuales están diseñados para activarse autónomamente, gracias a las propias leyes de la naturaleza, sin necesidad de la intervención de operadores.
Hay dos modelos principales de reactores de generación III, uno de origen francés, llamado EPR (European Pressurized-Water Reactor), de 1600 MW de potencia, y otro, de diseño norteamericano, el AP-1000, de 1100 MW. Además, existe una variante de este último diseñado en Corea del Sur, el APR-1400. El ejemplo más característico de EPR es el reactor en construcción en Flamanville. El proyecto se lanzó en 2004 y la construcción se inició en 2007, pero ha acumulado enormes retrasos en la construcción, de más de una década, e incremento de costes. El coste inicial se cifró en unos 3.300 M€, pero ya en 2019 el coste estimado había ascendido a los 12.400 M€. A finales de 2022, todavía no se había hecho la primera carga de combustible; la conexión a la red y la producción de electricidad todavía se demorarán más. Está diseñado para una vida útil de 60 años.
En Finlandia, el reactor Olkiluoto III, de la misma tecnología EPR, inició su construcción en 2005 y ha registrado los mismos problemas de plazos y costes que el de Flamanville. Se conectó a la red en marzo de 2022, pero todavía sin producir electricidad, y su licenciamiento definitivo está teniendo dificultades. El contrato de construcción en Finlandia por la empresa francesa Areva estipuló un coste fijo para la central, de forma que los sobrecostes han gravitado exclusivamente sobre Areva, lo que ha sido causa principal de su bancarrota y absorción por EDF. Esta última empresa, con una participación accionarial privada minoritaria, por su parte, ha tenido y sigue teniendo que hacer frente a los sobrecostes, lo que, unido al reciente parón de numerosas centrales en Francia, le está creando dificultades financieras ya mencionadas, y propiciando su total renacionalización. El único otro reactor de este tipo existente ha entrado en funcionamiento muy recientemente en China.
En cuanto al modelo AP-1000, hubo varios proyectos, con construcción iniciada, en Estados Unidos, pero han sido abandonados con una única excepción, cuya construcción todavía no ha terminado, y hay cuatro operativos en China. En 2012 se inició en Abu Dabi la construcción de cuatro reactores APR-1400, elegidos en un concurso en el que competían con el modelo francés EPR. Será propiedad de la Corporación de Energía Nuclear de Emiratos y será operada conjuntamente por esta y por la Corporación de Energía Eléctrica de Corea. El primero de los cuatro reactores fue conectado a la red a mediados de 2021 pero la terminación del complejo y la producción regular de electricidad todavía se retrasará. Todo lo anterior ilustra las dificultades en la puesta en marcha de nuevas centrales nucleares.
Hay estudios avanzados sobre una nueva generación de reactores, la generación IV, constituidos principalmente por aquellos que se basan en una tecnología radicalmente distinta de las anteriores. Se trata de la fisión inducida por neutrones rápidos, que permite la utilización como combustible del isótopo más abundante del uranio, así como otro elemento, el torio 232 (232Th), bastante abundante en la naturaleza. Los neutrones absorbidos por el 238U y el 232Th generan material fisible, el plutonio 239 y el uranio 233, que son los núcleos que fisionan y generan energía. Además, este tipo de neutrones pueden también inducir la fisión de elementos transuránidos, haciéndolos desaparecer como tales, o neutralizar fragmentos de fisión radiactivos, convirtiéndolos en elementos estables.
En este caso, no es preciso moderar los neutrones producidos en las fisiones, sino que se debe preservar su energía cinética en el intervalo entre su producción y la generación de una nueva fisión. Lo que implica que no se puede utilizar agua como medio en el que tienen lugar las reacciones nucleares ya que disminuiría la energía de los neutrones. Es preciso utilizar metales fundidos, sodio en el caso del prototipo francés Astrid, gas helio, o plomo o una mezcla de plomo y bismuto fundidos en el caso de otros modelos que se están estudiando. Hay numerosos programas de investigación sobre reactores rápidos, especialmente en Europa, que lidera esta tecnología, pero hay también estudios en demostradores de reactores rápidos en China, India y Rusia, y actividades relacionadas con esta tecnología en Japón, Corea del Sur y Estados Unidos.
Un caso especial de reactor de generación IV son los llamados Accelerator Driven Systems (ADS) o Sistemas Asistidos con Acelerador. Se trata de sistemas subcríticos, por oposición a todos los casos examinados anteriormente, que son sistemas críticos que podrían ser potencialmente supercríticos, pero que hay que mantener justo en el punto de criticidad mediante absorbentes de neutrones para que la reacción en cadena no se acelere exponencialmente. Que un sistema sea subcrítico quiere decir que es incapaz de mantener una reacción en cadena de forma autónoma, porque los neutrones producidos en una generación de fisiones son insuficientes para iniciar una nueva. En los ADS, existe un acelerador de protones de alta intensidad que inciden sobre un blanco, llamado de espalación, construido con un metal pesado, que emite neutrones cada vez que el haz de protones incide sobre él. Así, este aporte de neutrones suplementarios es capaz de mantener la cadena de fisiones. No puede haber, por tanto, accidentes de criticidad, como el de Chernobyl, porque el sistema, sin la ayuda del acelerador, se apaga solo. Si el medio en el que se producen las fisiones no modera la energía de los neutrones generados en una fisión, estos últimos poseen un espectro de energía amplio, hasta las más elevadas, lo que permite fisionar los transuránidos producidos por los reactores ordinarios, que son uno de los componentes más tóxicos del combustible usado, y transmutar fragmentos de fisión también presentes en el combustible usado. El diseño específico del reactor permite utilizar los neutrones rápidos para la producción de energía o para el tratamiento de residuos radiactivos. Por esta razón se planea poner en marcha un prototipo de ADS, llamado Myrrha, en Bélgica, con la finalidad de tratar los residuos de alta actividad generados en la operación del parque nuclear convencional.
Sin embargo, la operación de esta nueva tecnología de generación IV presenta grandes dificultades y estamos todavía en la fase de los experimentos y los prototipos, muy lejos de la fase industrial. Es posible, incluso, que no se llegue nunca al punto de explotación comercial.
Hasta este momento me he referido a la energía nuclear de fisión, es decir, la basada en la escisión de los núcleos de elementos muy pesados, como el uranio, el torio o el plutonio, inducida por neutrones. La otra promesa de energía de origen nuclear es la fusión, basada en la unión de núcleos de elementos ligeros, básicamente isótopos del hidrógeno. Para conseguir la fusión, es decir, que se acerquen a distancias del orden del diámetro del núcleo atómico (aproximadamente 10-15 m, o lo que es lo mismo 0,000000000000001 m) superando la repulsión culombiana, deben poseer considerables energía y densidad. Lo primero se consigue calentando el gas a temperaturas de decenas de millones de grados (a esas temperaturas, los átomos se rompen y se convierten en un gas de iones y electrones llamado plasma) y lo segundo, comprimiendo el plasma.
Hay dos procedimientos básicos de conseguir esas temperaturas y densidades. Una de ellas por el llamado confinamiento inercial, que consiste en que potentes rayos láser compriman minúsculas esferas de deuterio y tritio, de forma que se induzcan fusiones nucleares. Este procedimiento está íntimamente relacionado con el diseño de nuevas armas basadas en láseres de potencia (la famosa Star War de la época del presidente Reagan) y es investigado casi exclusivamente en laboratorios de EE. UU. La segunda opción es el llamado confinamiento magnético, por el que intensos campos magnéticos son capaces de mantener confinado un plasma extremadamente caliente en el interior de una cámara de fusión, cuyo exponente más conocido y en el que más se ha avanzado es el llamado tokamak, una cámara en forma de dónut ideada, por primera vez, por científicos soviéticos en los años 50 del siglo pasado. Es una opción sin aparentes aplicaciones militares y es la escogida por Europa y otros países. En los dos casos, las reacciones de fusión producen núcleos de helio y neutrones que salen con una gran energía cinética, que es la que puede aprovecharse para convertirse en calor, mediante un refrigerante, y posteriormente en electricidad. En el caso del confinamiento magnético, los neutrones de alta energía incidirían sobre las paredes interiores de la cámara, que habría de estar diseñada para recolectar energía y regenerar el tritio consumido.
Un parámetro fundamental en este tipo de procesos es el llamado Q, que es la razón entre la energía que se desprende de una reacción de fusión y la que se deposita en el plasma para conseguir las condiciones adecuadas de densidad y temperatura. Si Q es menor que 1, no hay ganancia neta de energía. El punto Q=1 se llama de breakeven y Q=5 se llama de ignición. En las exageradas y engañosas noticias aparecidas en diciembre de 2022, se da cuenta de que en los laboratorios Lawrence Livermore, en EE. UU., se ha conseguido un Q=1,5 (50% de ganancia) y se califica este hecho como el principio de una nueva era (por cierto, también se ha llegado a decir que se había superado el principio de la conservación de energía, lo cual no puede ser más absurdo: la energía emergente viene de la conversión en energía de una minúscula parte de la masa de los núcleos que fusionan). Pero la energía depositada en la esférula de deuterio- tritio en la que se han producido reacciones de fusión es una muy pequeña parte de la energía necesaria para operar los 192 láseres de potencia que han incidido sobre ella y la han comprimido. Y el destello energético ha durado menos de una millonésima de segundo.
En el caso del confinamiento magnético, se han conseguido hasta el momento valores de Q del orden de 0,7-0,8. El proyecto patrocinado por Europa para conseguir sustanciales avances en esta tecnología es el conocido proyecto ITER (de International Thermonuclear Experimental Reactor). Dicho proyecto es un consorcio mundial en el que participan Europa, Estados Unidos, China, Rusia, India, Japón y Corea del Sur, que está construyendo una máquina en la que generar y controlar un proceso de fusión, un gigantesco tokamak, en Cadarache (Francia), que será únicamente un paso en el camino hacia el dominio de esta tecnología. Hay que enfatizar la palabra experimental de su nombre, porque se trata de un experimento (eso sí, de enorme dimensión) pero todavía muy lejos de un potencial reactor comercial de fusión.
Se estima que el coste de ITER es de unos 24.000 millones de euros (a partir de una estimación inicial de la cuarta parte), aunque hay expertos que lo elevan todavía más. Lo que hace incomprensible que en todos los titulares de prensa se adjetive a la energía de fusión como barata. Su construcción se ha demorado y actualmente se estima que estará listo para albergar su primer plasma en 2025, aunque solo se introducirá un plasma de deuterio-tritio hacia 2035.
Para poner en contexto los logros del laboratorio Livermore, conviene describir los objetivos de ITER. Se trataría de conseguir temperaturas en el anillo de plasma de entre 30 y 100 millones de grados y un Q=10 durante unos pocos minutos. Pero aún con ese factor de 10, la energía obtenida sería solo un poco superior a la energía gastada en mantener la máquina en operación, ya que solo una parte de esta se transfiere al plasma. Además, hay que tener en cuenta que la energía recolectada lo es en forma de calor y al transformarla en electricidad hay pérdidas de energía, que se disipa al ambiente, cuyo valor depende de la temperatura pero que suele ser entre la mitad y los dos tercios de la energía calorífica inicial. Por eso hay expertos que estiman que, en un reactor comercial, Q debiera ser muy superior. Por otra parte, no está resuelto el problema de los materiales de la cara interior de la cámara, la recogida de energía o la regeneración del tritio gastado durante la operación (a partir de un isótopo que supone el 7,4% del litio natural y los neutrones emergentes de las reacciones de fusión). Es decir, ITER estará muy lejos de ser un producto comercial incluso después de haber alcanzado los objetivos propuestos allá por los años 40 de este siglo.
La fusión nuclear presenta ventajas considerables respecto de la fisión, en particular que no genera ni maneja transuránidos ni residuos de alta actividad, aunque sí genera residuos de baja actividad, esencialmente materiales estructurales activados por neutrones. En contrapartida, implica la producción y uso de tritio, un isótopo radiactivo del hidrógeno, un gas que se comporta como el hidrógeno estable, por lo que su confinamiento es difícil, pero es peligroso de inhalar debido a su radiactividad. En todo caso, la fusión presenta enormes dificultades técnicas que no permiten contemplar un uso generalizado en el mundo de esta tecnología en las próximas décadas. Yo estoy convencido de que llegaremos a dominar esta tecnología en algún momento de este siglo, pero con costes, plazos y exigencias técnicas que no permitirán que juegue un papel importante en la transición energética, que tiene que ser más urgente y global.
La prolongación de la vida de los reactores existentes
En lo que se refiere a las centrales nucleares actualmente operativas, la situación respecto de su contribución a la generación de energía, así como de su cierre, es muy variada en Europa. Como ya se ha dicho, Francia es el país con un parque nuclear más extenso, que contribuye en un 70% a la producción de electricidad y sus reactores están ya cerca, o han sobrepasado, los 40 años de operación. Existe el propósito por parte de las autoridades francesas de ir disminuyendo lentamente la importancia de la nuclear en favor de las renovables, aunque seguirían soportando el peso principal en la electricidad de Francia. Pero eso pasa por prolongar la vida de muchos de sus reactores hasta, por lo menos, 50 o 60 años, y han anunciado la construcción, al margen del EPR de Flamanville, a cuya peripecia se ha aludido anteriormente, de seis reactores nuevos, aunque no se iniciaría hasta 2028 como pronto.
Bélgica es el siguiente país más nuclearizado de la UE. La mitad aproximadamente de su electricidad procede de esta fuente. En 2003 se decidió el cierre de todo el parque nuclear para 2025, fecha que mantenía la titular de Energía, del Partido Verde, defendiendo su sustitución por gas natural. Pero recientemente, dada la situación de emergencia energética, de la crisis del gas ruso, y que la vía propuesta va a contracorriente en la lucha contra el cambio climático, el Gobierno belga ha decidido prolongar diez años más, hasta 2035, la vida de los dos reactores nucleares actualmente en operación.
Alemania, que cerró una parte importante de su parque nuclear en 2011, a raíz del accidente de Fukushima, lo que aumentó su dependencia del gas ruso y del carbón, tenía previsto el cierre de los tres reactores aún en funcionamiento, que proporcionan el 12% de la electricidad consumida, para 2022. Ya hemos visto las dificultades que acarrearía en este momento llevar a efecto los planes de cierre total.
En Estados Unidos, por su parte, la Comisión de Regulación Nuclear, equivalente a nuestro Consejo de Seguridad Nuclear (CSN), ha autorizado la prolongación a 60 años de la vida de más del 90% de los reactores actualmente en funcionamiento, más de la mitad de los cuales, por cierto, han sobrepasado ya los 40 años de diseño. Y muestra una actitud proclive a autorizar esa prolongación hasta los 80 años para los reactores que lo soliciten.
En resumen, dado que parece muy difícil construir nuevas centrales nucleares en Europa (con la posible excepción de Francia y Finlandia) o en Estados Unidos, la prolongación de la vida útil de los reactores en funcionamiento es la vía que está siguiéndose para seguir disponiendo de esta fuente de energía, libre de emisiones de gases de efecto invernadero, hasta que se produzca la implantación masiva de las energías renovables más un sistema potente de almacenamiento.
Las dos fuentes energéticas que complementarían a las renovables en el periodo de transición energética, que podrían considerarse como de transición, serían el gas natural, especialmente para cubrir los picos de demanda, dada su flexibilidad y el hecho de que el grueso de su coste está en el gas consumido, y la nuclear, especialmente para asegurar una producción de base, dado que su coste principal es el de la inversión inicial. Normalmente, cuando se abre una central nuclear, se aprovisiona de combustible para un periodo prolongado, de cinco o diez años, y las paradas sucesivas para recarga y mantenimiento se producen en intervalos del orden de año y medio.
De las dos, la que genera emisiones de gases de efecto invernadero es el gas natural, además de presentar problemas notables de fluctuaciones de precios e incidentes de aprovisionamiento, por lo que, al aumentar la potencia renovable instalada y, sobre todo, las capacidades de almacenamiento, debería ir disminuyendo su presencia en el menú energético. A medio plazo, la única energía de transición, complementaria de las renovables, debería ser la nuclear.
El primer paso a dar es prolongar la vida de las centrales nucleares que estén en condiciones de seguir generando energía de forma segura. En España, como en todos los demás países, es preceptivo un informe favorable del CSN, u organismo homólogo, que certifique que pueden seguir funcionando con seguridad. Normalmente eso exige de inversiones, que dependen del estado de la central y del periodo de tiempo de prolongación. En el caso del CSN, como en el resto de Europa, los informes son por un máximo de 10 años de actividad, aun cuando la licencia dada por la autoridad gubernativa sea por más tiempo (en Estados Unidos, la licencia es indefinida). En este contexto, puede aparecer el primero de los problemas: las compañías propietarias de las centrales pueden rehusar estas inversiones si consideran que no son rentables por el periodo de funcionamiento aprobado. Y, sin esas inversiones, para sustituir, reparar o añadir componentes, no habrá autorización del CSN.
Residuos radiactivos
En algún momento, dependiendo de si se prolonga su vida útil y por cuánto tiempo se prolonga, será preciso planificar el cierre progresivo y ordenado de los reactores actualmente en operación. El cierre de una central nuclear no es un proceso sencillo. Consume mucho tiempo y muchos recursos, por lo que conviene proceder con cautela. En la actualidad, la única experiencia existente es el desmantelamiento completo de 22 reactores, 17 en Estados Unidos, 4 en Alemania y 1 en Japón, con una duración media de 21 años. En España, la central nuclear José Cabrera, situada en Zorita (Guadalajara), la más antigua del parque nuclear español, de muy poca potencia, cerró en 2006 y en estas fechas todavía no han finalizado las tareas de desmantelamiento y de restauración del emplazamiento en el que fue construida, aunque ya se está cerca de su culminación.
En mi opinión, antes de decidir el cierre de un reactor se han de cumplir una serie de condiciones de las que las más importantes son las relacionadas con la sustitución de la potencia eliminada y la viabilidad del desmantelamiento. En lo que se refiere a la sustitución de la potencia instalada, es básico que la potencia de reemplazo no sea proporcionada por combustibles fósiles, carbón o gas natural. Que es lo que ocurrió en Alemania y Japón a raíz de Fukushima. Lo fundamental es reducir las emisiones de CO2, no aumentarlas por una decisión apresurada de cierre. Las renovables deben ir sustituyendo, primordialmente, a los combustibles fósiles, no a la energía nuclear.
La segunda condición es más complicada y, generalmente, ignorada por el público y los medios de comunicación. Tras el cierre, es preciso esperar varios años refrigerando los elementos de combustible gastado del reactor, normalmente en piscinas que aseguran un blindaje y una eliminación del calor adecuados, durante algunos años. Posteriormente, el combustible usado se almacena en seco en contenedores homologados por el CSN hasta su almacenamiento definitivo. Además, hay que proceder al desmantelamiento de los componentes del reactor y tratarlos como residuos radiactivos, un proceso que se prolonga durante bastantes años.
En este contexto cobra especial importancia el tratamiento de los residuos. La mayoría de los elementos estructurales de un reactor son residuos de baja actividad, para los que se ha diseñado en la mayoría de los países, un almacenaje apropiado; en España, en particular, el almacén de residuos de muy baja, baja y media actividad es el de El Cabril, en la provincia de Córdoba.
El factor más complicado y duradero en un desmantelamiento es el combustible gastado, que son residuos de alta actividad, para los que la única opción realista en la actualidad es el Almacenamiento Geológico Profundo (AGP), aunque hay alternativas de transmutación, como hemos visto al mencionar los ADS, que, hasta el momento, son solo viables en el laboratorio.
Tras su paso por las piscinas de enfriamiento, el combustible usado es altamente tóxico, estando dominada su actividad por unos pocos fragmentos de fisión con una vida media del orden de 30 años, por lo que la radiotoxicidad del combustible usado se reduce en un 99,9% tras un periodo de unos 40 años, pero todavía con un nivel muy superior al del uranio natural. En Estados Unidos y muchos países occidentales, no hay manipulación del combustible usado, sino que este se trata en lo que se conoce como ciclo abierto, que consiste en que, una vez extraído del reactor, tras el enfriamiento en piscina y eventual almacenamiento temporal en seco, se almacena definitivamente tal como ha salido del reactor.
Pero una barra de combustible usado contiene todavía la mayor parte del 238U y una parte residual del 235U, además de cantidades importantes de 239Pu, que es fisible, elementos transuránidos como el americio, californio, neptunio y otros, llamados actínidos menores, y fragmentos de fisión, normalmente muy radiactivos pero con una vida media del orden de pocas décadas. Podrían separarse todos estos componentes para usar algunos de ellos en fabricar nuevo combustible, es decir, se podría someter el combustible usado al reproceso, en lo que se conoce como ciclo cerrado. Los fragmentos de fisión pueden ser vitrificados para su conservación segura hasta que dejen de ser radiactivos. Tras un segundo paso por un reactor nuclear, el combustible fabricado después de un primer ciclo de reproceso, podría ser sometido a sucesivos ciclos para recuperar todo lo que pudiera ser reutilizado.
Pero el reproceso puede utilizarse también para obtener plutonio con el que fabricar bombas atómicas basadas en dicho isótopo fisible (la bomba lanzada sobre Hiroshima era de 235U, mientras que la lanzada sobre Nagasaki era de 239Pu). Se puede modificar la configuración del reactor para optimizar la producción de plutonio aún en detrimento de la generación de energía. Un país con un programa de energía nuclear civil podría utilizar el combustible usado para desarrollar armas nucleares. Esa es la razón que impulsó al presidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter, en 1977, a prohibir el reproceso, aunque sigan existiendo algunas actividades de este tipo en ese país ligadas a programas de investigación, en particular relacionados con reactores rápidos. España y otros muchos países occidentales siguieron esta prohibición y mantienen el ciclo abierto del combustible como única opción. Sin embargo, Francia, Reino Unido, Rusia, China, Japón y otros países continúan reprocesando, aunque únicamente en un ciclo. Es conocida la planta de reproceso de La Hague, en Francia, que concentra una parte importante de este tipo de tratamiento en el mundo.
El plutonio actualmente extraído en el reprocesado del combustible usado en los pocos centros que realizan esta actividad, más el plutonio que resulta del desmantelamiento de armas nucleares a causa de los sucesivos tratados de desarme, se mezcla con el uranio para fabricar nuevo combustible llamado MOX (de Mixed Oxides) que puede utilizarse en algunos reactores, particularmente en Francia o Japón, entre otros países. El combustible usado a partir de MOX no se reprocesa más y se considera, como el que resulta del ciclo abierto, residuo de alta actividad.
El combustible usado, tal como sale del reactor o tras un proceso de separación y transmutación que reducirá drásticamente su volumen, debe almacenarse en condiciones de contención rigurosa durante miles de años en un depósito estanco a gran profundidad en la corteza terrestre, lo que se denomina Almacenamiento Geológico Profundo (AGP). El proceso de ubicar y construir un AGP es sumamente complejo, como demuestra el caso del proyecto Yucca Mountain, en el estado de Nevada, en Estados Unidos, paralizado desde 2010 después de más de 20 años de estudios in situ.
De ahí que se haya pensado en una solución transitoria que consiste en custodiar los residuos de alta actividad en un almacén con las debidas medidas de custodia, refrigeración y tratamiento, para un periodo del orden de 50 a 80 años, el llamado Almacenamiento Temporal Centralizado (ATC). En España hubo un proyecto avanzado de ATC, que recibió apoyo unánime en el Congreso de los Diputados en 2004, cuya inclusión en el Plan General de Residuos Radiactivos se produjo en 2006, y para el que se seleccionó una ubicación en una localidad de Cuenca en 2011. Pero, tras la oposición de la Comunidad de Castilla La Mancha a albergarlo, se fue demorando su construcción hasta suspenderse en 2018, con lo que el combustible usado en las centrales nucleares, algunas de ellas ya clausuradas, se conserva en Almacenamientos Temporales Individuales (ATI) situados en los recintos de las mismas, en condiciones menos apropiadas que las que tendrían en un ATC. Un desmantelamiento de más reactores agravaría el problema, que tendría una mejor solución en el almacenamiento centralizado.
La negativa de todas las comunidades autónomas a albergar una instalación tal, a pesar del voto unánime de 2004, ha llevado al Gobierno a introducir un cambio notable en el nuevo Plan General de Residuos Radiactivos, que entrará en vigor presumiblemente en 2023, eliminando la construcción del ATC de la planificación en el tratamiento de los residuos e inclinarse definitivamente por el mantenimiento de ATI en las centrales existentes, lo que, en mi opinión, es una solución menos segura que la asociada al ATC, aunque parece la única viable. Se prevé, por tanto, que los residuos de alta actividad permanezcan en los ATI y pasen de ahí directamente a un AGP, que entraría en funcionamiento a partir de 2073. Y no está claro que la resistencia de todas las comunidades autónomas a albergar una instalación como el ATC, que almacenaría residuos procedentes de centrales ubicadas en otras comunidades, no vaya a repetirse a la hora de seleccionar una ubicación para el futuro AGP. Hay bastantes estudios de posibles ubicaciones y calidades del suelo, realizados por el Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT) para ese hipotético AGP español, pero la oposición de autoridades y poblaciones puede dificultar, incluso, las prospecciones sobre el terreno.
En Estados Unidos existe un AGP ya construido, en Nuevo México, pero únicamente para residuos de origen militar. Para el combustible usado procedente de los reactores civiles, ya hemos mencionado el intento fallido de Yucca Mountain, sin que se vislumbre una solución alternativa. De hecho, solo hay un ejemplo de AGP en el mundo. El situado en Onkalo, Finlandia. Está decidida la estructura de los contenedores y finalizada la construcción del almacenamiento, a unos 400-500 metros de profundidad, a últimos de 2021, encontrándose actualmente en fase de licenciamiento por el regulador finlandés. En Suecia existe un proyecto y en Francia, Canadá y Suiza hay actividades de prospección en diferentes ubicaciones, pero, en todos los casos, se está muy lejos de su realización.
Conclusión
En conclusión, es imprescindible abordar la transición energética si queremos evitar los efectos, de magnitud inusitada, asociados al cambio climático. Además de otros efectos del uso de combustibles fósiles, menos dramáticos desde el punto de vista ambiental, como la dependencia de un conjunto de países productores que no dudarán en utilizar sus recursos naturales como arma política o económica, o las fluctuaciones de los precios debidas a las asimetrías del mercado. La transición que se requiere debe estar basada en la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera, causa primera del cambio climático, lo que implica la reducción drástica del uso de los combustibles fósiles. Aparte de estos, las únicas fuentes de energía sin emisiones son la nuclear y las renovables, por lo que son las que deben ocupar el papel preponderante en el nuevo esquema energético. En ningún caso es sensato sustituir potencia nuclear por combustibles fósiles, como, desgraciadamente, ha venido ocurriendo en ciertos casos.
La energía nuclear no está exenta de problemas, ya evocados anteriormente, por lo que su presencia deberá mantenerse aproximadamente constante o ir decreciendo a medida que las renovables, con el complemento imprescindible del almacenamiento energético, vayan siendo la energía primaria dominante. Incluso en un escenario en el que, a largo plazo, toda la energía que necesitemos provenga de fuentes renovables, la energía nuclear debería ser el complemento necesario de las renovables en el largo periodo de transición, lo que, al menos en los países occidentales, puede cumplirse de forma mayoritaria mediante la extensión de la vida útil de los reactores ya existentes.
Esta extensión resulta obligada, en estos países, porque no parece que sea probable, durante la (larga) transición, la construcción de nuevos reactores, aunque sí que está sucediendo en países de Asia y del Este de Europa. Tampoco parece probable, al menos en dichos países occidentales, la implantación de nuevas tecnologías nucleares, la generación IV en la fisión o reactores de fusión. Es necesario preservar la presencia del sector nuclear como complemento del despliegue de las energías renovables, mientras estas no estén en condiciones de asegurar el suministro energético global, lo que requiere de forma imprescindible facilidades de almacenamiento energético a gran escala que permitan responder a la demanda con independencia de la climatología.
Sin olvidar la tarea pendiente en todos aquellos lugares en los que haya existido una industria nuclear, de gestionar, a corto plazo, el desmantelamiento seguro de las instalaciones nucleares y, a más largo plazo, los residuos generados en la producción nuclear de electricidad, una tarea de especial dificultad que necesita conocimiento del sector, esfuerzo económico y aceptación social.
Cayetano López, exdirector general del CIEMAT