
Little Rocket Man: “El hombre del pequeño cohete”. Así le llamó Donald Trump a Kim Jong-un desde la tribuna de la Asamblea General de Naciones Unidas en septiembre de 2017, pensando que con una descripción tan cómica del dictador norcoreano ponía de manifiesto su insignificancia como líder internacional. Aunque aquel relato sarcástico sobre el juguete atómico fuera en realidad una cortina de humo para disimular el verdadero significado de la política exterior de Estados Unidos. Trump estaba entonces tan concentrado en elaborar mensajes populistas de nuevo cuño para pasar a la historia de América, que no reparó en las tortuosas consecuencias que iba a tener, a la larga, el intento de subvertir el orden constitucional de su país a través de un fallido golpe contra las instituciones del Estado.
La manipulación de la opinión es una constante en la estrategia de los demagogos. Que pierden el sentido de la proporción narrativa cuando la desproporción en la acción política traspasa los límites de la legalidad. La vicepresidenta en funciones Yolanda Díaz, ha utilizado otro relato galáctico, antes planetario, para desviar la atención de la opinión pública hacia los poseedores de las grandes fortunas que sorprendentemente van a utilizar cohetes, hipersónicos (suponemos), para abandonar la tierra y evitar así la devastación provocada por el cambio climático, que los malvados ricos conocen bien, gracias a la información privilegiada que manejan. Aunque, no todos por igual, porque algunos de ellos quedarán resguardados en unas mansiones mega protegidas de Nueva Zelanda, o en el metaverso.
En tiempos de la Guerra Fría, Stanley Kubrick utilizó un cohete-bomba para montar sobre él a un cowboy desquiciado, símbolo e imagen de la locura atómica, y a un científico cómico y lisiado para debilitar los efectos del armamentismo en una opinión pública atemorizada por la propaganda comunista y populista. La genialidad del cineasta ha pasado a la historia porque Kubrick se situó entonces en el lado iluminado por la razón, desde donde construyó el relato del “Dr. Strangelove”: la posibilidad de hacer verosímil que un loco se montara en una bomba atómica como si fuera un toro mecánico tenía que construirse como una ficción cinematográfica y no como un discurso político.
En la actualidad, la nueva narrativa, también denominada intelectualmente “el dominio del relato”, consiste en la transfiguración de la política a partir del recurso desorientador de la sinrazón. Pero la política no puede convertirse en mera comunicación de una narrativa, porque en manos de la demagogia se convierte en esperpento, falacia y mentira. Desde Homero y Virgilio, la metáfora y la poesía han construido la política. En la herencia de su legado no se encuentran los farsantes de cartón-piedra que exageran los discursos y luego tiemblan cuando ven que el engaño oculto en sus mensajes va tomando forma para transformarse en delito e ilegalidad. En la nueva era populista, mientras las grandes fortunas hacen cola para sacar su billete a Marte, las clases medias esperan atentas para ver cómo se rompe la legalidad constitucional de las sociedades democráticas. Siempre ha sido mucho más interesante ver la ficción haciéndose realidad que contemplar la realidad deshaciéndose.