¿Es positiva la diversidad identitaria de España?

Paco Soto

Pie de foto: Un ciudadano vestido con una bandera constitucional española contempla a unos independentistas en Barcelona.

“Amo demasiado a mi país para ser nacionalista”    Albert Camus: Cartas a un amigo alemán

¿Es un problema que España sea una realidad diversa desde el punto de vista identitario, social, cultural y lingüístico? Algunos españoles creen que sí, y aseguran que el Estado de las autonomías es una desgracia que ha generado caos, desconcierto, desunión nacional y un gasto enorme que el país no puede asumir. Creo que esta afirmación rotunda merece ser matizada. El Estado de las autonomías surgió en un momento histórico concreto: el paso de una dictadura de casi 40 años a una democracia parlamentaria. Hace 40 años, la situación de España era muy compleja. Los nostálgicos del franquismo no eran mayoría pero tenían fuerza en los aparatos del Estado, un sector de las Fuerzas Armadas heredero del guerracivilismo franquista no veía con buenos ojos el delicado proceso de Transición, el terrorismo etarra golpeaba con dureza, la cultura democrática de la sociedad era frágil, la crisis económica era profunda, España no pertenecía a la Europa comunitaria, y muchos españoles no sabían si la democracia podría prosperar. Fue en este contexto difícil que se llevó a cabo el cambio político fruto de un pacto entre el sector reformista del franquismo y la mayoría de la oposición. No todo se hizo bien, desde luego, se cometieron errores, hubo excesos. E, inevitablemente, renuncias y concesiones por parte de todos. Hacer política, sobre todo en tiempos de dificultades, también es saber dialogar, negociar y pactar con el adversario. A veces incluso con el enemigo. Con los amigos no se pacta.

Un país diferente

Varias décadas después, España es un país diferente y mejor al de aquellos años complicados de la Transición. El Estado de las autonomías, a pesar de fallos cometidos y deficiencias que tendrían que corregirse, ha funcionado razonablemente bien en el país, excepto en Cataluña y Euskadi, donde una parte importante de la población de ambas comunidades, o nacionalidades como dice la Constitución de 1978, no quiere seguir perteneciendo al Estado nacional español y aspira a la independencia. Existe un problema identitario grave en España, y si no se resuelve política y socialmente en el marco del actual ordenamiento constitucional, que puede y debe ser reformado, me temo que la situación empeorará en los próximos años. Un país serio y fuerte que aspire a ser estable, próspero y democrático no podrá vivir eternamente con un problema tan complejo como el catalán y el vasco. Entiendo que esto moleste y preocupe a muchos españoles, pero la realidad es la que es y no la que nos gustaría que fuera. Más tarde o más temprano, los políticos tendrán que sentarse a dialogar, negociar y acordar una solución viable y justa a la crisis catalana y vasca.

Si los dirigentes de este país optaran por la opción de no hacer nada, por no cambiar ni reformar la Ley de leyes, y por dejar que las cosas se solucionen por sí solas, creo que en este caso la ruptura de España sería inevitable. Y la responsabilidad no sería exclusivamente de los secesionistas. Confío poco en los grandes partidos nacionales como el PP y el PSOE, porque tienen una visión de Estado débil, carecen de grandes ideales y principios y son máquinas burocráticas que funcionan para ganar elecciones y mantenerse en el poder. Tampoco me seducen los populistas de Podemos, que son capaces en un mismo día de decir una cosa y la contraria, y los centristas de Ciudadanos flojean en muchas cuestiones. Las fuerzas nacionalistas periféricas son tan oportunistas como los partidos nacionales y cambian de posición política en función de cómo sople el viento y de sus intereses partidistas y electorales.

Un panorama poco atractivo

Esto es lo que hay, en mi opinión. Reconozco que el panorama no es muy atractivo, pero quizá tengamos los políticos que nos merecemos, o que se merecen millones de ciudadanos que los votan y los engordan con su pasividad, incultura política y ausencia de principios éticos y morales. No podemos ignorar a los partidos, porque son una pieza esencial del entramado democrático, pero los podemos sancionar con nuestro voto y presionar para que no nos tomen el pelo y hagan las cosas un poco mejor. Hasta la fecha, los partidos han sido incapaces de solucionar la situación de conflicto político y social que viven Cataluña y Euskadi. La culpa no es exclusivamente de Mariano Rajoy, Pedro Sánchez, Artur Mas o Carles Puigdemont.

La responsabilidad de que los problemas no se solucionen es, en mayor o menor medida, de todos. Por esto mismo, considero que la sociedad civil, las personas que no nos dedicamos profesionalmente a la cosa pública y no nos resignamos a ser consumidores pasivos de politiquería barata, tenemos algo que decir y hacer para resolver satisfactoria y definitivamente el problema identitario que sufre el Estado nación español en pleno siglo XXI. Salvo que queramos seguir siendo meras comparsas de muchos políticos mediocres, inútiles y cobardes. Vuelvo hacer la pregunta que planteé al principio del artículo: ¿Es un problema que España sea una realidad diversa desde el punto de vista identitario, social, cultural y lingüístico? Yo pienso que no. Al revés, me parece que si el conjunto de la sociedad española, en Cataluña, en Galicia, en Madrid, en Extremadura o en Andalucía, fuera capaz de frenar los ímpetus emocionales, utilizar la cabeza para pensar y la lengua para dialogar inteligentemente, las cosas irían mucho mejor.

Constitución española

Sé que la Constitución deja claro que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político” y “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Además, “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. Y “El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”. Pero la Carta Magna también especifica que “Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos” y “La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección”.

Esto es el punto de partido legal que tenemos para dialogar entre españoles de distintas ideologías, posiciones políticas y sentimientos identitarios. Tenemos que tenerlo claro y no saltarnos a la torera las leyes vigentes y normas básicas de convivencia que nos hemos dado. Ahora bien, no está escrito en ninguna parte que la Constitución española de 1978 sea sagrada e intocable, como lo son la Biblia y el Corán. Sé que hay españoles que no aceptan la diversidad de España, les irrita esta realidad, detestan a los catalanes, no se fían de los vascos y sueñan con una España única y uniforme que no existe. No ignoro que los nacionalistas periféricos más exaltados odian a España, país al que califican de Estado extranjero y opresor en Cataluña, País Vasco y Galicia. Estas posiciones absurdas y xenófobas no nos llevarán a buen puerto, y por eso las tenemos que combatir.

Pie de foto: Unas mujeres bailan sevillanas durante la Feria de Abril celebrada en Cataluña.

Nacionalismos nocivos

Yo, que me considero ciudadano español del siglo XXI de origen catalán y valenciano, soy políglota y he vivido en cuatro países a lo largo de mi vida; el nacionalismo me parece un anacronismo rancio y peligroso, y no me fío de los cantamañanas que abusan de la bandera, el himno y los símbolos nacionales.  Soy defensor de una España democrática y diversa, rechazo las posiciones reaccionarias de los nacionalistas esencialistas españoles, catalanes, vascos o canarios. Esta gente está enferma de pasado, resentimiento, mezquindad y victimismo; vive anclada en el siglo XIX y es nociva para el proyecto de nación cívica y diversa que defiendo desde hace años. El nacionalismo es esencialmente reaccionario y enemigo de la nación de ciudadanos en todas partes. También en España. Los fundamentalistas tienen que ser combatidos sin descanso, intelectual y políticamente. Hacen un daño enorme a la democracia y a las personas. Da igual que sean de Girona, Vic, Durango, Segovia, Murcia o Sevilla. Su idea de nación es arcaica y predemocrática, y se sitúa fuera de la Historia.

En el caso de España, o de las Españas como solía decir el poeta catalán Joan Maragall, los nacionalismos son una desgracia, porque nuestro país es de una diversidad extraordinaria y apasionante. Variedad cultural y social y plurilingüismo son las dos caras de la misma moneda. No voy a entrar en el espinoso tema de debatir si España es un país de países o una nación de naciones, tesis defendida por el difunto Jordi Solé Tura, uno de los denominados padres de la Constitución. Esto es un debate político, filosófico, académico y jurídico que no me corresponde plantear en este artículo. La Carta Magna deja claro que España está formada por nacionalidades y regiones en el marco de una sola nación. Pero como ya he dicho, las leyes y el ordenamiento constitucional pueden cambiar. No se trata de satisfacer a los nacionalistas catalanes, vascos o gallegos, sino de buscar soluciones políticas razonables, pacíficas y democráticas a los problemas reales pendientes. Es evidente que en España hay un problema catalán y vasco, y en menor medida gallego. Darle vueltas al asunto no nos ayudará a resolver el problema identitario en cuestión. España como Estado nación no es una realidad eterna e inmutable. Tampoco Cataluña.

Respeto mutuo

Entonces, ¿alguien cree en la España diversa? No me refiero al eslogan de la España plural que el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero se sacó de la manga cuando gobernaba porque necesitaba el apoyo de los nacionalistas e independentistas catalanes. En mi caso, defiendo un proyecto de España diversa y plurilingüe, donde el catalán y sus diversas variantes dialectales, el gallego y el euskera sean lenguas queridas y respetadas por una inmensa mayoría de madrileños, extremeños o asturianos; y el español sea asumido y utilizado sin problema por una abrumadora mayoría de vascos, gallegos y catalanes. Albert Branchadell, profesor de la Facultad de Traducción y de Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) apunta en un artículo publicado en El Periódico de Catalunya: “Los 35 años de vigencia del artículo 3.3 de la Constitución no han servido para que el Estado, en España, ampare de verdad a todas las lenguas españolas. En España el Estado se sigue identificando con el castellano”.

Branchadell lamenta que en muchas instituciones del Estado las lenguas autonómicas no estén reconocidas, y recalca que ni el PP ni el PSOE han sido capaces de impulsar iniciativas legales y políticas en favor de la pluralidad de lo que lamamos España. El profesor Branchadell no va del todo desencaminado. Los políticos nacionales de todas las tendencias y una parte importante de la sociedad española no pueden o no quieren darse cuenta de la realidad, y sin querer están dando alas a los soberanistas periféricos, que en Cataluña son la mitad de la población. El statu quo defendido por el PP no funciona y agrava los problemas; el federalismo del PSOE no se lo cree casi nadie y la estrategia independentista catalana divide a la sociedad, multiplica las dificultades y hace aún más difícil la relación de Cataluña con el resto de España.

Pie de foto: Un grupo de cocineros gallegos promociona la gastronomía de su tierra en el País Vasco.

Estado de las autonomías

Hace unos años, en un artículo publicado en El País, ‘La España plural’, el periodista y escritor Josep Ramoneda planteaba: “El estado de las autonomías fue la respuesta pactada a la demanda que venía especialmente de las naciones periféricas. La resistencia al franquismo había colocado a la reivindicación de los estatutos de autonomía, junto a las dos principales consignas de la transición: la libertad y la amnistía. Era, por tanto, una reivindicación que condicionaba el proceso constituyente. Se acudió al eufemismo nacionalidades para denominar Cataluña, el País Vasco y Galicia y España se constituyó en un estado autonómico compuesto por regiones y nacionalidades. Pero desde entonces el debate ha seguido permanentemente abierto”. Y agregaba: “Las nacionalidades históricas han vistos siempre insuficiente su nivel de autonomía y sus reivindicaciones no han cesado”.

A su juicio: “En el trasfondo además han operado las pulsiones independentistas en Cataluña y el País Vasco. En esta última comunidad la presencia de la organización terrorista ETA, que irrumpió a finales de los sesenta, todavía en pleno franquismo, y ha continuado activa hasta el momento presente, con el propósito de alcanzar la independencia por la vía de la armas, ha dejado más de ochocientos muertos, y ha bloqueado el normal desarrollo de la democracia en Euskadi. ETA es una de las últimas herencias del franquismo que ha tenido que soportar la España democrática”.

Una solución insuficiente

Según Ramoneda, “después de la creación del estado de las autonomías, éste ha dado muestras de insuficiencia respecto de las pretensiones de las naciones periféricas, en especial Cataluña y el País Vasco. Se ha puesto de manifiesto que no existe una verdadera cultura federal o confederal con España. Y el PSOE no ha querido ceder al PP la bandera de la reconducción del estado de las autonomía”. Así estamos en la actualidad. ¿Hasta cuándo? Los políticos tienen mucho que decir y hacer sobre la cuestión identitaria de España. La sociedad civil también. Una mayoría de españoles quiere vivir en paz y que se solucionen razonablemente los problemas vasco y catalán. Pero una minoría de sinvergüenzas, fanáticos y sectarios que sueñan con la España imperial o una Cataluña y un País Vasco monolingües y social y culturalmente mutilados están empeñados en crear conflictos y dividir el país entre buenos y malos españoles, y entre buenos y malos vascos y catalanes. Los malos españoles son aquellos que no comparten las monsergas reaccionarias y decimonónicas sobre la España uniforme y única. Los malos vascos y catalanes son los que no comulgan con ruedas de molino y no aceptan el catecismo nacionalista y su visión fantasiosa de la Historia.

A los nacionalistas de distinto pelaje les mueve el odio; son rencorosos y se alimentan de patrañas ideológicas y falsificaciones históricas que no tienen nada que ver con la Historia de la península. ¿Podemos permanecer quietos y callados los españoles que amamos a nuestro país y su magnífica y enriquecedora diversidad social, lingüística y cultural? No y mil veces no. Los ciudadanos democráticos y de buena voluntad de todo el territorio peninsular que vivimos en el siglo XXI y no nos alimentamos a diario de mitos absurdos y hazañas bélicas trasnochadas, tenemos que conocernos mejor, dialogar y construir puentes entre nosotros. No debemos permitir que una minoría de insensatos, integristas y populistas demagogos, nacionalistas esencialistas españoles o periféricos, nos pudran la existencia y nos dividan y enfrenten con sus mentiras y falacias. Si lo conseguimos, habremos, creo yo, dado un paso cualitativo importante en la construcción de un país más integrado, más sólido y más rico donde no sobre nadie y quepan todos, aunque siempre quedará una minoría de recalcitrantes.

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