Aranceles o el nuevo vasallaje a Donald Trump

ursula von der layen donald trump
Ursula von der layen, presidenta de la Comisión Europea y Donald Trump, presidente de los Estados Unidos.
En plenas e intensas negociaciones entre Bruselas y Washington el presidente Donald Trump envió su tan esperada como temida carta a la jefa de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, comunicándole que, a partir del 1 de agosto, todos los productos procedentes de la UE serían gravados con un arancel del 30%

Y, previendo que Bruselas adoptará las correspondientes y proporcionadas represalias, Trump amenaza en la misma misiva con añadir a ese 30% un gravamen adicional que él mismo determinará en cada caso.

Apenas seis meses después de iniciar su segundo mandato, Trump ha liquidado gran parte del sentimiento de solidaridad entre las dos orillas del Atlántico.

Si es verdad que los europeos le han cogido demasiado gusto a la regulación, erigiendo barreras legales que obstaculizan el comercio y la libertad emprendedora, no es menos cierto que el denominado vínculo transatlántico era una alianza de intereses, pero también cultural y de civilización entre grandes aliados, que componía un bloque si no indestructible, al menos temido y poderoso en el tumultuoso concierto internacional. 

En su afán por ser el más americano entre los americanos, Trump parece decidido a trocar relaciones de amistad y firme alianza -siempre bajo el asumido y acatado liderazgo de Estados Unidos por parte de Europa- por algo más parecido al vasallaje de otros tiempos.

La característica histórica principal de los conquistadores de todas las épocas, desde los egipcios y los persas a los últimos imperios, además de los puntuales botines de guerra, era la imposición de cargas fiscales, a menudo inasumibles e impagables, a los sometidos. 

Esos impuestos espoleaban la grandeza de las metrópolis y financiaban sus guerras, su progreso científico e industrial, e incluso los excesos de sus dirigentes y personalidades supuestamente relevantes. 

A esos impuestos de carácter casi neocolonial el presidente de Estados Unidos los denomina aranceles, y como en el caso de los antiguos imperios, su cuantía se asienta más en una decisión arbitraria y caprichosa que en una justificación argumentada, en la que a menudo desliza la sensación en el obligado “contribuyente” colectivo de sufrir tal castigo fiscal simplemente por no haberse esmerado en cumplir los dictados del capataz del imperio. 

No deja de ser una curiosa coincidencia que Trump haya anunciado al mismo tiempo los nuevos aranceles a la UE y a México, a este último so capa de no haber sido suficientemente diligente en la lucha contra el narcotráfico. 

México, y más concretamente el Imperio Azteca (1345-1521) fue en aquel período un vivo ejemplo del sometimiento de los pueblos que conquistó por la vía de los impuestos obligatorios. 

Para los investigadores es un festín bucear en los archivos de la Matrícula de Tributos, un colorido registro lleno de pictogramas que muestran exactamente cuántas pieles de jaguar, piedras preciosas, maíz, cacao, bolas de caucho, lingotes de oro, miel y textiles recaudaba el gobierno de la Triple Alianza (Texcoco, Tlacopan y México-Tenochtitlán) en cada temporada de impuestos. 

Y ayuda a explicar también por qué los tlaxcaltecas y totonecas, entre otros pueblos indígenas, se aliaron con Hernán Cortés para sacudirse aquella dominación colonial, que también incluía el apresamiento de guerreros y doncellas para los correspondientes sacrificios humanos.   

Trump no tiene empacho alguno en utilizar su lenguaje más descarnado y procaz para amenazar a quiénes hasta ayer mismo se consideraban países aliados y amigos, tratarlos como auténticas piltrafas y alimentar su complejo de inferioridad. 

Habrá que ver hasta dónde cala ese desprecio entre el pueblo americano, procedente en gran parte de la inmigración europea, y por tanto encarnación viva de ese triple pilar civilizatorio que se resume en las tres capitales faro de esa civilización que dio en llamarse “occidental”: Jerusalén, Atenas y Roma. 

Bajando a lo concreto, es evidente que lo mejor para Estados Unidos y la Unión Europea es que no hubiera aranceles de ningún tipo y cuantía entre sí, y que si los hubiere fueran de carácter meramente simbólico.

Está por ver que estos aranceles-impuestos confiscatorios contribuyan decisivamente a que Estados Unidos impulse aún más su prosperidad. En cuanto a Europa, y a pesar de que no pocos países pueden caer en la tentación de salvarse a costa de romper la unidad del Grupo de los 27, cualquier mente mínimamente lúcida sabe que acatar sin más esa imposición punitiva de Trump no redundará en absoluto en que Europa pueda colmar el retraso que va acumulando respecto de las grandes potencias líderes del mundo: Estados Unidos y China.

Es probable, por lo tanto, que los líderes europeos comprendan que conviene diversificar sus mercados, acelerar la entrada en vigor de los grandes acuerdos, por ejemplo, el concluido con el Mercosur, y explorar y espolear otros polos de desarrollo. 

Será muy difícil alcanzar con otros socios el volumen de las transacciones comerciales EEUU-UE (1,7 billones de dólares en 2024). Pero, lo que no pueden esperar Trump y sus halcones es que Europa se quede de brazos cruzados. Y, en esa búsqueda de alternativas, cuando el más fuerte no te deja salidas, existe el riesgo de echarse obligadamente en brazos poco convenientes