Opinión

La tercera revolución china de Xi Jinping

photo_camera Xi Jinping

La 3ª resolución histórica  del 6º plenario del 19º Comité Central del Partido Comunista Chino ha elevado  a Xi Jinping al panteón revolucionario, sentándolo entre Mao Zedong y Deng Xiaoping formando así la nueva trinidad del Centro de la Tierra, nombre que se dio a sí mismo el país  en tiempos de la dinastía Ch'ing. Antes incluso de eso, recoge la mitología china la teogonía Pangu, predecesor de Xi Jinping, cuya génesis provino de la síntesis resultante de la tesis del Yin y la antítesis del Yang, que adoptó la forma de un huevo de cuya agitada incubación pugnó Pangu por librarse, hasta quebrar el huevo en dos mitades, de las que emergieron Cielo y Tierra,  tal y como lo conocemos. 

Aunque algo ha llovido desde entonces, no deja de tener su interés que el relato de la ascensión celestial de Xi esté hilvanado sobre su dilemática “circulación dual”,  la estrategia  detrás de la tercera revolución china, con la que se sintetiza la expansiva “circulación internacional”, promovida por Deng Xiaoping, y la autárquica "circulación interna", con la que Mao adelante,   para que, gracias a un mejor reparto del pastel, el pueblo chino halle el Cielo en la Tierra mejorando su nivel de vida. 

Con todo y eso, la transición hacia una economía virtuosa  que equilibre el consumo interno y las exportaciones, al estilo alemán, tendrá más de evolución que de revolución, por lo que a medio plazo la inercia del expansionismo chino seguirá su curso, porque  alcanzar un equilibro entre los arquetipos defendidos por la ciudad de Cantón (más pastel) y por la de Chongqing (más porciones) es imprescindible asentar la influencia de china en los mercados occidentales, lo que, como en el caso del mítico huevo de Pangu, creará tensiones de las que emergerán los pilares de un nuevo orden internacional policéntrico. 

Pero antes de llegar a ese punto,  el reto para ese animal mítico que conocemos por el nombre de comunidad internacional será gestionar gentilmente la transición para evitar la  colisión de las placas tectónicas continentales, en tanto que la presencia china en nuevas latitudes condiciona las opciones de las élites políticas y económicas locales, influyen en las dinámicas del mundo académico,  de los medios de comunicación, y, en definitiva, en la opinión pública, exactamente igual como sucedió con el expansionismo comercial norteamericano durante los años de la Guerra Fría. 

Como entonces, el campo de batalla será Europa, lo que obligará a las instituciones europeas a decidir sin mucha dilación si aspira a ser un actor protagonista o se conforma con hacer de actor de reparto en su propio terreno. Esto es de particular relevancia en aquellos Estados miembros de la Unión Europea cuyo encaje, por una u otra razón, chirría más,  como es el caso de Hungría, que después de 50 años bajo la bota soviética adolece de una sociedad civil débil domeñada por las oligarquías salidas de la vieja Nomenklatura, que ejerce un control caciquil sobre  los medios de comunicación y el asociacionismo. 

Este terreno abonado para el clientelismo,   parece haber sido elegido por China para ensayar su modelo de poder blando, que, de resultar exitoso, podría convertirse en la plantilla para otros Estados miembros. Así, mientras que en la mayoría de los países occidentales la presencia del Instituto Confucio  (sobre el papel el equivalente al Instituto Cervantes español) es de escala modesta, en Hungría está planificando la implantación de un gran complejo educativo de la Universidad de Fudan,  decana de las instituciones académicas chinas, y una de las joyas de la corona de sus élites. De consumarse este proyecto, fuertemente contestado por sectores disidentes de la sociedad civil húngara, el campus se sumaría  a la ya existente red Confucio de con sedes en las universidades Eötvös Loránd, Szeged, Miskolc, y Debrecen. 

Las facilidades otorgadas por Hungría para este proyecto educativo contrastan en apariencia con la hostilidad ejercida contra la Universidad Central Europea, fundada por George Soros, que se vio obligada a salir de Hungría en 2018.  Sin embargo, este es un contraste engañoso, por cuanto Xi, a diferencia de la Open Society Foundations de Soros, no tiene como meta la reforma política de Hungría,  sino crear un estado de opinión predispuesto a China entre la futura intelligentsia húngara, para de esta manera disponer de un fulcro con el que influir en la toma de decisiones de la UE.  A su vez, Orbán aprovecha la influencia China en Hungría usándola como comodín político en sus tratos con Bruselas, en la confianza de que su país es relativamente menos dependiente de los fondos de la UE que otros estados miembros que carecen de una relación preferencial con China, que lo convierte en el  principal destino de la inversión china en Europa Central y Oriental. 

Lo cierto es que la presencia de China en Hungría se caracteriza por ser de perfil bajo, y ni siquiera ha buscado disponer de medios de comunicación propios para propagar su poder blando, porque los medios que dependen del Gobierno húngaro transmiten una visión entre neutra y positiva de China, emitiendo selectivamente  aquellas informaciones que puedan ser controvertidas desde la óptica de Beijing. Sin embargo, basca rascar en la superficie para encontrar que esta falta de ostentación pública contrasta con la importancia financiera y tecnológica de entidades como el Banco de China y Huawei en Hungría. 

Mientras que el Banco de China para Europa Central y Oriental tiene su sede central en Budapest, desde donde opera en el mercado financiero europeo,  la tecnológica Huawei tiene su principal centro logístico europeo en Hungría, desde donde distribuye los productos de la firma en toda la zona EMEA. A diferencia de lo que ha ocurrido en otros países miembros de la OTAN, no se da en Hungría un rechazo público sustancial a los productos y actividades de Huawei, lo que vendría a demostrar que la labor de lluvia fina y persistente de China da los frutos esperados. 

Desde la perspectiva de una parte nada desdeñable de la población húngara, su relación con la República Popular de China -que se remonta a su reconocimiento formal en 1949, y que se iniciaron en su forma actual en el año 2000, de la mano de primer ministro socialista Péter Medgyessy- se valora como un amortiguador de lo que perciben como una incomprensión de los países occidentales de las particularidades históricas de sus homólogos del Grupo de Visegrado, de las que se deriva una homogeneidad étnico-religiosa, una identidad, y un modelo de sociedad más conservador que liberal,  producto de la paradoja consistente en que en la Europa Central, los valores tradicionales perseguidos por el comunismo no solo se preservaron, sino que se hicieron más sólidos que en Europa Occidental. 

Naturalmente,  al Comité Central del Partido Comunista Chino todo esto le trae sin cuidado, pero, precisamente porque a Xi le es indiferente el color de los gatos,  mientras no le impidan lograr que China vuelva a ser el Centro de la Tierra, las élites bien-pensants deberían tal vez hacer un mayor esfuerzo  por evitar el riesgo de caer en las trampas del pensamiento único.