Herzog, un presidente para restablecer los puentes en Israel

Isaac Herzog

Nieto del primer rabino askenazi de Israel, hijo de Haim, que fuera jefe del espionaje militar, embajador ante la ONU y jefe del Estado, Isaac Herzog asume desde esta semana y por siete años la Presidencia de Israel. Un cargo considerado meramente honorífico, pero que pudiera resultar fundamental para suturar la fractura del país fraguada a lo largo de los sucesivos mandatos del ahora jefe de la oposición, Benjamin Netanyahu. 

El más longevo primer ministro en la historia de Israel, derrocado por una coalición que va de la extrema derecha a la extrema izquierda, alberga en su interior la esperanza de que el Gobierno encabezado por el tándem Naftali Bennett-Yair Lapid no dure mucho. Sostenido este por 60 diputados y una abstención de los 120 escaños con que cuenta la Knesset, Netanyahu no oculta su intención de emplearse a fondo en procurar que tan frágil alianza salte por los aires. Y mejor más pronto que tarde, siquiera sea por recuperar la inmunidad inherente al cargo de primer ministro, privilegio fundamental para afrontar ante los jueces sus presuntos delitos de corrupción.

Esa obsesión de Netanyahu por mantenerse al frente del Gobierno costase lo que costase le llevó a declinar la posibilidad de salir del Ejecutivo optando a la Jefatura del Estado, lo que ha facilitado que el cargo haya recaído en Isaac Herzog, que consiguió el apoyo de 87 de los 120 miembros del Parlamento, y que tras su nombramiento prometió “ser efectivamente el presidente de todos los israelíes”. 

Como señala en su habitual blog el historiador y arabista Jean-Pierre Filiu, “jamás ha sido tan grave la brecha entre las cuatro tribus de Israel”, definidas por el anterior presidente, Reuven Rivlin, como “los laicos, los sionistas religiosos, los ortodoxos y los árabes [israelíes]”. En efecto, Netanyahu ha hecho todo lo posible durante los doce años seguidos de sus últimos mandatos por mantener el apoyo de los ultraortodoxos. Esa política ha tenido consecuencias, ya que la poderosa comunidad judía de Estados Unidos vio cómo Netanyahu se apoyaba en sus elementos más fundamentalistas, causa entre otras cosas de un resurgimiento del antisemitismo en el mayor y más importante aliado y financiador del Estado de Israel. 

Suavizar el antiarabismo de Bennett y Lieberman

En el interior del país, la herencia divisiva de Netanyahu también precisaría de alguna operación de cauterización. En principio no sucederá, ya que el actual primer ministro, Naftali Bennett, y su influyente ministro de Finanzas, Avigdor Lieberman, ambos antiguos ministros y “discípulos” del propio Netanyahu, mantienen un fuerte discurso antiárabe. Es el motivo por el que analistas como el citado Filiu creen que es la causa de la ambigua posición de los islamistas palestinos de Raam, que sostienen parlamentariamente al actual Gobierno, pero sin asiento en el Consejo de Ministros. 

Esgrimiendo su autoridad institucional y su capacidad de diálogo, el nuevo jefe del Estado israelí, antiguo director de la Agencia Judía, encargada especialmente de articular la inmigración hacia Israel, se ha dado como tarea prioritaria calmar las tensiones con la diáspora judía, lo que pasa primero por rebajar el clima de enfrentamiento político y social entre las cuatro tribus enunciadas por su antecesor. 

Y, en tanto en cuanto Isaac Herzog también ha sido jefe del Partido Laborista, hoy sensiblemente disminuido, podrá animar –sus prerrogativas no dan para más- a los líderes de las formaciones que se sientan en la Knesset a que relancen un renovado proceso de paz con los palestinos. Netanyahu prefirió obviarlo mientras iba consolidando una implacable política de hechos consumados. Pero, ignorar un problema no significa que no exista, y que no precise por tanto de solución, tanto más difícil de conseguir ésta cuanto que las consecuencias de esos hechos consumados pueden hacerse irreversibles pacíficamente.    

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