El horizonte legal de Trump: objetivo 2024

El expresidente amaga con presentar su candidatura para 2024 a pesar de las causas abiertas.
Donald Trump se encontraba reunido en la mañana del lunes 8 de agosto con sus abogados en Nueva York, en una de las habitaciones del edificio que lleva su nombre, la Torre Trump, preparándose para testificar ante la Fiscalía del Estado por la causa civil que investiga si se han cometido fraudes en su imperio empresarial. Mientras, a más de 1.600 kilómetros de distancia, en la localidad de Palm Beach, Florida, una decena de agentes del FBI irrumpía en su mansión de Mar-a-Lago con una orden judicial emitida por el Departamento de Justicia.
Una llamada telefónica notificó al expresidente los hechos. Quedaba paralizada la vista oral. Se trataba de la primera vez que la agencia allanaba la residencia privada de un expresidente de Estados Unidos, algo difícil de prever incluso para una persona envuelta en causas judiciales a nivel federal de forma prácticamente ininterrumpida desde 2017. Aquello eran palabras mayores.
Trump y su equipo revisaron las cámaras de seguridad para cerciorarse de que el FBI había accedido a la mansión. En efecto, un grupo de agentes ataviados con polos y bermudas de color caqui recorría el interior del lujoso complejo de Mar-a-Lago, revisando su despacho y el resto de las habitaciones. Buscaban documentos clasificados que el expresidente se habría llevado de su paso por la Casa Blanca, archivos secretos con información delicada.

En realidad, la sospecha de que Trump retenía este tipo de material quedó confirmada hace casi un año, cuando la Administración Nacional de Archivos y Registros (NARA, por sus siglas en inglés) echó en falta una serie de documentos importantes de su Administración. Habían desaparecido. Los funcionarios reclamaron al expresidente la devolución de todos los materiales que obraban en su poder desde su turbulenta salida del Despacho Oval.
No hubo respuesta hasta pasados unos meses, en enero de 2022, cuando el entorno de Trump devolvió 15 cajas de documentos con el sello “Top secret”. La estampa hizo saltar las alarmas en las dependencias del Archivo Nacional. Una pila de información sensible estaba aún en manos del expresidente, lo que podía constituir un delito federal. La institución decidió un mes después, en febrero, elevar la causa al Departamento de Justicia, dirigido por el fiscal general del Estado Merrick Garland, un prestigioso juez vinculado al Partido Demócrata que había sido nominado por la Administración Obama para ocupar la vacante del difunto Antonin Scalia en la Corte Suprema. Los republicanos frustraron entonces su nombramiento en el Congreso.
Así comenzaron meses de pesquisas que acabaron con una decena de agentes del FBI entrando la propiedad más popular del líder republicano, la joya de la corona. Había material suficiente en su contra, a juicio de Garland, como para arriesgarse con una redada en Mar-a-Lago, algo que, a ciencia cierta, galvanizaría a sus seguidores.

El profesor de Relaciones Internacionales de América del Norte en la Universidad Camilo José Cela (UCJC), Rafael Calduch Torres, traslada a Atalayar que “es harto improbable que la Fiscalía se atreviera a sustentar una intervención tan invasiva sin indicios más que contrastados”. “Dada la cobertura legal del registro, el FBI ha actuado incluso con una excesiva cautela y seguramente con un celo exquisito, pues saben que cualquier error, por nimio que fuera, sería explotado inmediatamente por el extenso equipo legal de Trump para interrumpir, bloquear o incluso cerrar cualquiera de las investigaciones en curso. El hecho de que esto no haya pasado todavía apuntala aún más la meticulosidad del trabajo del organismo federal”.
“Al final tendrá que ser un jurado quien evalúe las pruebas si se formaliza un caso concreto contra el expresidente y, por lo tanto, por mucho que el FBI haga bien su trabajo, no se puede asegurar la condena del exmandatario. De ahí que me reitere en la idea de que no hay nada improvisado en esta operación”, remata Calduch Torres.
El expresidente utilizó su propia red social, Truth, creada días después de que Twitter suspendiera su cuenta y solo disponible para usuarios residentes en Estados Unidos. Necesitaba dirigirse directamente a sus acólitos, justificar y establecer un relato paralelo. “Estos son tiempos duros para la nación”, trasladó Trump. No necesitó mucho más para enfervorizar a la masa. El mismo día de la redada, decenas de seguidores del exmandatario se concentraron en las inmediaciones de la residencia de Palm Beach, acordonada por las autoridades. Cargaron contra el FBI y extendieron la manida conspiración de que el deep state recrudecía su persecución sobre Trump.

Un usuario de la red social trumpista, Ricky Shiffer, de 42 años, intentó entrar armado en la sede de la agencia en Cincinnati. Fue abatido por los agentes. El expresidente volvía a dirigir a sus hordas contra las instituciones.
El fiscal general del Estado, Merrick Garland, salió en defensa de los agentes del FBI y asumió la responsabilidad del registro en la residencia de Trump: “La adhesión fiel al Estado de Derecho es el principio fundamental del Departamento de Justicia y de nuestra democracia. Defenderlo significa aplicar la ley de manera uniforme, sin temor ni favoritismo”.
Biden no tenía conocimiento de la redada, según la Casa Blanca. El presidente quiso distanciarse desde el minuto uno de una investigación que podía ser interpretada en clave partidista, impulsada por motivaciones políticas, a escasas semanas de las elecciones de mitad de mandato en las que peligra la mayoría demócrata en el Congreso y el Senado. Las sospechas iniciales y las primeras evidencias, sin embargo, parecen sólidas. De acuerdo con la orden de registro en Mar-a-Lago, el FBI buscaba recabar pruebas relacionadas con al menos tres delitos federales.

Trump habría violado de una tacada tres leyes. Primero, una sección de la Ley de Espionaje –vigente desde la Primera Guerra Mundial–, que sanciona la tenencia o el intercambio no autorizado de información relacionada con asuntos de defensa nacional; segundo, una ley que tipifica como delito la ocultación o destrucción de documentos para obstaculizar un proceso judicial; y tercero, una ley contra la sustracción o la inutilización de documentos gubernamentales.
Entre los materiales retenidos por el expresidente, se encontrarían archivos destacados como la correspondencia con el dictador norcoreano Kim Jong-un. Según fuentes consultadas por The Washington Post, Trump habría hecho acopio de documentos relacionados con armamento nuclear, un material especialmente delicado que las agencias de inteligencia le ocultaban a menudo cuando ocupaba la Presidencia por su negligente utilización de los documentos.
Los agentes del FBI incautaron un total de 11 cajas en poder del expresidente durante la redada en Mar-a-Lago. 11 cajas repletas de archivos que viajaron de vuelta a Washington desde Florida, casi dos años después de las convulsas elecciones que frustraron el segundo y definitivo mandato de Trump. Con la retención de material secreto, el líder republicano podría haber puesto en peligro la seguridad nacional. En caso de haber filtrado o compartido información de inteligencia, algo de lo que no se tiene constancia hasta el momento, podría haber incurrido en un delito penal, castigado con duras penas de prisión.

Trump se ha defendido de estas acusaciones alegando que había desclasificado estos archivos en el ejercicio de la Presidencia. Una treta legal que, durante la Administración Bush, se consideró válida. En teoría, los presidentes pueden desclasificar documentos sin dejar constancia por escrito, pero pierden esta potestad en cuanto abandonan el cargo.
El Departamento de Justicia decidió mantener precintado el atestado, la declaración jurada que propició la redada en la mansión de Trump, ante las presiones de los medios de comunicación por lo que consideran un caso “de importancia histórica”. La Fiscalía teme que cualquier filtración ponga en peligro la investigación sobre el exmandatario.
Trump, echando un pulso a las autoridades, pidió públicamente la revelación del documento pese a las reticencias de sus asesores, una petición sobre la que se ha pronunciado el juez federal Bruce E. Reinhart. “No estoy dispuesto a considerar que la declaración jurada deba ser sellada en su totalidad. Creo, basándome en mi cuidadosa revisión inicial de la declaración jurada, que hay partes que podrían ser reveladas de forma preventiva”, sentenció el magistrado, que adoptó una decisión salomónica: el Departamento de Justicia debe publicar el documento en un plazo de siete días ocultando las partes cruciales para la investigación.

Pero la posible violación de la Ley de Espionaje no es la única causa judicial abierta que afronta el expresidente. Sin ir más lejos, el magnate es desde mayo objeto de una investigación penal en Atlanta por su turbio papel en las presiones al secretario del Estado de Georgia, Brad Raffensperger, también republicano, para “encontrar esos 11.780 votos” que le hacían falta para superar a Biden. En la conversación, grabada y publicada por The Washington Post, el expresidente y sus aliados pusieron contra las cuerdas a Raffensperger para manipular el escrutinio.
La fiscal del condado de Fulton, Fani Willis, conduce la instrucción hacia una acusación múltiple con cargos de conspiración para cometer fraude electoral. El exalcalde de Nueva York y antiguo abogado de Trump, Rudolph Giuliani, fue interrogado el miércoles en el caso que más cerca está de atrapar al líder republicano en una maraña legal.
Un grupo compuesto por siete demócratas y dos republicanos investiga desde hace más de un año en la Cámara de Representantes el asalto mortal al Capitolio, que se cobró cinco víctimas mortales y un centenar de heridos en enero de 2021, apenas dos semanas antes de la toma de posesión de Biden. La finalidad de la comisión es esclarecer los hechos que propiciaron el mayor desafío contra la democracia estadounidense en décadas y, sobre todo, desmontar el papel que jugó el entonces presidente Trump, a quien muchos señalan como principal instigador de la masacre.

El demócrata Bennie Thompson preside un comité que ha celebrado hasta la fecha ocho audiencias públicas y que tiene previsto presentar más pruebas incriminatorias en septiembre. La comisión, sin embargo, no tiene la capacidad legal para procesar al exmandatario. Sus miembros barajan remitir el caso al Departamento de Justicia, que está llevando a cabo su propia investigación penal. A la Fiscalía se le acumula el trabajo.
La acusación más grave contra Trump llegó a principios de junio, cuando Thompson pronunció lo siguiente: “El 6 de enero fue la culminación de un intento de golpe de Estado”. Trump habría intentado subvertir los resultados a la fuerza, planificando un complot para ocupar el Capitolio y evitar la certificación de la victoria en las urnas de Biden, según el presidente del comité. Para Calduch Torres, este escenario no llegó a producirse: “En mi opinión, y puede que en esto sea una opinión controvertida, no creo que [Trump] tuviera un plan para derrocar la democracia estadounidense y, por tanto, dar un golpe de Estado”.
“Si creo que, en un país en donde el derecho individual y colectivo de oposición está tan arraigado, se produjo un escenario que trató de utilizar a su favor –es un gran oportunista– sin tener muy claras las posibles consecuencias, algo también muy habitual en él, puesto que sentía que le habían robado las elecciones y por los testimonios de sus allegados, nadie de su entorno estaba dispuesto a pagar el precio de «ponerle los pies en la tierra». Pero precisamente esas fisuras dentro del núcleo familiar más duro me inducen a pensar que se trató más de un órdago personal, mal gestionado y sin tener claras las consecuencias que de un plan premeditado”, argumenta el especialista. “No puedo sustentar que quisiera dar un golpe de Estado, y mucho menos que la democracia moderna más antigua fuera tan frágil como para caer porque unos cuantos miles de personas asaltaran el espacio físico del poder legislativo”.

El expresidente, de hecho, iba a presentarse el lunes de la semana pasada en la Fiscalía de Nueva York para comparecer sobre el caso que investiga las dudosas prácticas comerciales que han mantenido en pie su emporio empresarial. La fiscal general del Estado, Letitia James, trata de esclarecer en una investigación civil si la familia Trump ha inflado el valor de sus hoteles, campos de golf y demás activos con el objetivo de obtener préstamos favorables, es decir, si se ha cometido un fraude fiscal. Pero entonces trascendió la redada en Mar-a-Lago. Días después, el republicano se acogió a la Quinta Enmienda. Ejerció su derecho a no declarar, algo que, como presidente, había ridiculizado en varias ocasiones.
Quien sí ha testificado en la instrucción ha sido Allen Weisselberg, el responsable financiero de la organización Trump. En su comparecencia del jueves ante el tribunal de Manhattan, el empresario de 75 años se declaró culpable tras llegar a un acuerdo con la Justicia. Pasará cinco meses entre rejas y, después, otros cinco en libertad condicional. Aunque no se espera que vaya a declarar en contra del exmandatario.
“El verdadero problema de Trump no es la inhabilitación, pues a fin de cuentas solo tiene posibilidad de volver a la presidencia un máximo de cuatro años en un segundo mandato, y no conozco ningún expresidente que luego se conforme con ser senador o representante”, traslada a Atalayar el profesor Calduch Torres. “El problema real es que, debido a las reformas por él promovidas y a la gravedad de sus posibles imputaciones, en caso de ir a juicio, hay probabilidades de que pueda acabar en la cárcel y eso le excluiría totalmente de volver a tener poder político por elección en el país”.

La vorágine legal que atraviesa Trump ha implosionado en mitad de las primarias del Grand Old Party (GOP), en las que los republicanos eligen a sus piezas en la Cámara de Representantes de cara a las midterm elections, las elecciones de mitad de mandato, previstas para el próximo mes de noviembre. En juego está la mayoría en el Congreso y el Senado, ambas en manos de los demócratas por un margen ajustado. Los comicios son esenciales para controlar el ritmo de la política nacional hasta 2024. Los dos años de mandato que le restan a Biden pueden hacerse muy largos para el inquilino de la Casa Blanca si pierde definitivamente el control del poder legislativo.
El Partido Republicano llega fracturado a las urnas. La formación se divide en dos alas prácticamente irreconciliables: los trumpistas, teledirigidos por el magnate, y los detractores del expresidente, encabezados por la combativa congresista Liz Cheney, némesis de Trump y uno de los dos miembros republicanos del comité que investiga en el Congreso el asalto al Capitolio. No hay reencuentro posible. Las partes se disputan el liderazgo.
Trump es más fuerte. El expresidente ha alineado a sus peones para aplastar a toda oposición en el seno del partido. La propia Cheney, hija del exvicepresidente de George W. Bush Dick Cheney y republicana con pedigrí, ha salido derrotada en su envite contra la abogada Harriet Hageman en las primarias de Wyoming, donde ganó hace apenas dos años con más del 70% de los votos. Esta vez, sin embargo, su rival contaba con el apoyo explícito del expresidente, cuya corriente ha tomado las riendas de la formación. De los 10 congresistas republicanos que votaron a favor del segundo impeachment contra Trump, cuatro han caído contra candidatos de su cuerda.

Cheney barrunta presentarse a las primarias contra Trump, pero el magnate va muy por delante. Planea anunciar su candidatura para 2024 con el objetivo de optar a un segundo y definitivo mandato. Esperará al momento más proclive para hacerlo oficial, pero la decisión está tomada. Con el férreo respaldo del partido, es cuestión de tiempo, aunque las causas judiciales pueden jugar en su contra y frustrar sus planes.
Calduch Torres tampoco ve alternativas sólidas al expresidente en el GOP: “Ninguna figura del Partido Republicano tiene ahora mismo ni el carisma ni la fidelidad, ni se sostiene en el entusiasmo de tanta gente. Pero por eso es tan importante que consiga hacer calar el mensaje de que está siendo injustamente acusado, porque si al final hay proceso en firme y condena, y si el proceso consigue venderse como claramente garantista, se producirá una verdadera implosión del partido –razón por la que ya está ajustando cuentas con los republicanos que apoyaron su impeachment–, pues será entonces cuando se abra la carrera por la sucesión”.
“De no darse estos dos condicionantes –un proceso exquisitamente garantista y condena en firme–, sin duda saldrá reforzado y da igual si gana o no las elecciones porque condicionará el devenir del GOP. La segunda perspectiva es que tampoco hay alternativas serias por el lado demócrata. Biden no lo está haciendo bien –menos aún en términos económicos– y no hay repuestos moderados ni figuras emergentes que conciten amplias mayorías en todo el país. Así que el problema no es solo quién puede ser la alternativa a Trump, sino quiénes pueden ser alternativas en general”.
Coordinador América: José Antonio Sierra