
Como bien sabe cualquier urbanista que se precie, es mucho más fácil y gratificante edificar una barriada en nuevos terrenos, que rehabilitar un barrio con solera. Durante muchas décadas, la creación de un modelo político inédito partiendo de cero, puso a los Estados Unidos de América en una posición de ventaja sobre el Viejo Mundo, lastrado éste por los complejos y entrelazados sistemas sociopolíticos que sintetizan la evolución histórica de Europa.
Por el contrario, EEUU se forjó haciendo ‘tabula rasa’, a partir de la llegada de los peregrinos del Mayflower, una congregación con un núcleo duro de cristianos integristas ingleses, residentes en una comuna religiosa en Leiden, Holanda, a quienes la corona inglesa autorizó en 1062 a establecerse en el Nuevo Mundo como contrapeso al dominio español, creando una colonia en Massachusetts, regida por el más estricto seguimiento de un camino de radical intolerancia moral, que les dio la denominación de Puritanos. Tal es la fuerza de este legado en el imaginario político americano, que se da por bueno que hasta ocho presidentes de los EEUU –como las familias Roosevelt y Busch- son descendientes de los peregrinos.
Naturalmente, es esperpéntico tratar de colegir un determinismo democrático de estos orígenes, ya que EEUU tanto podía haber acabado teniendo como jefe de estado a un presidente electo vitalicio, como a un monarca al estilo europeo. Tanto es así, que tras independizarse de la corona inglesa, la gobernanza de las colonias americanas descendió a tal estado de anarquía y rebelión, que en 1786, Nathaniel Gorham, vecino de Massachusetts y a la sazón presidente del Congreso Continental, escribió, con la aquiescencia de Alexander Hamilton al príncipe Enrique de Prusia, pariente del rey Federico el Grande, poniendo a su disposición la corona norteamericana, oferta ésta que fue cortésmente declinada por el interesado.
No obstante, Hamilton siguió siendo un ferviente partidario de una presidencia vitalicia dotada de amplios poderes ejecutivos sobre el Senado y veto legislativo; su idea era la una república presidida por un "monarca electivo". Si bien el criterio de Madison se impuso al de Hamilton, las discusiones constituyentes acerca de las elecciones pasaron por alto la duración consecutiva de los mandatos presidenciales, y no fue hasta 1947 que se puso un límite constitucional de 8 años a los mismos, mediante la Vigésimo Segunda Enmienda, después de que Franklin Delano Roosevelt muriese durante el desempeño del cargo, en el curso de su tercer mandato presidencial.
Sin embargo, la constitución de 1786 plasmó explícitamente la desconfianza de sus autores en la voluntad popular, estableciendo el sistema de Colegio Electoral, un filtro diseñado para que los votantes no eligiesen directamente al presidente, sino a los electores del colegio electoral preferidos por uno u otro candidato a la Casa Blanca. El objetivo de los autores de la constitución americana era crear una república, no una democracia («todo para el pueblo, pero sin el pueblo»), hasta el punto de que en lugar de estipular el derecho al voto, enumeró razones concretas por las que no se podía denegar el sufragio activo. Gracias a ello, 21 de los 50 estados de la unión impiden votar a convictos en prisión, y aún en libertad condicional.
Estas idiosincrasias son naturalmente fruto de su tiempo; toda constitución es el reflejo normativo del particular conjunto de convenciones económicas, sociales y culturales propias de un determinado contexto histórico. Thomas Jefferson era tan consciente de ello, que llegó a proponer que cada generación de estadounidenses redactase su propia constitución para adecuarla a las particularidades de su época. Empero, y presumiblemente por la influencia narrativa del piadoso mito fundacional, la constitución americana recibe una veneración propia de los libros sagrados, por lo que resulta muy difícil hacer los cambios necesarios para adaptarla a una realidad profundamente diferente de la del siglo XVIII. En contraste, el alto precio pagado por los países europeos en lo que cabría interpretar como una guerra civil, transcurrida desde el inicio de la Guerra de los Treinta Años en 1618 hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945, empujó a la adopción generalizada de un modelo de parlamentarismo constitucional que brinda a los países europeos marcos institucionales más adaptativos y robustos que el americano, el cual, para poder seguir el ritmo de los tiempos, ha terminado por conceder un desmedido poder jurisprudencial y de interpretación creativa a los jueces del Tribunal Supremo, quienes, como si de una curia vaticana se tratase, son nombrados con discrecionalidad y carácter vitalicio por el jefe del estado.
Con todo, los retos a los que se enfrenta Biden se parecen bastante a los del urbanista que recibe el encargo de modernizar una vetusta barriada repleta de edificios catalogados, y es previsible, que, cual moderno Sísifo, su presidencia quede marcada por la frustración del trabajo inútil. Y esto es así porque el diseño de la propia constitución americana convierte la capacidad de legislar de la Cámara de Representantes en una tarea titánica, que no sólo debe sortear la mayoría de un Senado no representativo, sino la espada de Damocles del veto presidencial, que solo puede superarse si 2/3 de cada una de las cámaras votan su anulación. Aún entonces, un proyecto de ley puede acabar siendo derogado por el Tribunal Supremo, haciendo una lectura ‘originalista’ del Artículo I de la Carta Magna, después de estar unos años en el limbo, lo que tiene el efecto perverso de incentivar el cesarismo del gobierno por decreto para eludir el inmovilismo.
En cualquier caso, a diferencia de Europa Occidental, dónde la promulgación de leyes por los parlamentos nacionales acostumbra a ser cuestión de unos pocos meses, en Norteamérica, los plazos de los cambios legislativos de alcance federal son impredecibles, porque como ocurría antaño con Europa, al alcanzar la mayoría de edad, Estados Unidos se convirtió en rehén de su propia historia y tradiciones, daño lugar a situaciones disfuncionales como el cierre de administraciones públicas por falta de acuerdo presupuestario: ni el legislativo ni el ejecutivo pueden gobernar unilateralmente, pero la constitución les garantiza una capacidad sobrada para cancelarse mutuamente.
En la original concepción mecanicista de la constitución en vigor desde 1789, era de suyo que esta maquinaria constitucional se fuese ajustando a las condiciones reales en las que opera, corrigiendo disfunciones y defectos, a fin de que siguiera dando los resultados esperados; tal y como Jefferson intuyó. Lejos de esto, se ha ido convirtiendo en un fetiche anacrónico, por lo que, a pesar de todo el ruido y la furia del interregno presidencial, es dudoso que la nueva administración tenga capacidad de actuación para desbloquear cambios radicales en la sociedad americana.