Las contramedidas de Moscú a las sanciones impuestas por Bruselas sobre la economía de Rusia por su invasión de Ucrania el 24 de febrero han herido de gravedad los planes europeos para reparar los daños causados por la pandemia. Entre las esferas que han quedado desbaratadas están la cooperación en el marco del ecosistema espacial mundial, el calendario de lanzamientos y, de nuevo, el sector de la aviación.
En el plano aeronáutico, el Kremlin ha adoptado una decisión que es la réplica a la ilegal decisión de Bruselas de incautar las cuentas, propiedades y yates de magnates rusos, medida secundada por muchos de las 27 naciones de la Unión. En la misma línea, el presidente Vladimir Putin acaba de firmar un decreto que concede a las aerolíneas rusas la capacidad de registrar a su nombre los aviones que tengan alquilados a compañías de terceros países.

La medida, contraria al derecho civil e internacional, supone la posibilidad de apropiarse de cerca de 500 aviones de pasajeros, casi una tercera parte de los casi 1.400 aeronaves comerciales que operan en las compañías aéreas rusas. La iniciativa tendrá su repercusión en los balances de las empresas propietarias de los aviones, que sufrirán una merma en sus activos que se estima entre 10.000 y 12.000 millones de dólares.
Aunque Rusia representa una parte muy pequeña del tráfico aéreo mundial de pasajeros (1,3%) y el de Ucrania es aún menor (0,8%), según datos de la Asociación Internacional de Transporte Aéreo (IATA), la decisión conlleva enormes riesgos para el Kremlin. Las aerolíneas rusas van a tener dificultades para mantener las pólizas de seguros y sostener los aviones en condiciones de vuelo ante la previsible falta de suministros de repuesto y actualizaciones de software.
Pero eso no es todo. La subida de los precios del petróleo y del keroseno repercute de modo directo en el aumento de los costes de las aerolíneas occidentales. En especial sobre las de carga aérea, a las que el cierre del espacio aéreo ruso les impide sobrevolar Siberia y tomar las rutas más cortas en el trayecto Europa-China, lo que alarga sus viajes y aumenta el consumo de combustible.

En el plano de la producción, la industria aeroespacial europea busca de manera desesperada una alternativa a los suministros de titanio que importa de Ucrania y, sobre todo, de Rusia ‒el segundo gran productor mundial‒, cuya utilización se ha incrementado por su creciente uso en la fabricación de aeroestructuras, motores y tuberías para lanzadores y aviones de nueva generación.
En términos globales, los fabricantes de Europa tienen una dependencia del metal ruso y ucraniano del orden del 40%, que en la corporación Airbus es superior al 50% y que para algunos de sus subcontratistas ronda incluso el 80%. La solución que se ha encontrado es acudir a las fuentes de aprovisionamiento de Japón, Kazajistán, India, China y Estados Unidos, como también se baraja impulsar el reciclaje del material que se desperdicia en los procesos de producción.

El ecosistema espacial también ha sufrido un varapalo. Antes de la crisis, la Agencia Espacial Europea (ESA), Bruselas y las empresas mantenían una total confianza en seguir utilizando los lanzadores rusos Soyuz y Proton para colocar en el espacio sus más preciadas plataformas científicas, de comunicaciones y de observación. También confiaban en los pequeños lanzadores europeos Vega para cargas menores. Pero los dos primeros cohetes son propiedad de Moscú y el segundo depende en parte de la tecnología de los motores cohete que aportan rusos y ucranianos.
Así es que cuando se produce la invasión de Ucrania y la Unión Europea aplica medidas restrictivas a sus relaciones con Moscú, el director general de la Agencia Espacial Federal de Rusia (Roscosmos), Dimitri Rogozin, decreta el 26 de febrero la suspensión de las operaciones comerciales en la Guayana francesa del veterano lanzador ruso Soyuz, que se remontan a febrero de 1999. Muy poco después, paraliza los despegues en los cosmódromos de Baikonur ‒base alquilada a la República de Kazajistán‒ y en Vostochny, en Siberia.
La decisión ha impactado en la línea de flotación de las expectativas de Bruselas, de la ESA, de la compañía británica de comunicaciones vía satélite OneWeb y de Francia, cuyos satélites debían volar al espacio en 2022 en cohetes rusos. Ahora todos ellos se encuentran a la búsqueda de lanzador que les pueda llevar al espacio. Estamos hablando de un total de nada menos que 222 satélites, tarea difícil de reprogramar a corto plazo.

Por de pronto, los vuelos en seis despegues desde Guayana de 216 satélites OneWeb ha quedado en suspenso. Además, dos plataformas de la constelación de navegación europea Galileo previstos para lanzar en abril y otros dos en septiembre están bloqueadas en Baikonur. También está paralizado el satélite espía francés CSO-3, programado para diciembre desde Guayana. Y la misión de exploración ruso-europea ExoMars 2022, que un cohete ruso Proton iba a situar camino de Marte desde el cosmódromo de Baikonur entre el 20 de septiembre y el 1 de octubre, un comunicado de la ESA lo considera “muy poco probable”. En semejante situación de espera hay satélites de Corea, Japón, Suecia...
Pero no acaba ahí la cosa. En vuelo inaugural del próximo mayo del lanzador Vega-C que fabrica la compañía italiana Avio debe albergar el satélite italiano LARES 2. Más tarde, en verano, a los franceses Pleiades Neo 5 y 6 y después al tailandés Theos 2 HR. Sin embargo, sus motores cohete RD-869 son de fabricación ucraniana y sus depósitos de combustible son rusos. Salvo las pocas existencias que tenga almacenadas Avio, el problema es grave. En resumen, todos los que debían volar en Soyuz, Proton y muchos en Vega tendrán que retrasar sus planes.

Así las cosas, las instituciones y empresas afectadas por Moscú han llamado a las puertas de quienes les pueden ayudar a viajar al espacio. Es la empresa privada norteamericana Space X de Elon Musk, con su lanzador Falcón 9 en cabeza; la compañía estatal india de servicios de lanzamiento Antrix, con sus cohetes PSLV y GSLV; y la Corporación Industrial Gran Muralla de China (CGWIC), que comercializa la extensa familia de lanzadores Larga Marcha. Sin embargo, sus carteras de pedidos están prácticamente llenas y otras alternativas que ofrece el mercado son arriesgadas.
Pero los problemas se acumulan. La orden dada por Putin a sus fuerzas militares de traspasar las fronteras de Ucrania se ha desencadenado cuando los veteranos lanzadores de Estados Unidos y Europa se encuentran en pleno proceso de sustitución. El norteamericano Atlas V y el europeo Ariane 5 están en su periodo final de vida, con sus cadenas de producción cerradas, y los que deben reemplazarlos ‒Vulcan y Ariane 6‒ todavía no han efectuado su vuelo inaugural. Por tanto, se desconoce su fiabilidad y, en consecuencia, sus pólizas de seguro son muy altas.

La principal compañía europea de servicios de lanzamientos, Arianespace, tiene programados y contratados al menos los vuelos finales del Ariane 5 y la entrada efectiva en servicio del Ariane 6 no será como muy pronto hasta 2023. En suma, un cúmulo de dolores de cabeza de difícil solución, que solo el retorno a la cooperación y la estabilidad internacional podrá encauzar poco a poco un ecosistema en el que la demanda es muy superior a la oferta.