Cuando España firmó la paz con las naciones indígenas

“No sé si la vida merece ser vivida, pero, desde luego, el mundo sí merece ser recorrido”, afirma con toda rotundidad José Tono Martínez en el prólogo de su último libro, “La vez que firmamos la paz” (Ediciones Evohé, 119 páginas).
Para este poeta, escritor, ensayista, antropólogo social y cultural, además de doctor en Filosofía, la historia se compone de “itinerarios”, cuyos cronistas fueron poniendo cimientos y conformando la historia, especialmente la gigantesca epopeya española en América.
Entre 1987 y 1993 el autor se encontraba en Washington como asesor de Rafael Mazarrasa, a la sazón presidente de la Fundación Spain‘92, en representación del Programa de España del Quinto Centenario para América del Norte.

A pesar de nombre tan rimbombante, José Tono reconoce que ellos no representaban oficialmente al Reino de España, pero también que “sabíamos que muchos de los que habían comenzado todo aquello, quinientos años atrás, tampoco lo habían representado. Desde el principio, desde antes de las mismísimas Capitulaciones de Santa Fe, el negocio americano había sido una historia de interpretaciones sesgadas, de malentendidos buscados, a veces no queridos”. Afirma que representantes ciertos e inocentes solo hubo uno, el primero y le fue mal, puesto que en realidad el almirante Cristóbal Colón llevaba poderes para otra cosa, para otro negocio comercial y diplomático que tenía que ver con la China y el Oriente, pero no para lo que hizo. Y, además, con mala fortuna o con mala cabeza, pues hoy los historiadores concuerdan en que fue un pésimo administrador.
La sede de la Fundación citada estaba en Washington D.C., en antiguo territorio indio, desde donde Mazarrasa y el propio Tono habían recorrido los cuatro años anteriores a 1992 aquel inmenso país que es Estados Unidos, “poniendo en marcha todas esas ‘cosas’ que se esperaban de nosotros: exposiciones, foros académicos, revistas, programas culturales y educativos que no tuvieran que avergonzarnos y, por supuesto, “habíamos intentado venderles baratijas a los norteamericanos y ellos, a su vez, nos habían intentado sacar todo el dinero que nos mandaba la Corona; y aún más, que en este negocio, y en su casa, los gringos son tan implacables como astutos a la hora de dejarte sin blanca. En la mesa del póker de las negociaciones casi siempre ganaron ellos. Y la verdad es que una vez que nos lo hubieron sacado todo, una vez que supieron que ya no había nada más en la alforja, entonces nos ayudaron”, cuando ya Madrid les había abandonado a su suerte, comportándose de manera no muy distinta a la de “aquellos funcionarios hipócritas y distantes de los antiguos Consejos de Indias”.
Pero, por una de tantas casualidades del destino, a la Fundación Spain’92, y a sus bolsillos desplumados, les cayó en suerte la gestión directa y la organización del periplo que debían cubrir en Norteamérica las naves del Quinto Centenario del Descubrimiento.
Las réplicas exactas de la Pinta, la Niña y la Santa María llegaron a América al mando del comandante Santiago Bolívar, causando asombro, expectación y transformación anímica de las poblaciones costeras en cuyos puertos atracaba la expedición. “Puedo jurar -dice el autor- que entre los muchos miles que subieron al puente de mando de la Santa María para hacerse la foto y asomarse al recinto sagrado, fueron también miles los que creyeron hallarse ante el ‘sancta sanctorum’ de don Cristóbal Colón”.

Desde meses atrás al 12 de octubre de aquel 1992, los indios y sus aguerridas organizaciones sociales y políticas preparaban para tan señalada fecha lo que habría de ser el momento cumbre para exponer al mundo sus reivindicaciones, para airear sus protestas de pueblos nativos relegados. Fue cuando Mazarrasa llegó a pactar con el alcalde de Baltimore que permitiera el “asalto” de los indios a las tres carabelas, saldado con el izado de una de las banderas indias junto al pabellón del almirante. Así los jefes indios quedaban justificados ante sus bases, al tiempo que el ondear de la bandera nativa junto a la de Castilla equivalía a una reconciliación total y sagrada.
Aquel gesto fue acogido con enorme disgusto por “los resentidos del Ministerio [de Asuntos Exteriores], que querían demostrar que la diplomacia, aún la sentimental, la tienen que hacer los profesionales de esta. Y no dos ‘condottieri di ventura’ como éramos nosotros”.
Para aumentar el disgusto del Palacio de Santa Cruz, Rafael Mazarrasa acordó firmar con una veintena de líderes de los pueblos indios una Declaración de Respeto por las Naciones y Culturas Indígenas del hemisferio occidental. El acto se celebró en el restaurante Windows of the World de las Torres Gemelas de Nueva York, nueve años antes de su destrucción en la más audaz operación terrorista de la historia. Una paz de la que casi nadie se enteró en España, descontados los funcionarios de Exteriores.
De la destitución fulminante y consiguiente vuelta a España, como les sucediera a tantos protagonistas anónimos de la conquista y colonización española de América, les salvaría un editorial del poderoso The New York Times, en el que saludaba la posición española, “considerando un hito nuestra declaración de respeto y reconocimiento”.
En vez del patíbulo o la condena a galeras, los protagonistas de esta historia vivieron la secuencia de aquella inesperada nota editorial, seguida en Madrid de la sorpresa, el silencio cómplice, las felicitaciones y… el olvido.