El poder blando de Turquía en África

Tiempo atrás ya tratamos en este espacio diversos asuntos relacionados con Turquía, especialmente su papel en el Mediterráneo oriental y su doctrina llamada “Patria Azul”, que es la que ha venido determinando la política exterior y de seguridad turca durante la última década.
Sin embargo, conflictos como el de Ucrania y el de la Franja de Gaza han puesto de relieve, por un lado, los esfuerzos de Turquía por erigirse como una potencia regional determinante en el concierto internacional y, por otro, las grandes contradicciones de la posición turca en el contexto actual, las cuales, si bien por el momento no le están penalizando en demasía, deberá ir suavizando más pronto que tarde, pues no se puede navegar entre dos aguas por tanto tiempo. Todo ello, hemos de añadir, en un escenario de aguda crisis económica que ha situado a Turquía muy cerca de un abismo del cual necesita salir urgentemente, o corre el riesgo de sufrir una fuerte desestabilización interna.
En 2002, tras el ascenso al poder del Partido de la Justicia y el Desarrollo “Adalet ve Kalkınma Partisi” (AKP), surgió en Turquía el concepto de “Autonomía Estratégica”, dando lugar a un encendido debate interno sobre la posición de Turquía en el panorama internacional. El AKP era un firme partidario de esta idea, algo que demostró cuando votó en contra del uso del espacio aéreo de Turquía durante la invasión de Irak por Estados Unidos en la votación llevada a cabo en la Gran Asamblea Nacional de Turquía en 2003. A partir de ese momento, las tradicionalmente sólidas relaciones entre Ankara y Washington comenzaron a mostrar fisuras, ya que la clase política turca no apoyaba la operación estadounidense en Irak.
Desde entonces, y durante las dos últimas décadas, Turquía ha mostrado intereses encontrados entre sus prioridades como nación y las de la OTAN, con EE. UU. a la cabeza, especialmente en la región del mar Negro, el Mediterráneo oriental y Próximo Oriente. Los primeros ejemplos los tenemos en el posicionamiento turco durante la guerra entre Rusia y Georgia en 2008 y posteriormente durante la Primavera Árabe. El papel de Turquía entonces inició una serie de desencuentros que causaron problemas en el ámbito de la cooperación militar bilateral con Washington. El caso del interés entonces de Turquía por adquirir sistemas de defensa aérea Patriot, tan en boga últimamente por el conflicto de Ucrania, es paradigmático de lo que ha venido sucediendo desde entonces, pues la negativa de EE. UU. a vendérselos tuvo una serie de consecuencias en cadena que llevaron a Turquía a adquirir el sistema S400 ruso haciendo que quedara fuera del programa F-35 con todo lo que ello conlleva, como poseer un portaaeronaves gemelo del Juan Carlos I español, sin posibilidad de ser equipado con el único avión con capacidad de despegue vertical del mundo.

Desde la llegada al poder de Recep Tayyip Erdoğan, la política exterior turca ha girado en torno al objetivo de situar a Turquía como una potencia regional con la capacidad de tomar decisiones independientes dentro de una esfera de influencia geopolítica que ha tratado de ampliar, refrendado en discursos que hablan de “profundidad estratégica”, “el mundo es más grande que cinco”, la mencionada doctrina “Patria Azul”, y la aspiración que, a la vista de la situación, cada día queda más lejos y se ha convertido en el verdadero talón de Aquiles del país, de introducir a Turquía en lista de las 10 naciones con mayor desarrollo económico.
Todos esos discursos se engloban en lo que se ha venido a denominar, “El Siglo de Turquía”. Su simple enunciado ya lo dice todo.
El concepto toma forma en un momento en los que las dinámicas geopolíticas evolucionan a gran velocidad, con unos desafíos globales que están marcando una era compleja como pocas definida por múltiples crisis. En este contexto, Turquía pretende destacar como un actor regional determinante, capaz de influenciar en su entorno, garantizando al mismo tiempo lo que considera intereses nacionales irrenunciables y mostrándose como el elemento independiente que puede colaborar a crear las condiciones para una paz necesarias en su área de influencia. Como ejemplo de lo anterior, nada más elocuente que los intentos de Ankara por tener un papel relevante en cualquier intento de negociación o acuerdo entre Rusia y Ucrania.

A la vista del devenir de los acontecimientos, a nadie se le escapa que Rusia ha jugado un papel central a la hora de definir esa autonomía estratégica de la política exterior de Turquía, construyendo unas relaciones que han proporcionado a Turquía el apoyo suficiente para defender sus intereses frente a Occidente, uniendo en más de una ocasión su posición a la rusa en su orientación política antioccidental. Cabe preguntarse entonces si esa pretendida “autonomía” es real o si al final sólo deriva en un cambio de dependencia. Lo que es evidente es que Rusia está aprovechando las aspiraciones turcas para socavar sus relaciones con los que hasta ahora son sus aliados en un intento de obtener beneficio propio. Y Turquía no puede ser ajena a esto, pero en su mentalidad otomana no se trata más que de conseguir lo que pretende al mejor precio, al más puro estilo de un bazar.
Es muy importante tener en cuenta el interés de Turquía, dentro de ese ideal del “Siglo de Turquía”, por aparecer como un “solucionador de problemas” dentro de una concepción propia del concierto internacional que no se sitúa ni en la unipolaridad, la bipolaridad o la multipolaridad. Su concepto sustituye la “polaridad” cualquiera que sea su forma por el término “solidaridad”. Esto no es más que un intento de proponer una “vía alternativa” a todo lo existente. Sin embargo, está muy lejos de tener aceptación más allá de sus fronteras, y más bien parece un constructo diseñado para consumo interno y para justificar según qué acciones.
Cuando Turquía habla de “proteger sus intereses en su entorno regional, dentro de una situación mundial volátil, creando condiciones para una paz y un desarrollo sostenibles en nuestra vecindad más amplia”, y de “establecer la paz y la seguridad en nuestra región”, no podemos dejar de pensar en Siria e Irak y las aspiraciones turcas para con ciertos territorios principalmente del primero, y su pugna con los kurdos en la frontera con el segundo. Curiosamente, Turquía se presenta en diversos documentos internos como el principal garante de la seguridad y estabilidad en ambos países. Por ello de nuevo debemos valorar con cautela la posición turca y su posicionamiento.
Entre los movimientos estratégicos de Turquía merece la pena destacar su reciente impulso para implicarse más en África, y en el Sahel en particular. De nuevo aparece el Sahel como epicentro de los intereses geopolíticos de todo aquel que quiere jugar un papel relevante en el concierto internacional, y eso nos debería hacer reflexionar. Ankara es muy consciente de que el Sahel se ha convertido en un campo de batalla crucial en la lucha entre las potencias mundiales y regionales, y no se le escapa la importancia de asegurarse una posición favorable en la región por el papel que juega en la seguridad mundial y en la economía.

El comercio exterior representa casi el cincuenta por ciento del PIB turco, por lo que es crucial para el funcionamiento de su maltrecha economía, y el Sahel ofrece enormes oportunidades. Por ello Turquía está haciendo un gran esfuerzo por mejorar sus relaciones comerciales con los países de la zona. Como una forma de aliviar la presión interna en el frente económico, las buenas relaciones comerciales sirven para asegurar los intereses comerciales de las empresas turcas e impulsar el PIB del país.
El foco lo ha puesto, como no podía ser de otra manera, en Mali, Níger y Burkina Faso, incrementando notablemente los flujos comerciales, logrando además crearse la imagen de socio comercial fiable y sin carga política, una estrategia que da sus frutos, pues los países del Sahel y sus habitantes ven las relaciones comerciales con Turquía como sinceras, igualitarias y mutuamente respetuosas, lo que contrasta claramente con las opiniones sobre la relación con, por ejemplo, Francia.
La aspiración turca es forjarse una sólida reputación a través de la ayuda humanitaria, la educación y los asuntos religiosos, para, de ese modo, aumentar su visibilidad y prestigio no sólo ante las autoridades, sino lo que es más importante, entre la población de esos países, avanzando así en su agenda para incrementar su influencia en el exterior.

Durante los últimos años, Ankara ha puesto en marcha proyectos sanitarios y de suministro de agua en Níger y Burkina Faso, ha creado instituciones educativas en Mali y ha financiado becas para que estudiantes de esos tres países estudien en Turquía. Un antiguo embajador turco lo resumió de forma excelente: “Turquía está intentando crear un grupo de embajadores (africanos) de habla turca, que serán los líderes de nuestra penetración en África”.
Esa penetración a través de lo que se conoce como “soft power” ha abierto la puerta también a jugosos acuerdos de cooperación en materia de seguridad y defensa, y tanto Mali como Níger han firmado diferentes acuerdos de cooperación con Turquía tanto para adquisición de material como para el adiestramiento de unidades militares desde 2018. Los frutos no se han hecho esperar y, tomando Burkina Faso como referencia, observamos que las exportaciones en material de defensa han pasado en tan solo tres años de poco más de doscientos mil dólares a casi siete millones.

En definitiva, una vez más observamos cómo el Sahel se está convirtiendo en una zona de interés para países con el suficiente peso como para poder ejercer influencia, los cuales se están aprovechando del vacío que poco a poco ha ido dejando Europa en general y Francia en particular.
La situación en la región es cada vez más complicada, y la necesidad de ayuda y soporte de todo tipo es cada vez más acuciante, del mismo modo que lo es la presión ejercida por los grupos yihadistas. En ese contexto, Turquía también ha adoptado cada vez más los discursos anticoloniales (y, en particular, antifranceses), presentándose como un socio diferente, que comparte tanto intereses como vínculos religiosos e históricos con los países de mayoría musulmana del Sahel central, aunque sus inversiones diplomáticas, políticas y económicas no se limitan en absoluto a los países anteriormente colonizados por Francia. Turquía ha expresado su apoyo a los Gobiernos golpistas de Mali y Burkina Faso, y ha estrechado sus lazos militares y económicos a pesar o, mejor dicho, aprovechando la inestabilidad política y el deterioro de la seguridad de la región.

Europa no puede por más tiempo permitirse la pérdida de influencia en el Sahel, y el enfoque turco a la hora de cultivar asociaciones con los países de la región puede servir de lección para un replanteo de la relación con esos países. Este enfoque incluye cultivar un sentimiento de verdadera asociación entre la clase dirigente y empresarial de las naciones del Sahel, aumentando la presencia diplomática, las delegaciones y las visitas a la región no relacionadas solo con asuntos de seguridad y la defensa, y garantizar que las embajadas cuenten con el personal adecuado, y que el contacto con sus homólogos sea constante, regular y fluido. Sólo así se podrá recuperar el espacio perdido y se podrán comenzar a reconstruir los lazos, ahora rotos, que permitirán ganar la influencia necesaria para avanzar en la estabilización de una región en la que nos jugamos todo.