No hay estrategia sin enemigo

Putin and Erdogan

A menudo se analiza el estado de la política internacional en base a su polaridad, es decir, según cuáles sean los grandes polos de gravedad que determinan las dinámicas de poder en el mundo. Estos polos de gravedad suelen estar formados por grandes bloques de países y gobiernos con intereses similares, o con una línea ideológica parecida. Las dinámicas globales dependen entonces de la rivalidad entre las grandes potencias y, en extensión, entre sus bloques. Así, según el número de polos o potencias que coexistan en el mundo en una época determinada, nos encontraremos ante un mundo unipolar, bipolar, y así sucesivamente.

Este simple análisis con el foco en la polaridad ha sido tradicionalmente importante en el campo de las Relaciones Internacionales. Ya en la Antigua Grecia el filósofo y militar Tucídides alertó que cuando un país poderoso intenta desplazar a otro, la guerra es prácticamente inevitable. Esta sencilla tesis es conocida como la Trampa de Tucídides, y aún hoy está presente en la diplomacia global. Es cierto, sin embargo, que en ocasiones dos grandes polos han convivido sin provocar un conflicto bélico a gran escala. Un ejemplo claro y cercano es el mundo claramente bipolar que dejó la Segunda Guerra Mundial. Durante la llamada Guerra Fría dos sistemas radicalmente opuestos, el liberal y el comunista, trataron de asegurar un área de influencia para defender sus intereses e, incluso, su propia existencia. Muchos de los conflictos de la segunda mitad del siglo XX esa rivalidad bipolar, si bien ninguna de las guerras (por sangrientas que fueran, como la de Vietnam o la de Corea) trascendieron el ámbito regional.

Si en plena Guerra Fría preguntáramos a varios transeúntes de la Quinta Avenida de Nueva York, escogidos al azar, cuál era según su opinión la mayor amenaza para los Estados Unidos, es prácticamente seguro que casi todos hubieran respondido la Unión Soviética. Y así era: la acción exterior de Estados Unidos estaba condicionada por la presencia de la URSS. Ya fuera en Latinoamérica, Oriente Medio o Asia, la estrategia americana siempre estaba determinada por un afán de limitar la influencia soviética, una estrategia que los expertos bautizaron containment (contención). Ello implicaba actuar para mantener los intereses del bloque occidental a salvo de las injerencias soviéticas, prácticamente a cualquier precio.

El relato de una URSS expansionista y obcecada con acabar con el dominio estadounidense en el mundo contribuyó a una gran paranoia en Washington, que justificó su apoyo militar a golpes de estado (como el de Irán en 1953 o en Guatemala en 1954, ambos contra gobiernos elegidos democráticamente) con el pretexto de evitar que la URSS ampliara su ámbito de actuación.

En cualquier caso, la amenaza soviética, exagerada o real, daba un sentido claro a la política exterior de Estados Unidos y Europa Occidental. Pero en la década de 1990 la Unión Soviética se desintegró, dando lugar a una veintena de nuevas repúblicas y a una Rusia debilitada. El Pacto de Varsovia se desvaneció. Estados Unidos parecía haber triunfado sobre su némesis roja. La Trampa de Tucídides se había cumplido: uno de los dos grandes poderes había prevalecido sobre el otro, aun sin una guerra global de por medio. Los más optimistas consideraban inevitable la expansión del sistema capitalista y de los valores democráticos: la historia iba a dejar atrás el sistema bipolar que había reinado durante medio siglo. Es lo que el politólogo Francis Fukuyama llamó el Fin de la Historia en el libro homónimo de 1992: la globalización de la democracia y el liberalismo parecía inevitable.

Han pasado tres décadas desde entonces, y cualquiera que eche un vistazo a las últimas noticias mundiales se dará cuenta que aquellos mensajes de optimismo no estimaron la magnitud de las amenazas contrarias al sistema liberal. Pocos países fuera de Europa han pasado de ser dictaduras a democracias; las organizaciones internacionales como la Unión Europea tienen un poder de actuación muy limitado; las regiones históricamente inestables (como Oriente Medio) son probablemente todavía más caóticas que hace treinta años; las guerras civiles y los estados fallidos siguen siendo tristemente habituales.
Pero hay una diferencia crucial respecto a la Guerra Fría: la ausencia de un rival claro, de un bloque que tome el lugar de la URSS. Así, si hoy preguntáramos a los transeúntes de la Quinta Avenida cuál es la mayor amenaza para los Estados Unidos, ¿qué nos responderían? ¿Es Irán una amenaza real a Estados Unidos? ¿Está en una guerra el mundo occidental contra el terrorismo yihadista? ¿La agresiva Rusia de Putin es un rival comparable a la URSS de antaño? ¿Y qué sucede con China, la nueva potencia comercial? ¿Es la India un rival o un aliado?

En efecto, el mundo es ahora multipolar. Aunque Estados Unidos es probablemente todavía el país con más influencia global, hay una miríada de nuevos actores con los que lidiar. Cuando la política exterior estaba determinada por un único gran enemigo tenía lógica llevar a cabo una estrategia destinada a contener el potencial peligro soviético. Pero en las últimas décadas la política exterior de los países occidentales ha sido errática, sucediéndose estrategias diferentes. No tener un único rival claro dificulta enormemente la acción exterior del bloque occidental, si es que se puede decir que tal bloque exista aún. El mundo es extremadamente complejo, y no hay una sola receta que pueda tratar efectivamente cada uno de los desafíos. El triunfo del sistema liberal que muchos auguraron tras la caída del Muro de Berlín parece ahora poco menos que un sueño.